Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

 

La noche que el padre Francisco nos avisó que nuestro padre regresaría, casi no pudimos dormir de la alegría. Enmudecimos porque las palabras hubieran sobrado en el inmenso campo de tan buena noticia. Cada uno de nosotros se sumergió en sus pensamientos y comenzó a descubrir que el regreso de nuestro padre iba a dejar de ser una utopía. Las tiznadas paredes me parecieron que se revestían de un fulgor especial y se desnudaban de su ancestral hollín. Mi madre, mis hermanos y yo fuimos poseídos por cierto enloquecimiento interior. Todo, a partir de ese momento de alborozo interior, me pareció el anuncio de una gran fiesta. La primavera se hizo inquilina de nuestros actos y pensamientos. La tristeza que sentimos durante muchos meses comenzó a cerrar su telón y a anunciar un nuevo acto.

La salida obligada de mi padre a la guerra la sentí casi como un dolor de muerte. En mi familia fue un capítulo que nunca hubiéramos querido presenciar; fue como obligarnos a vivir una vida que no nos correspondía; a actuar en una obra que no era de nuestro agrado. Todavía recuerdo, cuadro por cuadro, la manera como mi padre fue subido al camión militar que me pareció, en ese momento, una nave fantasmal que presentía la muerte. Presenciarla fue una experiencia rapidísima y brutal. Pero recordarla me obliga a reconstruirla como prehistoria, historia y otra vez prehistoria e historia pero de manera lenta; lentísima.

Los helicópteros parecían abortos del cielo que se convertían en los ángeles de la muerte; con su ronronear metódico, discurrían sermones de odio y fatalidad para todos nosotros. El comisionado militar, parado en la palangana de un jeep militar, con los brazos cruzados y con sus dos pistolas enfundadas en sus cartucheras, me pareció una bestia revolcándose en el reino de su miasma. ¡¿Cómo borrar esa imagen?! ¡¿Cómo; de qué manera?! Tampoco puedo arrancarme de la memoria ese cauce formado en mis entrañas por el llanto caudaloso que mi madre y tantas mujeres, paradas como postes en los terrenos de la desesperanza, dejaron sembradas en la tierra. No hubo perraje capaz de secar tantas lágrimas.

La esperanza, durante todo este tiempo que duró la pesadilla, la tuve confinada en la cloaca de mi odio. Hasta hoy que, para familias como la nuestra, se nos anuncia el regreso de nuestro padre y de muchos hombres más de la comunidad. Ahora las lágrimas de mi madre ya no son de tristeza; son un prólogo de la alegría que esperamos vivir, cabal, en el momento en que podamos abrazar a mi padre. La humedad de estas nuevas lágrimas ya no quema; reconforta. Son un bálsamo para ese dolor que, en forma de cruz pesadísima, nos aplastó e hizo detener el tiempo y casi nos obliga a renunciar a nuestro linaje humano.

— Gracias, padre Francisco, por esa buena noticia. Gracias. Buenas noches.

Mi niñez tuvo la gracia de florecer en el campo. Y desde ese tiempo mis pensamientos, mis actos y mis afectos quedaron perfumados con los olores esenciales de la tierra. Mi padre, con su machete, solía cortar porciones de monte para que yo, en los soleados días de verano, pudiera descansar sobre ese colchón mullido de vegetales desmochados y fragantes, bajo un árbol frondoso. Por eso, cuando lo vi partir amontonado como una bestia en ese camión de la muerte, me pareció que toda esa perfumada inocencia de mis primeros años me era arrancada de tajo.

*

El padre Francisco, días después que se llevaron a tantos hombres del pueblo, nos reunió en la plaza y nos pidió que rezáramos con convicción para que ellos tuvieran el valor de resistir esa prueba de la guerra. Sin embargo mi corazón estaba emponzoñado de odio, rencor e impotencia; además, siempre le tuve desconfianza a la oración.

Todo lo que me rodeaba me pareció ensañado contra mi futuro, contra nuestro futuro. Todo, todo me era hostil. Hasta las palabras de afecto que recibía de mi madre, de mis hermanos y muchas gentes del pueblo me lastimaban.  Presentía que, aunque esta pesadilla terminara, las cosas nunca volverían a ser iguales.

