Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
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Méndez Vides

 

El Principito es producto de la historia apasionada de dos personajes fuera de lo común.

Un solitario aviador y escritor francés, con tamaño de oso, que volaba largos trayectos apretado en las cabinas de aviones de correo sobre parajes apartados, montañas nevadas, desiertos polvorientos y mares inquietos, arriesgando la vida.   Y una “salvadoreñita” que miraba al piloto como a gigante con la cabeza en las nubes.  Ella era una “Sherezada tropical” por la habilidad que tenía para encandilar contando historias. 

Antoine de Saint-Exupery llevaba el correo sobre los Andes, hasta la Patagonia, agitado por vientos y tempestades, para ganarle en velocidad a los barcos y entregar rápido la correspondencia a quienes estaban aguardándola con ilusión, cuando conoció en una pausa en Buenos Aires a Consuelo Sunsín, la “rosa salvadoreña”, pequeñita como un pajarito, la “mujer colibrí” que le contó esa noche historias prodigiosas sobre su país diminuto, nacida en una finca con tres volcanes en el patio, donde la Tierra temblaba, tumbando techos y muros de adobe, y las sequías asolaban diezmando ganado y cosechas, mientras los hombres se lamentaban bajo la sombra de inmensas ceibas aferradas a la tierra con raíces que eran cadenas tuberculosas.   Sin perder el aliento contó que en el instante mismo que nació, hubo un terremoto y el volcán próximo hizo erupción, prediciendo que ella estaba destinada a reinar o al martirio.

El francés gigante, porque medía dos metros y era toda “una fuerza de la naturaleza”, tomó aire y contó sus propias historias, sin permitir interrupciones, sobre los hechos asombrosos vividos en la Patagonia, donde había pájaros y monos que eran más pequeños que su puño.    Refirió con gran detalle lo vivido llevando de noche el correo en medio de tempestades heladas, describió la bóveda del firmamento estrellado, y cómo había actuado en un aterrizaje forzoso en el que se jugó la vida, con la emoción fresca en la mirada.   El peligro le daba vida, y se amaron.

Ambos eran vivaces contadores de historias, de inmediato sintonizaron e iniciaron juntos un viaje turbulento que duró trece años, con dolorosas esperas, rupturas y reencuentros.   

El acuerdo fue, dice Consuelo, que él “me aportaría claridad y yo le suministraría tierra firme

No tuvieron hijos sino a El Principito, libro que fue el resultado cúspide de su relación amorosa.   

Antoine de Saint-Exupery nació el 29 de junio de 1900, en Lyon, y quedó huérfano de padre a los cuatro años, lo que significó crecer entre mujeres, en una familia aristocrática, pero sin recursos, porque su madre trabajó un tiempo de enfermera y tuvo que vender la casa familiar el mismo año de su viudez para acorazarse.    El escritor siempre dependió de su madre, que fue su consejera, y lo respaldó cuando el resto de parientes se opusieron drásticamente a su relación con la “salvadoreñita”, atribuyéndole el apodo despectivo de “condesita de opereta”.  

La madre viajó para asistir a la boda del hijo piloto, adulto e inmenso, pero con cara de niño, aunque no llegó a tiempo y por tal motivo el evento se suspendió en el juzgado argentino.    Consuelo humillada regresó a Francia, y Saint-Ex la siguió dos meses después en otro barco, viajando con su madre y un puma, una fiera que fue motivo de fastidio para la tripulación del trasatlántico, hasta que lo mataron.

Fue la madre quien hizo sentir al niño de pelo dorado un príncipe sin castillo, porque lo llamaba “rey oro”, y le contaba historias del castillo que le debió haber correspondido.   Antoine concretó la idea en la fortaleza de su cuñado Pierre de Agay, en la Riviera Francesa, un castillo del pasado que emulaba la proa de un barco entrando de frente en el azul puro del mar Mediterráneo, con un jardín de geranios en la supuesta cubierta, e inmensos salones interiores con muros de piedra.   

