Foto La Hora/ Cortesía Suplemento Cultural
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Por: Vinicio Barrientos Carles

Guatemalteco de corazón, científico de profesión, humanista de vocación, navegante multirrumbos… viajero del espacio interior.   Apasionado por los problemas de la educación y los retos que la juventud del siglo XXI deberá confrontar.   Defensor inalienable de la paz y del desarrollo de los Pueblos. Amante de la Matemática.

Ciegos humanos, semejantes a la hoja ligera, impotentes criaturas hechas de barro deleznable, míseros mortales que, privados de alas, pasáis vuestra vida fugaz como vanas sombras o ensueños mentirosos.

Aristófanes

 

El cielo pintaba azul celeste. Sin que nos cueste, el clima se asomaba como de paraíso perdido. Hermoso, lo más bello en la semana. Una agitada semana, que, entre tambores, entre silencios, nos dejó una angustia cuasiperenne, una que no se deja espantar tan fácilmente. Todos y todas siguiendo el ocurso de lo que, a muchas y muchos, está incomodando el sueño.

Empero, con ese desconocido, el clima, con el que ya ningún pronóstico resulta fiable, me dispuse a la visita vespertina del domingo, en la decidida expectativa de poder ver en buen ánimo a mamá. Así, bajo la esperanza de que su estancia en el nosocomio estuviera arribando a sus últimos momentos, bajo el celeste firmamento, me apresté a dirigirme al centro de salud.

Ni bien cruzados los primeros senderos, los grises y nebulosos tintes se observaron a lo lejos. No sé de dónde pudieron salir. La impredecible lluvia y la complejidad se antojaron a la vera del camino. Llegué a destino, con gotas en mi entorno, con gotas en mi escasa cabellera, con dudas sobre lo que estaba por venir. Las bases llenas para la visita de mamá. Alegre reunirnos en el punto, a la espera, bajo los mismos buenos sentimientos, restableciendo lazos, recordando tiempos. Decidí tomar camino de vuelta, reservándome para el próximo día.

En el retorno a casa, la llovizna amenazante cambió su ritmo, siempre repentinamente, ensalzándose, engreída, en eso de lo impronosticable que suele resultar. Decidí resguardarme. Me orillé, en un negocio de «comida rápida». Muchas ventajas. Parqueo, seguridad, algo de bullicio, un café caliente y un techo que me resguardaría de lo copioso por venir. En correspondencia a tantos beneficios, me dispuse a comprar un sabroso panito, con el estilo propio del lugar.

Me entusiasmaba el café, lo caliente de la bebida. El resto, para casita. Pensé en uno de mis hijos, que suele apartar algo «especial» para su programa favorito. Se pondría feliz por el inesperado obsequio. Eso me proporcionó, también, un fortuito, pequeño, pero también repentino, placer. Gracias a la lluvia, gracias a lo imprevisible de la vida, tenía una oportunidad para bendecir el momento. Lo imaginaba en casa, un día, quizá dos, degustando fragmentos de lo que llegaría a ser un exquisito bocadillo. Las modificaciones domésticas siempre resultan inevitables… por aquello del personal toque culinario.

Foto La Hora/ Cortesía Suplemento Cultural
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Ya en caja, donde se pide lo que deseas consumir, un poco de angustia. Es que llegas y sientes la presión del mundo. Todo debes hacerlo rápido. No hay mucho tiempo, nada de tiempo, para meditar lo que deseas. Tienes que tenerlo prefabricado en tu mente. Tienes que conocer el lenguaje específico, el particular léxico que, todos y todas, manejan. ¡¿Qué es lo que te pasa si no es así?! ¿A qué dedicas tu vida? En fin, superé la prueba. Pedí algo, haciendo las cuentas, a modo de diversión, a modo de escape del sistema.

No obstante, parece que he pedido algo inusual, pues demoran en la entrega. Veo tres, cuatro pedidos entregados, mientras sigo en la vigilia. Entonces, los motoristas, repartidores, se acercan. Retiran bolsas, viandas, unas órdenes aquí, otras por allá. La agitación es abrumadora. Trato de mantener la calma, aunque es difícil. Empiezo a entender lo de comida «rápida». No es realmente la comida… lo es todo. Debes ser rápido. ¡Muévete! Una voz interna me reclama. Es que no puedo permanecer ahí, inerte, ajeno al ajetreo de toda persona en tres metros a la redonda. Todos, todas, deben existir de una forma transitoria y peculiarmente rápida. La celeridad se respira.

Al final, me entregan mi pedido. Empaques en abundancia. Trato de sonreír por tanta amabilidad y esmero. Sin embargo, me empiezo a sentir como una anomalía social. No hay tiempo para sonrisas y buenos gestos. Cualquier forma de humanidad se aleja del cluster de intercambios. Comercio, normativas, muchas cosas que no incluyen humanidad. Me retiro con mi bandeja. Busco una mesita pequeña, individual. En minutos, en el lugar se empiezan a aglomerar más personas. No sé de dónde salieron. No lo entiendo, pues la lluvia ha empezado a amainar. Ha vuelto a ser llovizna.