Mi edad, cuando nuestro padre nos fue arrancado, fue de dieciséis años. Su salida del pueblo, ahora que lo reflexiono, fue la llave que abrió mi conciencia de manera violenta. Antes de eso, todo fue, para mí, una especie de paraíso terrenal en el que el «amaos los unos a los otros» fue una regla maravillosa de vida que nadie tuvo la intención de quebrantar. El tiempo que sucedió después de ese acontecimiento lo sentí tan brusco como pasar del sí al no. Por más que mi madre, mis tíos, las personas mayores y hasta los mismos periódicos quisieron ocultarme la naturaleza horrenda de la guerra, yo aprendí a olerla, a percibirla y descifrarla en todos los ámbitos de mis circunstancias.

Todo se resintió, hasta los sermones del padre Francisco cambiaron de manera radical. Ya no hubo en sus palabras el buen humor que siempre las salpicaba. Sus prédicas, a partir de entonces, me parecieron un botiquín apto para los últimos auxilios. Y a veces percibí que la esperanza misma desmayaba en él y se obligaba a empozar las lágrimas en algún lugar remoto de su ser.

¡Ay, padre Francisco!

La alegría que a todos nos era esencial se empañó y nos volvimos una especie de individuos autómatas que transitábamos los caminos nublados de la vida, sin brújula.

Pocos meses después, cuando la guerra estuvo en pleno fragor, llegaron los primeros anuncios envueltos en papel de duelo. Y otros meses más tarde, nuestra comunidad se volvió un grupo de gentes cuyo espíritu era fantasmal. La zozobra que vivimos en el pueblo y, sobre todo, experimentamos en mi familia, fue el anuncio del más feroz de los infiernos.

El viento y las nubes de polvo fueron los únicos que transitaron de manera libre y ufana nuestras calles.

La vida, sin nuestros seres queridos dejó de tener una importancia real. En las pocas veces que en ese período salí a recorrer las calles me pareció ver en el suelo, en los cercos de caña, en el puente sobre el río y hasta en el mismo cielo, los signos de la muerte.

Muchas veces, por ese dolor tan grande que me tocó llevar, encarné al lejano Job maldiciendo el día de mi nacimiento.

*

La emoción que sentí cuando vi que mi padre y cuarenta y dos hombres más bajaban del camión del ejército es imposible describirla con palabras. Todos los sentimientos hermosos se amotinaron en mí y en casi todos los habitantes de la comunidad. Estuve eufórico hasta las lágrimas. Ese día me pareció que la felicidad llegó a tocar las puertas de mi comunidad.

Desde la madrugada se juntó todo el pueblo en la plaza dispuesto a celebrar nuestra fiesta del siglo. Regamos pino en la entrada principal del pueblo e hicimos muchos arcos de bugambilia adornados con flecos multicolores de plástico.

Aunque no nos dio tiempo a enterrar los tinajos para que la chicha y la cusha se gestaran, logramos conseguir algunos en otros pueblos vecinos.

En el portal de la municipalidad se reunieron seis marimbas que anunciaban un batallón de la alegría. Todos dejaron los trapos remendados y se vistieron con los colores de un corazón emocionado. El padre Francisco amaneció en traje eclesial y con su estola flotando en el aire parecía el portaestandarte de nuestra coyuntural felicidad.

Dentro de la iglesia mucha gente permanecía rezando y dando gracias a Dios por el regreso de sus personas amadas. Los santos perfumantes le daban carácter de bendición a este día que tanto esperamos. Hasta el sonido de la chirimía y el tun que custodiaban el atrio de la iglesia me parecieron rebalsar un alborozo inusitado.

El olor de los pepianes, que salía de las casas, formó coro con nuestro júbilo y me hizo recordar a la virgen María que, de la cocina, salía a urgir a Jesús para que convirtiera el agua en cusha; ésa que teníamos no iba a ser suficiente para alimentar nuestro gozo.

Y cuando llegó la hora, vimos que casi todos los muchachos, en la entrada principal del pueblo, venían encarrerados, acezantes y gritando sin pausa: ¡ya vienen, ya vienen, ya vienen!

Entonces comenzaron las lágrimas a brotar de manera espontánea en casi todos los rostros.

Fueron minutos eternos los que vivimos a partir de esos momentos.

El camión parecía insuflado de una lentitud amnésica; hasta que, al fin, se detuvo de manera brusca. El ansia que todos sentimos me pareció una ola de mar embravecido que iba y venía empapándonos a todos los que estábamos en su orilla. Entonces nadie se resistió y todos, como turba tras un botín, corrimos a rodear el automotor. Cuando cayó al suelo el primer hombre con su mochila al hombro, arrancaron todas las marimbas con la melodía que, en ese momento, me pareció el himno más hermoso del mundo: Lágrimas de Telma.