El niño príncipe creció soñando y al terminar el liceo quiso ingresar a la Fuerza Naval, pero no fue admitido, así que tuvo que esperar el servicio militar para convertirse en piloto aviador.    

De adolescente se enamoró de una jovencita paralizada y enyesada a quien así recordaba: 

“Era la novia de mis juegos y de mis sueños.  Su cabeza era lo único que se movía fuera del yeso, cuando me contaba sus sueños.  Pero también ella me decía mentiras”. 

Los adultos se entrometieron en la relación y terminó rechazándolo para casarse con alguien de fortuna.  Experiencia que lo hizo mucho más introvertido y desconfiado.

Primero deseó volar y, solamente después, escribir; porque su tema fue relatar lo que experimentaba en sus recorridos, por lo que acostumbraba declarar: “No soy un escritor profesional.  Sólo puedo hablar de lo que he vivido”, porque lo que le fascinaba era vivir.   

Su primer empleo fue de piloto aviador llevando el correo entre Francia, España y el Sahara, de cuya experiencia surgió también su primera novela: Correo del Sur.    

Luego, dirigiendo la Aeropostal Argentina, volando de noche sobre los Andes, escribió en sus pausas Vuelo de noche.  En carta a su madre dice:

 “Es un libro sobre la noche.  Nunca he vivido sino después de las nueve de la noche”.  

Ya en esos días vive con Consuelo, y ella no le permitía ingresar al dormitorio hasta cuando entregaba al menos cinco páginas de la novela, porque debía escribir, aunque se sintiera desfallecer.   

Esta es la novela que lo hizo conocido y popular.   

Consuelo encontró en el Sur, a un Saint-Ex solitario que huía de las conversaciones triviales, que se juntaba con sus compañeros pilotos, y tenía una foca de la Patagonia, un zorro que apagaba las colillas de los cigarrillos con su cuerpo, y amaestró un camaleón.   Vivía muy limitado, a pesar de los buenos ingresos, porque la vida es efímera, y así le explicó a Consuelo: 

“ni siquiera me he comprado un abrigo de invierno porque no estoy seguro de vivir hasta entonces”

Fue aviador, cartero, mecánico de aviones, aventurero en lugares insólitos, distantes, y en una ocasión estuvo a punto de perecer en el desierto del Sahara, cuando se estrelló en medio de un viaje de competencia para superar la meta en tiempo de París a Saigón para ganarse el premio de 150 mil francos.   Estuvo perdido en el desierto por 3 días, sufrió alucinaciones y compartió con su copiloto unas cuantas uvas, dos naranjas y una ración de vino que le había puesto Consuelo en una canasta, hasta cuando se extinguió el tesoro, y desfalleciendo, sediento y con la garganta seca, estuvo a punto de morir.  Pero fue rescatado milagrosamente por un beduino que pasaba de casualidad en caravana de camellos.   

De los días en el desierto sucedió la historia de Port-Etienne, que repetía en las tertulias una y otra vez.  En el poblado de una docena de habitantes, “incluidos los peones árabes, esclavos de los moros”, vivía Madame la Capitana: 

 

“Es francesa.  Tiene un jardín en este lugar, en el cual no crece nada verde.  El agua dulce le llega en barco de Burdeos, y la tierra de Las Canarias.  En un cajoncito de madera cultiva tres lechugas y dos tomateras.  Se lava el pelo con agua dulce de Burdeos, y después riega su jardín con la misma agua.  Para proteger sus plantas de la arena del desierto, ha colocado su caja en el fondo de un pozo… Cuando estamos de paso en una escala, nos invita a comer… siempre conservas, pero hace que suban su jardín del pozo y lo expone encima de la mesa.  Sus tres tristes tomates y sus dos lechugas…  ¡Es conmovedor!”   

Experiencia que luego alimentará el escenario del planeta de El Principito, con sus propios elementos, pero con la magia de las historias intuidas en el desierto.

