Juan Fernando Girón Solares
Primera parte
La tarde de finales de aquel mes de febrero en la Nueva Guatemala de la Asunción, transcurría en sus últimas horas, con un clima tan variado como el conocido refrán que identifica a esta época del año: “febrero loco y marzo otro poco…”. Y no era para menos; el calor del astro rey que se había dejado sentir durante el mediodía y parte de la tarde, contrastaba con el viento frío que a poco, se dejaba sentir en el medio ambiente, y que se resistía a dejar la época de inicios de año. Más bien, pareciera que la baja temperatura que registraba el termómetro se quisiera imponer sobre la alta y viceversa. Y en medio de tal dilema climatológico, que le obligaba a colocarse ya, el suéter de lana con botones al frente, se encontraba nuestro personaje: Raúl; una persona de la tercera edad, blancos cabellos y ahora lentos movimientos, quien luego de haber visto un par de programas de televisión y escuchado las noticias por la radio, removía de la mesa del comedor de su casa, los periódicos del día, puesto que no solamente era un ávido lector, sino gustaba de estar enterado al mínimo detalle, de las noticias de aquí y de allá.
Se sirvió una humeante taza de café, y luego de un par de sorbos, meditó para sus adentros: “…Se acerca el miércoles de ceniza. Iniciará la Cuaresma, y con ella la cita infaltable con su mejor amigo y compañero durante esta época del año…” Las notas de su marcha fúnebre preferida, se dejaron escuchar en su mente, y desde luego, la emoción y la nostalgia, hicieron que su corazón latiera un poco más rápido por algunos segundos. Raúl vivía solo en su casita del Barrio Moderno actual zona 2, cercana al Centro Histórico. Había enviudado, luego de más de cuarenta años de matrimonio con Meches, su amada esposa, con quien habían procreado a su única hija: Margarita, quien felizmente lo había hecho abuelo de tres alegres y joviales patojos.
Desde el fallecimiento de su esposa, Raúl había conservado en el armario de su dormitorio, un espacio para conservar en su interior, los objetos de mayor valor para su vida personal y espiritual. “…Y bien, pensó…Ya es hora, un año más por la gracia de Dios…” Raúl había laborado durante toda su vida productiva para el Gobierno, y ahora como jubilado, disfrutaba de ella en forma mucho más pausada que antes. Se dirigió al armario, y con sumo cuidado, sacó de su interior el cofrecito de madera, de lo que para sus adentros, constituía un verdadero tesoro. Puso el objeto sobre su cama, lo abrió y allí estaba su fiel compañero, perfectamente guardado, limpio y reluciente, envuelto en la bolsa plástica en que lo almacenó luego de la última Semana Mayor.
Con el cuidado y cariño que el caso amerita, el devoto abuelo removió la envoltura y lo tomó en sus manos, como lo hacía desde hace más de sesenta años. Era ni más ni menos, que su incensario de plata maciza, con cadena de cuatro puntos y algunas figuras en el relieve de su contorno, de las que clara y perfectamente se lograba apreciar la leyenda “JHS” (Jesucristo, Hombre y Salvador) complementada con cruces y elementos de la pasión del Señor. Extendió la cadena, levantó la tapa del objeto, y acto seguido, no pudo soportar la tentación de balancear el incensario como si se encontrase frente a las andas de cualquier cortejo procesional. Luego de varios segundos, comprobó que todo parecía estar en orden.
