Jorge Antonio Ortega Gaytán
“Las pasiones son los viajes del corazón”.
Paul Morand
El universo confabuló y no me di cuenta, no entendí las señales. Me dejé llevar por esa sensación de soberbia que nos acompaña desde que nacemos, esa emoción que sublima el alma y nos hace ser humanos.
Cruzamos un saludo gesticular, luego una sonrisa y de inmediato… un hola.
—¿Te conozco?
—¡Claro que sí!, contesté en automático y sin pensar.
Conversamos unos minutos, me parecieron los más intensos de mi existencia, mi ser era un retumbo palpitante, una excitación total e incontrolable se apoderó de mí. El tono de su voz se me incrustó en el espíritu, su mirada me hechizó. Escuchaba cada palabra sin perder atención al movimiento de sus labios, estaba hipnotizado.
—¿Cómo te sientes?, —me preguntó con una vehemencia increíble.
No logré pronunciar palabra alguna, estaba embelesado con su prestancia, solo un gesto de aprobación logré ejecutar con un tremendo esfuerzo sobrehumano. El cuerpo no me respondía. Ella tomó mi mano izquierda entre las suyas, su vista se quedó fija interpretando las señales de mi palma.
Suspiró profundamente y su aliento me congeló. Con su índice derecho recorrió cada línea de mi existencia… con la paciencia de una monja dedicada a rezar el rosario eternamente. Cuando terminó de examinar mi pasado y el porvenir, sonrió sarcásticamente sin emitir sonido alguno.
—¡Estoy condenada a vivir a tu lado!, —me susurró.
Recordé que en alguna oportunidad escuché a un sacerdote decir con seriedad absoluta: “Dios pone signos en tus manos”, pero en mi caso, quién sabe… estaba aterrorizado, esta situación no la vi venir, lo único sensato que se me ocurría era correr, sí, correr sin tiempo y sin ver hacia atrás. Pero era imposible, estaba paralizado, de hecho, congelado, sujeto por sus manos. ¿Cobarde o timorato?, era la dicotomía en controversia en mi mente, y según yo estaba preparado, lo había deseado en varias oportunidades, pero fue en ese instante cuando la excitación me carcomió la médula.
Con un impulso involuntario la besé con desesperación, con el deseo reprimido durante toda mi vida. Llegó el momento que tanto había esperado. La abracé con fuerza y no separé mis labios de los suyos, su respiración y palpitar se acompasaron con los míos. Mis manos recorrieron su humanidad y ella me estrujó con todo su ser. Mi corazón no encontraba la razón y desbocado me conducía por los deseos y temores del momento. Ciego por la excitación, y de la mano de ella, caminamos sin rumbo por los vericuetos del amor, más allá de la vida y la muerte.
—Siempre estaré contigo, —me murmuró entre besos y caricias.
Cerré los ojos para disfrutar de aquel instante eterno de felicidad.
—Pero… ¡hoy no!, me equivoqué de día, aún te quedan unos años por vivir, ¡pendejo! Tienes que aprender a tener paciencia, —y me volvió a besar. Quedé boquiabierto.
Y luego, se fue sin decir adiós la hija de p… ¡La muerte no tiene ni madre!