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Jairo Alarcón Rodas

Traicionar es de los actos más repugnante, y quizás uno de los más castigados, en los que puede incurrir una persona, que abundan a lo largo de la historia. La traición es una acción que demerita toda asociación humana que pretenda objetivos comunes. Entiéndase ese acto como el rompimiento de la confianza, es desatender principios que fortalecen las relaciones sociales, principios esenciales para la convivencia. Es claro que los nexos sociales se establecen para compartir una existencia común, para construir vínculos necesarios para el desarrollo y la armonía entre la especie, para crear nexos afectivos, comerciales, académicos.

La traición es un acto en el que se defrauda la confianza y, al ser esta un valor primordial en el que se asientan las relaciones sociales constituye un antivalor, un hecho pernicioso, una acción inmoral que conduce a la decepción. La traición lleva implícito un sentimiento egoísta en el que importa muy poco el otro. Sin embargo, es en el ámbito de la política, en el que es discutible ser fiel a la persona pues debería serlo a las ideas, a las convicciones y criterios, ya que no se debe ser leal a un perverso, a un corrupto, a un psicópata, a un criminal. 

Así, es a partir del momento que se ha decidido compartir sentimientos, ideales, convicciones, en el que no cabe el engaño y la traición representa un hecho detestable. No sin razón, Dante Alighieri ubica a los traidores en el último círculo del infierno ya que considera a la traición como el peor pecado de todos. Aunque el hecho de traicionar tiene muchas aristas, pues, bajo ciertas circunstancias, para algunos puede ser un acto loable y para otros todo lo contario. 

La traición está vinculada al dinero, al poder y a la pasión, a la mentira, al engaño y tiene relación directa con el rompimiento de la lealtad. De ahí que haya traición en las relaciones afectivas, dentro de una pareja de esposos, de hermanos, de amigos, en las relaciones en las que subyace o preceden sentimientos profundos, convenios establecidos, pues no se traiciona a un enemigo. Pero también existe traición a la patria, a los principios humanos, incluso existe la traición a uno mismo. Se traiciona a aquel o aquellos con los que se ha establecido un vínculo, una filiación ya sea de procedencia o de afinidad.

Es muy común que cuando se habla de traiciones, se destaque la que se ilustra dentro de la tradición cristiana, a través de la cometida por Judas Iscariote que, según relato bíblico del Nuevo Testamento, vendió a Jesús de Nazaret por 30 dinares de plata. Siendo uno de los discípulos más cercanos, lo entregó a cambio de dinero. Pero qué responsabilidad se le puede endilgar a Judas, si ya estaba escrito que eso sucedería. Por lo que, si hubiera actuado honestamente, siendo fiel a su maestro, la profecía no se hubiera cumplido y la humanidad seguiría irresolublemente condenada por el creador.

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¿Qué habría pasado para la Cristiandad si eso no hubiera ocurrido? En Mateo 26: 21) se encuentra: «Mientras comían, les dijo: —Les aseguro que uno de ustedes me va a traicionar.» El versículo hace referencia a una profecía declarada por Jesús a sus discípulos, quien, al ser hijo de Dios, poseía la virtud de predecir los acontecimientos, ya que todo lo que acontecería desde su nacimiento y mucho antes de este, es producto de un plan del creador para salvar a los seres humanos de la muerte eterna, derivado del pecado original. De tal suerte que la traición tendría que ser parte de ese plan y alguien lo debería realizar.

Plan que, para el efecto, requería del sacrificio de su hijo unigénito, de modo que, si Jesús, no hubiera sido traicionado, no habría sido condenado y, con ello, el plan divino no se hubiera cumplido. Con ello, las religiones cristinas no tendrían pretexto alguno para rescatar almas y la humanidad estaría condenada para siempre a la muerte: Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, más tenga vida eterna. De ahí que, siendo Jesús el medio para eximir el pecado original, cometido por Adán y Eva, heredado a la humanidad, también Judas, constituyó un instrumento para tal efecto; es más, fue pieza fundamental para que los acontecimientos se cumplieran.

El saber lo que acontecerá en el presente, pasado y futuro, sitúa al Dios cristiano en condiciones de desventaja ante el otorgamiento del libre albedrío para los humanos. ¿Tiene sentido la libertad de acción para cada individuo?, si dentro del marco de referencia que plantea el cristianismo, Dios sabe lo que cada humano hará, aun antes de haber nacido. Con Dios no se pueden tener secretos. La confesión no es decirle a Dios lo que hicimos. Él ya lo sabe. Y tendría que ser así, dada su perfección. Sea lo que sean los actos humanos, estos ya son y fueron contemplados por Dios. Así, cada persona decide lo que hará, dentro de un marco de acción determinado, en donde su decisión ya es sabida por su creador.