El accidente del Sahara aparece elaborado en Tierra de hombres, pero es también la anécdota base de El Principito.

Consuelo Sunsín, por el otro lado, es la rosa de El Principito.  Nació en 1901 en las faldas del volcán, en Armenia, Sonsonate, hija del coronel y cafetalero Sunsín, de origen italiano y de la guatemalteca Hercilia Sandoval.   Era gran contadora de historias e imaginativa, y encandiló a Saint-Ex con estas palabras:  

“Sabes que nací sietemesina, bajo los trópicos, durante un terremoto.  Todo se derrumbaba a mi alrededor cuando di mi primer grito.  Me dejaron al cuidado de un campesino brujo.  Tenía una sola cabra que había salvado su vida y que salvó la mía con su leche. Y crecí entre las ruinas y las obras de reconstrucción.  Este campesino fue quien, más tarde, me enseñó a atrapar a las nubes desde el fondo de un pozo”.

Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
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Y así continúa el relato: 

“Cuando terminaron de reconstruir nuestra casa, pude volver con mis padres y comencé a explorar los cuartos, los de mis hermanos y hermanas, y la casa entera.  ¡Era tan grande!  Pero quedé estupefacta cuando visité el jardín.   Supe pronto que había otros jardines, otras casas, y más allá calles interminables.    Decidí que yo debía ir hasta el final de todo eso, hasta el final del mundo”

Imaginado o real, lo importante es que Consuelo no soportó permanecer en Armenia, destinada a casarse con un tal “don Pantaleón”, el pretendiente que hubiera podido ser “dueño de la mejor tienda y de un buen cafetal”, porque la perinola no iba a detenerse, y viajó a México.   Ya antes había estudiado en California, y se casó brevemente con un mexicano americano de quien se divorció y no volvió a mencionar porque no fue notable.     Consuelo partió en 1920 hacia México, en el barco curiosamente llamado “La Libertad”, con apenas diecinueve años, a proseguir sus estudios, decidida a “comerse el mundo”.

En la Ciudad de los Palacios se presentó ante José Vasconcelos, en la Secretaría de Educación, a pedir empleo, pero él la observó y rechazó porque:  “Usted es bonita; no necesita trabajar”.   Consuelo enmudeció, entendió el destino que se le imponía y lo asumió, vuelta a sus estudios de Leyes en la universidad, donde deambuló agitando amores, y enloqueció entre varios al poeta nicaragüense Salomón de la Selva, alejado por interposición de Vasconcelos ya en decadencia, lo que condujo a que se retaran a duelo, y el escándalo la envió de vuelta a Armenia.  El célebre mexicano escribió el cuento La casa imantada como resultado del intenso episodio.  

Consuelo fue una de las tres famosas queridas de Vasconcelos, identificada como Charito, a quien así inmortalizó en sus memorias: 

“Era de ojos negros vivos y grandes, pálidas mejillas, labios delgados, cuello fino y cuerpo torneado, largo, movible, tormentoso”, con un genio en la palabra que atrapaba al hombre, porque “no era bailarina, pero sí traía su música”, y continúa describiéndola, era: “atareada, musicalmente ruidosa, despierta, efusiva, de júbilo vital”, que “se encendía platicando”, y tenía “garra de ave de presa”.   

A sus hermanas les contaba que pronto volvería a marcharse, y ellas le admiraban el valor, a lo que ella decía: “Valor el de ustedes: ¡Permanecer en estos pueblos mal alumbrados!”

En 1925 Vasconcelos se instaló en su exilio parisino, y Consuelo le escribió a pedir que le mandara los pasajes, y así llegó en enero de 1926 a París, decidida a cumplir sus 25 años en el centro del mundo, aunque fuera viviendo en promiscuidad, pero dando rienda suelta a su afán de fama y ruido.    Y se convirtió en parisina.