Las bombas, cohetes y campanas se unieron al regocijo que intentaba anunciar una época hermosa para todos. Adiós a la tristeza pensé, mientras mi corazón pumpuneaba la sangre con todas sus fuerzas. Después, todos los hombres, mujeres y niños se diluyeron como hilos de hormigas rumbo a sus casas para reencontrarse en el afecto; para santificar los abrazos con la bendición de la intimidad.

Cuando abracé a mi padre lo hice de la manera más entrañable; él también. Pero cuando nos miramos directamente a las caras, me pareció un ser humano distinto al que vi salir del pueblo. Lo percibí un hombre endurecido. Hice un recorrido, instantáneo pero preciso, de toda la tragedia que él, enmascarado en su sonrisa, no quiso mostrarme de manera voluntaria; eso me explicó de manera provisoria su nuevo ser. Por momentos sentí que todo ese fervor y euforia que su llegada me significó, traían escondidas verdades aciagas. Pero no quise ser aguafiestas y reprimí todos esos pensamientos de manera brusca.

A las once de la mañana, una hora después de la llegada de los hombres de la guerra, las campanas volvieron a sonar. Entonces entendimos que el padre Francisco nos estaba llamando para celebrar una Acción de Gracias. Y fuimos…

*

Una semana duró la fiesta y sus secuelas. Sin embargo muchos de los hombres que regresaron de la guerra no participaron en el festín público y se quedaron encerrados en sus casas. Por más que intentamos llevarlos, no logramos convencerlos. Pensamos que quizá venían muy cansados del viaje y las jornadas anteriores… Pero a algunos de los que visité me pareció que sentían una timidez que escondía vergüenza; vergüenza que los vieran y vergüenza de ver a los demás tan felices por su regreso.

Pasada la fiesta, mi padre y yo salimos al campo para reiniciar nuestro diálogo con la tierra. Él trató de reconocer palmo a palmo lo que hasta hacía unos meses le fue tan familiar. Pero no lo vi regocijarse. Todo lo tomaba con una indiferencia lejana. A veces, lo sentí hostil con la misma tierra. Por respeto a su recién pasada experiencia, no quise cuestionarlo. Pensé que el tiempo se iba a encargar de cerrar todas las heridas que sufrió y de devolverle su amor por la tierra.

*

Mi madre, ensimismada pero feliz con el regreso de mi padre, se esmeraba por servirlo de la manera más espléndida. Al principio él trató de corresponderle pero con cada día que pasaba las palabras se le iban recortando; la hostilidad de mi padre afloró con los que lo rodeaban. Y cada vez fue más evidente. Un día, al llegar a la casa no dijo palabra alguna; saludó con gestos y asintió o negó con muecas. Y, días después, cuando hablaba era para insultar. Nunca antes presencié que mi padre agrediera a mi madre. No lo había visto arremeter verbalmente contra mi madre. Ella aguantaba con estoicismo la agresividad de él, pero cuando estaba sola la vi, varias veces, sentada en el rincón de la cocina llorando desconsolada. Hubo días en los que, a media tarde, la sorprendí yendo presurosa donde el padre Francisco. Pienso que lo hacía para contarle los asuntos de los que su corazón se resentía y pedirle consejo o bendición.

Mi padre, antes de irse, era de los que sólo bebían en las fiestas anuales del pueblo; sin embargo, ahora, suele embriagarse con frecuencia y se ha vuelto pendenciero. Otros compañeros de él están en las mismas o peores condiciones. Los líos en la cantina eran desconocidos; ahora son moneda de curso legal. El padre Francisco está alarmado porque ya hubo dos muertos por riñas macheteras y un suicidio.

A mi madre, después de tanto pedirle que me contara sus angustias me dijo con lágrimas que estaba preocupada porque mi padre, por las noches, se despertaba de manera violenta y padecía unas pesadillas terribles. «Casi no puede dormir, el pobre», me decía. «A saber qué le hicieron en el cuartel porque ya no es el mismo. Yo creo que sufre mucho; y eso me hace sufrir a mí también».

La gente dice que por las noches oye llegar camiones y tanques a bombardear y matar a la gente. Pero es sólo una pesadilla colectiva. Lo cierto es que nuestra comunidad ya no es la misma; tal como lo presentí cuando se llevaron a mi padre a la guerra. Ya no es la misma…