Alguien creería que está decidiendo en el momento de encarar una situación y que indudablemente sus actos, de alguna manera, tendrán un impacto hacia los demás, ya sea positivo o negativo. Sin embargo, dentro de ese planteamiento, Dios ya lo sabe y aun siendo negativo el resultado de tal acción, no lo reparó; como consecuencia, cada persona, ante la presencia del creador, tiene un destino ya trazado. 

Las muertes de cristianos en manos de romanos, las atrocidades perpetradas por los conquistadores en el Nuevo Mundo, las acciones perversas cometidas por los nazis, las bombas atómicas lazadas por el ejército de Estados Unidos, en contra de las poblaciones de Hiroshima y Nagasaki, se cometieron ante la complacencia de Dios, con su omnisciencia, omnipresencia, omnisapiencia y perfección. De ahí el cuestionamiento de Epicuro, en su paradoja sobre el mal, al señalar que, si Dios es capaz de evitar el mal, pero no desea hacerlo, entonces es malévolo ya que impotente ante tales actos no es

La presencia del mal es el tema que debilita toda construcción divina de un dios benevolente fundamentada en la creación, pues pone en tela de juicio el mismo acto de creación con fines de un bien, dada la perfección de Dios y la idea judeocristiana de que solo existe un creador. Por consiguiente, de dónde surge el mal, ¿cuál es su origen? El mal tuvo que ser creado por alguien y ese alguien no puede ser distinto a Dios ya que, como se señaló anteriormente, solo hay un creador. Por lo tanto, una deidad omnipotente, omnisciente y omnibenevolente no existe, expresaría el filósofo de Samos, dada la contradicción que eso conlleva a partir de la presencia del mal.

En tal planteamiento, se establece un determinismo, en el que la causa esencial que es Dios no solo posibilita que ocurran las siguientes consecuencias, los hechos o causas y momentos posteriores, sino también, los establece. Es más, no hay cosa creada oculta a su vista, sino que todas las cosas están al descubierto y desnudas ante los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta. Dentro de esta tónica, antropomórficamente, Dios lo sabe todo y ese resulta ser el problema en la responsabilidad de la traición cometida por Judas.

Profetizar es anunciar por revelación, ciencia o conjetura algo que ha de suceder y en el citado caso, es una sentencia proclamada por el mismo hijo de Dios que, irresolublemente, tendrá que suceder, ¿cabe entonces alguna responsabilidad en la persona que fue instrumento para que la posibilidad de salvación de los habitantes del mundo fuera una realidad?

Revisando las traiciones, que a lo largo de la historia se han registrado como tales, es conocida la indilgada a Marco Junio Bruto en contra de Julio Cesar. Siendo su protegido, Bruto participó en el complot para asesinarlo, pero ¿podrá ser esa una traición, dado que este no compartía los mismos ideales políticos que el dictador romano? El vínculo de filiación, que deriva la lealtad y la confianza, no se establece por motivos de parentesco ni unilateralmente, sino es a través de una correspondencia de sentimientos, de ideales, de convicciones que se logra en mutua correspondencia y, en el caso de Bruto y de Julio César, tal filiación no existía, a pesar de que este último sí lo consideraba. 

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Bruto tenía ideas republicanas, por lo que su convicción era lograr consolidar la República y Julio César era un obstáculo para tal fin. Consecuentemente, no le debía fidelidad al dictador, sí a sus convicciones republicanas, a sus ideales políticos. Sin embargo, hacerle creer su fidelidad a César, aprovecharse de esa condición y participar en su asesinato eso sí puede ser considerara una traición. En este caso es el medio utilizado para tal fin, lo pernicioso. Hacer creer al otro que existen sentimientos de amistad, de fidelidad, de amor y ser en realidad todo lo contrario, es engañar y ello constituye el preámbulo a la traición.

El caso de Ethel y Julius Rosenberg, miembros de la juventud comunista de Estados Unidos, es otro caso en donde la traición puede ser cuestionable. Ambos fueron acusados de espionaje, de haber compartido secretos nucleares a militares de la extinta Unión Soviética y, por ello, de traición a la patria. Fueron juzgados en un tribunal de Nueva York y condenados a morir en la silla eléctrica, según la ley de espionaje de 1917.  

En materia, de que sean ciertos, los cargos que les fueron imputados, el traslado de información confidencial a un país con el que se simpatiza y existe una identificación política, podría ser considerado un grado superior de fidelidad a la que se debe tener a un gobierno por la nacionalidad. De ahí que, para unos, tal actitud fue un acto heroico, mientras que, para otros, fue una traición. El dilema podría ser, o traicionar a su país de origen o a una convicción que engloba a la humanidad.

En fin, el acto de traicionar tiene muchas aristas, matices y aspectos por reflexionar, por lo que dependerá del juzgador, de la circunstancia en la que se circunscriba el hecho, de los valores que se posean. Se traiciona la confianza y eso comienza con las mentiras.

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