Cuentan que la salvadoreñita acudió a un restaurante de lujo con el eminente Alfonso Reyes, y preguntó: 

“¿Y estas que están por allí, en las mesas, son las más bonitas, las más elegantes de París?”.  

Reyes asintió.   

—Ahh, “pues creo que puedo con ellas”.

Consuelo asistió a los bailes y fiestas en primavera, donde conoció a nuestro Enrique Gómez Carrillo, famoso cronista, pero ya en decadencia, quien la deslumbró con su fama, espada y labia, y ella también lo embriagó, porque eran muy parecidos.   

Vasconcelos se molestó cuando se enteró que Gómez Carrillo la presentaría ante sus amigos diciendo: 

Aquí traigo a la querida de Vasconcelos”.

Lo que provocó el último desafío del cronista guatemalteco, porque lo retó a duelo, y Vasconcelos aprendió esgrima para enfrentarlo a su regreso de Argentina, tiempo durante el cual, se paseaba con Consuelo y pregonaba sin que ella se opusiera, que: 

“Si él paseó a mi amante, yo ahora voy a pasearle a la novia”.  

El desafío no se verificó porque ambos concordaron que la culpa era de Consuelo, a quien entusiasmaban el ruido y el escándalo.   

Gómez Carrillo retornó a París, y se casó con ella a finales del 26, anunciando a sus amigos que “llevo un muerto adentro”.   Se mudaron a El Mirador, en la ciudad de las flores, en Niza, propiedad que ella heredaría pocos meses después, tras la muerte del escritor el 29 de noviembre de 1927.    Fue a esa casa a donde llevó a vivir a Saint-Ex en su primera temporada juntos en Francia, en la Riviera tan querida por el piloto, y muy cerca del castillo de Agar.  

Nuestro cronista falleció en París, en su lecho, rodeado de amigos, diciendo: Ya es… toy … i… dio … ta”.   Consuelo acompañó de luto el féretro del insigne hacia la tumba, convertida en joven viuda. 

La “salvadoreñita ávida de celebridad”, audaz, de “personalidad cautivante”, tan amada y aborrecida y de “frenesí inventivo”, viajó en 1930 a la Argentina para solicitar al presidente Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Irigoyen su pensión como viuda de Gómez Carrillo, por haber sido cónsul de esa nación ante Francia.   

El mandatario era un hombre sereno y sensato, preocupado por las gallinas ponedoras porque sólo comía huevos frescos, y admirador de Gómez Carrillo, a quien se había propuesto llamar como Ministro de Educación, y de quien recibió el consejo de escoger para maestras sólo a jóvenes bonitas, aunque no tuvieran diploma, para estimular el deseo de aprender en los niños.   

No le fue concedida la pensión porque hubo Golpe de Estado, y el presidente fue confinado a una isla con otros presos políticos, donde murió.   

Pero, a cambio, conoció a Antoine de Saint-Exupery, quien era apenas un piloto, escritor en ciernes con título de conde.   

La relación inició fresca, y trascendió tiránica, posesiva, dominante.   Saint-Ex se iba de viaje y Consuelo lo esperaba, como lo haría de allí en adelante, sujeta a sus caprichos, hasta que huyó hacia Francia, directa a acompañar a Vasconcelos en las gestiones tras el suicidio de Antonieta Rivas Mercado en Notre Dame, la tercera querida famosa del mexicano.

Entonces, ella contaba: 

Mi novio es aviador, heroico, famoso; además, escritor de genio y conde”.   

Su relación con Saint-Ex chocó con la oposición familiar, porque “su madre había insinuado que un matrimonio con una extranjera disgustaría a los ancianos de la familia”, porque, cita Consuelo: “yo tenía otro origen, otra tierra, otra tribu, hablaba en lengua distinta, comía cosas distintas, vivía de manera distinta”.  

Pero Antoine, libre de convenciones, se casó con ella en el Castillo de Agay, con Consuelo usando un vestido largo de encaje negro, con mantilla española en la cabeza, de luto riguroso, y se quedaron a vivir en El Mirador de Gómez Carrillo: “los días más bellos y locos de nuestra vida”.    