*

Hace unos días acompañé al padre Francisco en un viaje hacia la capital. Yo siempre vi en él a un sacerdote bueno y fuerte. Nunca, hasta hoy, lo vi llorar y lo sentí tan profundamente humano. Comenzó a contarme muchos de los asuntos que le rondaban en la cabeza y en el corazón, quizá porque sabía que yo le iba a guardar el secreto. «Mirá, Esteban…» —me dijo—, «tengo un dolor inmenso en mi corazón. Cuando los camiones del ejército se llevaron a los hombres de la comunidad yo traté de confortar a las mujeres; viste cómo ellas asumieron todas las tareas de los hombres sin desmayar; unas se volvieron agricultoras, otras herreras y muchas albañilas. Todas me prometieron ser fuertes; hasta las que les mataron a sus esposos hicieron ese voto. Y con la esperanza de su fortaleza me sentí confiado. Pensé que al regresar los hombres a su pueblo iban a encontrar, en el valor de sus mujeres, una cuña especial para recomenzar la vida. Pensé que la fiesta de recibimiento iba a ser como el farol que iba a alumbrar todas las actividades posteriores. Pero no. Ya viste; tan pocos de los que regresaron participaron en ella. ¡Qué tragedia más grande ha sido la guerra! ¡Qué dolor más inolvidable! Destruyó la confianza; los hombres regresaron con vergüenza y odio después de haber matado a tantos de sus hermanos. Y lo peor es que ya le contagiaron sus pesadillas a toda la comunidad.

»Yo fui a verlos varias veces a sus cuarteles y muchos me confesaron el dolor que sentían de ejecutar órdenes que iban contra ellos mismos, contra sus hermanos y contra la gente más inocente. Pero si hubieran desobedecido no habrían regresado. No sé si valió la pena. Pensé que ese contarme las cosas los iba a aliviar y que yo les ayudaría a cargar con ese peso. ¡Y qué peso! Pero parece que no valió la pena. Todavía, cuando llegaron y abracé a cada uno; me pareció que las heridas sanarían pronto. Pero no. Esas heridas ya comenzaron a gangrenarse y a matar a las gentes. Y lo peor es que algunos, aunque vivan, ya están muertos. Se niegan a ir a la iglesia porque piensan que Dios los va a recriminar por las monstruosidades que fueron obligados a ejecutar. Algunos no me creen que Dios es capaz de perdonarlos. Siento que mis palabras ya no los alivian. A veces dudo entre si pedir que me cambien de parroquia y venga otro cura a reconfortarlos pero siento, a pesar de todo, que irme sería como traicionarlos.

»Pienso que la tragedia más grande de la guerra no es el número de muertos ni los pueblos arrasados, ni las crueldades más horrendas… Lo peor, creo, son los sobrevivientes; los que tienen que enfrentarse a la memoria y a ellos mismos; los hijos de la guerra. Eso es lo peor. Su corazón les fue envenenado y pocos logran extirparse esa ponzoña. Muchos, en la agonía que les significa el sufrimiento, revientan y esparcen ese veneno que ha sido letal para muchas comunidades».

Mientras el padre Francisco continúa con sus reflexiones, mis pensamientos toman otros rumbos. De manera involuntaria la imaginación va proveyéndome toda la ruta guerrera que mi padre tuvo que recorrer. Se me hacía difícil imaginarlo a él, un hombre bueno y trabajador, recorriendo las montañas en busca de pueblos indefensos par cazarlos y matarlos de manera inmisericorde. Por más que quise no pude dejar de pasar por mis pensamientos las escenas horrendas cuando los oficiales les explicaban la manera de matar. Las imágenes vívidas de la crueldad que mi padre pudo aplicarles a sus presas fue lo más doloroso que jamás pude pensar de él. Tanto dolor que me causa. Sin embargo, verlo vivo y amargado fueron los mojones que encerraron esa realidad que, aunque yo la suponía imaginaria, era lo único que podía esperar de su viaje al mundo de la muerte. Las respuestas que encontraba en mis pensamientos me proveían los recursos para tratar de entender a mi padre pero no me sentía apto para administrarlas.

Esos momentos largos que pasé enmismado, sin hablarle al padre Francisco y metido en ese túnel ingrato que es la historia de cada ser humano, los rompió el sacerdote cuando, después de detener su automóvil me puso su mano derecha en el hombro; tras darme unas palmadas me dijo: «bajémonos, nos espera un buen desayuno».

«Gracias, padre Francisco», le dije. «Me parece que usted tiene mucha razón: mi padre y los cuarenta y dos hombres que regresaron, son hijos de la guerra. Hijos de la guerra. Y con ellos tenemos que reempezar a vivir».

El padre Francisco me miró paternalmente y me dijo: «sí, Esteban, con ellos debemos reiniciar la vida. Ahora es cuando más capacidad de amar necesitamos para exorcizar ese fantasma que recorre nuestra comunidad; ahora comienza nuestra lucha. Y no podemos darnos el lujo de perder».

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