Al tener cerca a su infaltable amigo, como Raúl lo identificaba, los recuerdos de muchas “Semanas Mayores”, empezaron a desfilar por su mente… Recordó cómo se hizo del incensario:
Una tarde de Cuaresma, hace más de sesenta años, por una mera casualidad mientras jugaba con uno de sus hermanos, en la casona de sus abuelos allá por el histórico Barrio de Santa Cecilia, lo descubrieron apilado en el interior de una caja de cartón. Con justificada curiosidad, lo sacaron y fueron a preguntarle a su mamá, de qué se trataba aquel objeto. “Es un incensario mis hijos…Miren, se levanta esta tapadera, y ya adentro se coloca carbón en brasas para quemar incienso. Por eso se llama incensario…” El pequeño Raúl quedó admirado por aquel plateado artefacto, y con la curiosidad infantil propia de su edad, interrogó de nuevo a su progenitora… “Ajá; estos son los que usan los cucuruchos en las procesiones ¿?”, a lo que su mamá le respondió con cariño “Así es mijito… Según yo, ha estado por muchísimo tiempo en nuestra familia. Fue un regalo del Arzobispo de entonces a mi abuelito, o sea tu bisabuelo. Por eso es de un metal muy hermoso que se llama plata y tiene estas figuritas que se llaman labrados…” Y al cabo de los días, el pequeño Raúl llegó con su mamá para decirle: “mama, yo quiero salir para echarle incienso a Jesús, en la procesión del santo entierro y usar la cosa donde se quema el incienso…”
No obstante, la solicitud efectuada a su madre para el correspondiente permiso no fue del todo de su agrado, por el peligro que significa para un niño pequeño manipular fuego, con el riesgo de sufrir una lesión por quemadura. El Viernes de Dolores, la gentil dama accedió, pero con la condición de que pedirían el apoyo y asistencia de don Chema. Un vecino muy querido de la familia, quien devotamente año con año, salía en la Procesión del Santo Entierro de –El Calvario- para cumplir su penitencia de acompañar al Santo Cristo Yacente, y perfumar agradablemente con el olor del incienso, aquella solemne procesión.
Habiéndose recibido gustosamente la aceptación de don Chema, llegó la Semana Santa, llegó el Viernes Santo y por supuesto, llegó el gran día. Revestido con su túnica, capirote y cinturón de color negro luctuoso, con la bendición de sus padres, y con el especial encargo de su mamá para cuidar el incensario de la familia y atender las instrucciones del vecino, Raúl partió en compañía de don Chema, sus familiares y otros patojos del Barrio hacia el templo de la dieciocho calle. En el camino, se le dio un curso intensivo al infante protagonista, de lo que eran los “naveteros” o “navetas”, es decir los auxiliares de los incensarios que llevan la canasta con el carbón, el ocote y desde luego la bolsa de incienso con cerillos; del procedimiento pertinente para echar el material a las brasas en la cantidad apropiada; del uso necesario de la cadena para ventilar o en su caso extinguir la llama al levantar la tapa del recipiente, y finalmente, del “balanceo” pertinente para que el humo de la combustión del grano de incienso, se aproveche y esparza de la mejor forma posible.
Cariñosamente, Raúl evoca aquellos momentos y recuerda perfectamente bien, que cuando llegaron a El Calvario, los encargados de la Hermandad estaban bajando la imagen del Sepultado, de una cruz monumental que se había colocado a la par del graderío que permitía el acceso al templo, para luego ingresar al mismo. Minutos después, el anda con el Cristo Yacente, salía del templo, y la banda de música interpretaba la granadera, bajo el sol intenso del mes de abril y en presencia de un mar de almas que se apostaban desde el Edificio de la Tipografía Nacional hasta las proximidades del árbol conocido como El Amate.
Con tenaza en mano, don Chema pidió al grupo de incensarios, adultos y niños que abrieran cuidadosamente sus incensarios, y empezó a repartir aquellas piezas de carbón encendido, con tonalidades que oscilaban entre negro, gris y naranja en el interior de cada uno. Por el peso de la plata, a Raúl le costaba trabajo manipular aquel artefacto. Se asustó como es lógico, y en el fondo de su corazón pensó para sus adentros… “en qué lío me metí…¡¡¡” pero tragó saliva y siguió adelante. Acto seguido, el experimentado devoto ordenó al naveta que el bendito incienso, fuese depositado en cada recipiente y con un sonido muy característico, el grano empezó a chisporrotear y casi al instante, segundos después, el humo salió de los incensarios y el exquisito aroma impregnó el ambiente de aquella banqueta. Don Chema le ordenó a sus acompañantes… “BUENO JÓVENES, QUE DIOS NOS BENDIGA, VAMOS ¡¡¡¡” y se colocaron delante de las andas, a venerar al Señor Sepultado, esparciendo el incomparable aroma del incienso. Así comenzó aquella aventura para Raúl…