Desde El Mirador se podía contemplar la Riviera, que en febrero se llena de mimosas, esas flores con bolitas que parecen cabelleras rubias.

Luego se mudaron a Casablanca, donde Saint-Ex reanudó su carrera de piloto, y sus aventuras.    Los momentos juntos en el desierto del Sahara, fueron los más memorables y satisfactorios, porque allí fueron nuevamente felices, entre árabes y camellos.   El piloto ya era escritor, y vivió intensamente tragando arena en Casablanca, o negociando con las tribus para recuperar a pilotos caídos, mientras Consuelo lo esperaba temerosa de la llamada fatal, que recibió varias veces alertándola sobre su muerte, para luego acudir con el resucitado a bares llenos de moscas en compañía de pilotos y militares de la legión extranjera, que ocultaban vidas pasadas para ganarse una segunda oportunidad.   Saint-Ex y Consuelo vivieron esos días felices como legionarios.

Con el éxito de Vuelo de noche, todo empezó a cambiar.   Se instalaron en el apartamento de Gómez Carrillo en el París mundano, donde importaba “la seda de los decoradores, los sillones acolchados, las copas de champán de cristal de baccarat, los perfumes caros, los refinamientos de los salones, los placeres degenerados”, y donde los amigos de bulevares y cafés eran famosos como Picasso, Max Ernst, Duchamp…

Con el reconocimiento y tanta vida social, el apartamento de Gómez Carrillo detrás de la Madeleine les pareció pequeño, así que se mudaron a uno alquilado más grande y caro, donde fueron atendidos por un criado árabe, que servía el cuscús en el piso, o uno ruso que preparaba la sopa de remolacha con nabo.    

La fortuna de Gómez Carrillo fue gradualmente evaporándose.  Ella perdió la casa El Mirador en la Costa Azul, el apartamento en París y la casa de campo en las afueras, y como las juergas se extendían, los decires sociales empezaron a importar, y el pacto de la pareja se fue desquebrajando.

Antoine se hundió en los excesos, y se quejaba: “Me aburro, me muero”, y así vino el desfile de mujeres hermosas que reemplazaron a Consuelo.   Y con ellas, llegaron las penurias económicas, las cuentas sin pagar, deudas, cobradores esperando, avisos de corte del gas, electricidad y el desahucio, aunque él sí pudo comprarse un avión propio, el Simoun.  Escribía reportajes de aventura para revistas, participó en vuelos de competencia con su avión, y vinieron los accidentes. 

Saint-Ex solo era feliz volando y desplegando sus mapas, y pronto apartó a Consuelo de su lado, ya sin posesiones, y la mandó a Suiza a una clínica por la cura del sueño (la aquejaba el insomnio), donde la obligaron a caminar a diario hasta el agotamiento en una cárcel donde se sentía torturada, y de la que escapó pesando 40 libras menos, para iniciar su vida en hoteles, viviendo en cuartos separados, diferente piso y edificio.  Era su esposa, pero pasó a la condición por trato de querida.

Para no tenerla cerca, Saint-Ex la envió a vivir a una granja en las afueras de París, donde Consuelo tomó valor para independizarse parcialmente y encontró empleo en una emisora de radio haciendo entrevistas y emitiendo noticias en español, hasta cuando estalló la Segunda Guerra Mundial.   Ya no vivían juntos cuando Saint-Ex se alistó, y, luego del Armisticio, cuando cayó París en manos de Hitler, él partió hacia Nueva York.  A Consuelo le tocó tomar sola un tren y huir hacia el territorio libre, donde vivió un año de pesadillas, refugiada en Oppede, en una estadía que la motivó a escribir más adelante la novela donde la protagonista se llama Dolores.  Allí plantea la sensación horrenda de: “ya no se tiene casa, ni dirección, ni un periódico en la mano”, porque ella había elegido voluntariamente ser francesa, y todo lo que le quedaba era: “una taza de café, un pan y una aspirina”, y tuvo que fumar cigarrillos elaborados con pétalos de rosa o magnolias disecadas, perfumadas con menta o eucalipto, mientras soñaba con “comer ostras en Marsella”.

En la novela Oppede expresa el alter ego de Consuelo, que “soy la que espera”, y un coro de mujeres repite de fondo, al estilo del teatro griego: “los hombres que se van, a menudo no regresan

Saint-Ex se compadece y logra sacarla un año más tarde de Francia, con el pasaporte de salvadoreña, vía Barcelona y Portugal, y la recibió tímidamente en Nueva York, alojándola en un hotel de lujo, pero dejándola sola.   

Así arrancó la última pesadilla de Consuelo Sunsín, quien exhausta y humillada pidió finalmente poner fin al martirio, y reclamó el divorcio.  

De común acuerdo fueron ante el abogado, y mientras discutían los términos Saint-Ex decidió que por nada del mundo se separarían, que ella era su esposa, la besó y regresaron a vivir juntos, conviviendo en tranquilidad los últimos meses de su relación, mientras avanzaba la guerra en el Viejo Mundo.

Consuelo fue a buscar un lugar alejado y pacifico donde Saint-Ex pudiera escribir alejado de la ciudad de los rascacielos.  Tomó el tren casi al azar y descendió en Long Island, donde pidió a un taxista que la condujera a la casa victoriana blanca e inmensa que sobresalía en el horizonte.   Se trataba de Bevin House, una mansión de 22 habitaciones, donde fue atendida por el propietario, quien resultó ser admirador de Saint-Exupery, así que les prestó la casa para el verano y otoño de 1942.   Esa es la casa del Principito, porque allí surgió la novela.

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EL PRINCIPITO

El Principito es una obra inusual que suscitó “asombro” por su sencillez y frescura, porque nos deja perplejos ante lo que encanta, como niños que abren los ojotes ante el mar, la luna, el firmamento.  El asombro es por estar ante el universo en movimiento, como El Principito en la portada clásica, con la ropa holgada y la corbatita roja de mariposa de niño solitario.  

El Principito surgió por la solicitud de la esposa de su editor, quien socialmente sugirió escribir como descanso un cuento infantil, dado el éxito que suscitaban los cuentos de Mary Poppins.    Saint-Ex se había reconciliado consigo mismo y con Consuelo, y quizá se planteó la posibilidad de ser padre.   Así que se puso a contar su experiencia de vida con Consuelo, desde la imaginaria dimensión de un niño.

Saint-Ex es el príncipe sin castillo dialogando sobre el curso de su vida con el piloto adulto, al borde de la muerte, en medio del desierto.  

El marco de la historia es la caída en su avión Simeoun, en el desierto del Sahara, cuando en 1935 volaba hacia Saigón, pero en la ficción va solo, y aterriza por un desperfecto mecánico, con apenas provisiones y agua para 8 días, sabiendo que si no lo logra, morirá.    

A la madrugada del día siguiente lo despierta la alucinación del principito, un niño, rubio, ingenuo y puro.   

El piloto conversará con él mientras repara la nave, como con su conciencia.

Primero el Principito revela que proviene del asteroide B 612, que no existe sino como explicación racional para los adultos, porque es el espacio de vida de su rosa única y efímera, Consuelo Sunsín, la niña salvadoreña que en su pueblo también soñó con convertirse en princesita.   

El mundo de la rosa es un planeta pequeño donde caben tres volcanes, Santa Ana e Izalco activos, y el Cerro Verde extinto, que Saint-Ex habrá relacionado o confundido con los volcanes de Antigua durante su descenso accidentado en nuestra tierra.

El Principito extraña a su rosa, se preocupa por su seguridad, como el piloto que sabe que, si muere en ese paraje solitario, Consuelo quedará a la deriva.  

Ella es la flor que tose cuando el viento sopla, porque padecía asma.  Y el ambiente asombroso rememora los tomates y lechugas de Madame la Capitana.   

Su rosa era diferente, única, y la describe como dibujando a Consuelo:  Era tierna, pero nada modesta, exigente, complicada, mentirosa, lo que hizo que dude de ella, y piense que a las flores no hay que escucharlas, sino solo verlas y olerlas, y la abandonó resguardada bajo una campana y un biombo, luego de echarle agua por última vez.   

Le dijo adiós al partir, y la rosa le pidió que fuera feliz, y desdeñó orgullosa su protección.   

Salta así el principito a otras vidas, a otras mujeres menos alejadas de su propio mundo, identificadas como 325, 326 al 330 (lo que esconde en personajes simbólicos masculinos) y a mitad de la distancia estelar del 612.

La 325 pudo ser una amante aristocrática y posesiva que todo lo quería a su modo (representada por el rey).   La 326 fue la vanidosa (simbolizada por el sombrerero que quería ser adulado), y la 327 fue la borracha (representada por el bebedor), y la 328 la calculadora (representada por el hombre de negocios) que solo pensaba en los haberes en el banco, y la 329 fue la rutinaria (simbolizada por el farolero), la mujer que quiso hacer cada día lo mismo hasta agotarlo, y la última, la 330, fue la viajera que todo lo sabía, exploradora mayor que no viajaba, pero sabía dónde quedaba todo (representada por el geógrafo).

Deja dichas vidas y cae desilusionado en la realidad, donde impera lo material, los prejuicios y la razón.  Donde se está tan solo en los desiertos como en las ciudades.  En la Tierra encuentra que existen miles de rosas idénticas, y que la suya es ordinaria, hasta su amigo el zorro le aclara que su rosa sí es especial porque él la domesticó, creó lazos, y ahora se necesitan el uno al otro.   

Es entonces cuando anhela volver con ella.    Porque su rosa es única: 

“…importante porque yo la he regado, porque la puse bajo una campana… porque es la rosa a la que escuché quejarse, alabarse, y hasta alguna vez, callarse.  Porque ella es mi rosa”.   Porque uno es “responsable para siempre de lo que ha domesticado”

El pensamiento de la muerte invade al piloto cuando se cumplen los 8 días en el desierto y ya no tiene agua, pero milagrosamente encuentra un pozo, y repara la nave y antes de volver a la civilización, contempla al principito optando por la propuesta de la culebra: 

“A quien toco, lo devuelvo a la tierra de donde partió”.    

El Principito apareció publicado en abril de 1943, días antes de la partida de Saint-Ex a la guerra en la que murió.   La obra sugiere que el destino que deparó al principito fue el mismo al cual el piloto se acogió.  Ya había recuperado su rosa, y al morir la preservó intacta.   

El 31 de julio de 1944 se reportó la desaparición de Saint-Exupery durante una misión de reconocimiento en el Mediterráneo.   Un caza nazi lo derribó 6 días antes de la recuperación de París, en su vuelo previo a la invasión de los aliados para recuperar Francia en un P38 de doble cola.   Quizá desde el aire, Saint-Ex todavía alcanzó mirar una vez más su reino de la infancia, el castillo de Agay en la Riviera, el hogar de su fantasía ante el cual fue derribado.

La novela corta de Saint-Ex contiene la esencia de una relación tormentosa, que se resolvió al final con la muerte, y se materializó en un libro mágico que asombra a niños de todas las edades en todo el mundo.   

La Rosa enviudó, y nos dejó escondido en su baúl el manuscrito de sus memorias, que se dio a luz a principios del milenio, titulado Memorias de la rosa, donde ella también expresó el recuento de su revuelta relación amorosa con el piloto que hizo que sus sueños se convirtieran en realidad.   Una obra mágica que complementa a El Principito, y confirma la estrecha relación que trascendió en la literatura.

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