Mientras picoteo el menú, algunos vistazos a mi alrededor me informan, nuevamente, sobre los «alimentos rápidos». No son los comestibles sino quienes los ingieren. Aquello de masticar muchas veces, decían las abuelas que treinta veces, quedó como una mitología arcaica y obsoleta. Aquí se devora, se traga. Entonces reparo en una pecaminosa observación. Con mi índice de masa corporal por encima de 30, soy técnicamente una persona obesa en grado 1. Mi anhelo e intención personal es llegar a estar, únicamente, en «sobrepeso», lo que lograré si este IMC baja de 30. Este año lo lograré.

No obstante, en este momento, al merodear en los alrededores, me siento esbelto, como una gacela saboreando sus hierbas. Trato de perdonarme a mí mismo. El punto, más allá de la mal nutrición o los excesos, radica en esa celeridad descontrolada, esa ansia por tragarse el mundo, por engullirlo sin pausa ni descanso, un descontrol que llega a neurosis. No es un asunto de la comida, es un asunto del alma. Observo, iteradamente, a mi alrededor, tratando de entender. Es general, hay angustia, pero no como la que tuve instantes antes en caja.

Se trata de algo distinto, de una angustia que no se la lleva el tiempo. Una insatisfacción profunda es común denominador en la concurrencia. Comer, haciéndolo rápidamente, es un acto que persigue aliviar esta insatisfacción. La verdad, nadie tiene hambre, realmente. Aquí me estoy refiriendo al hambre del cuerpo. Por el contrario, pareciera que se trata, de varias formas, de un insaciable apetito de índole espiritual.

Foto La Hora/ Cortesía Suplemento Cultural
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De repente, alguien exclama, en fuertes expresiones, en torno de pequeñas tragedias. Entonces, hasta entonces, ensimismado en mi letargo reflexivo, me percato que todos y todas, jóvenes y mayores, chicos y chicas, y cualquier otra posible categorización de la concurrencia, ven el televisor. Ooooh, como no me he podido dar cuenta antes. Todos y todas ven el futbol, algún partido de importancia. He entendido por qué se ha llenado el local. Se les ve animosos. Muchas emociones, muchas manifestaciones de vida. De repente, hay vitalidad en el ambiente. Pienso, pan y circo, de la mano. No es gratuito. Todo tiene un precio.

Una empleada, quizá la encargada de algunos oficios en particular se ha posicionado al inicio. Creo que realiza una función que no termino de comprender. Quizá está allí, pues también quiere ver el juego de la pelota. Me percato que me he colocado en un especial espacio donde no puedo ver la TV. Seguro que mi inconsciente me ha jugado otra de sus artimañas. Es que no me interesa ver la TV. Menos fuera de mi casa. Cuando caigo en la cuenta que no le hallo sentido, caigo en la cuenta de lo extraño que soy: «¡Vinicio!, me digo a mí mismo, ¿qué pasa contigo?, ¿por qué eres así?». Creo que me autorregaño… por eso de sentirme bien conmigo mismo.  Tengo dudas al respecto.

Me viene a la memoria alguien en un grupo de chat, que está dejando su conversación de política, sus intereses partidarios, quizá por los nuevos vientos. Ahora, no entiendo muy bien por qué, creo que desea dirigir sus intereses hacia el futbol. Uno podría pensar, ¿qué tiene que ver un asunto con el otro? Posiblemente, pienso para mis adentros, argumentos a favor de mi pobre conocimiento de una cosa y de la otra. «Vives en la teoría», me digo. Entonces me recuerdo de varios amigos, amigas, consolándome hacia mis adentros que, al menos, no estoy en los extremos de la utopía, o la distopía.

Sea como sea, decido dejar la corrupción de lado, preparándome a retornar. Pienso en mi sagrada siesta. Tomo una foto, la del inicio, sumergiéndome, nuevamente, en mi soberana admiración por el bello mundo que habitamos, por lo hermoso de las cosas, las personas y todo cuanto nos rodea. Es cuestión de tener ojos para ver el cielo, aunque no voltees hacia arriba, al firmamento. Pienso en mi sagrado momento, la siesta. Me lo tengo merecido. Ante la narcolepsia que me acompaña, no sé si evocar los ideales, o retornar a las realidades. Entre los dos, seguro, la verdad persiste, acurrucada y desnuda, como describía Gustavo Adolfo Bécquer, en sus rimas y leyendas.

Al pensar en el poeta español, recordé los escenarios de su partida, en las calles, en una pobreza total. Pienso en las riquezas del alma, esas que permanecen como misterios insondables de cada quien. Ello me lleva al escritor y novelista estadounidense Heinrich Karl Bukowski, nacido en Alemania, representante del realismo sucio, un «poeta maldito», debido a su excesivo alcoholismo, pobreza y vida bohemia dispar.

Al margen de lo que se dice, de Charles Bukowski, como se le conoce, recuerdo una frase que me pareció pertinente para la siesta del día: «He dejado de buscar a una chica de ensueño, para conformarme con una que no se convierta en pesadilla». Entonces, recuerdo la realidad que me circunda. Reflexiono, me cuestiono, si podremos salir adelante, si podremos florecer.

Días después

Despierto.   Parecen siglos de latencia.   La siesta ha sido especialmente reparadora.   Buen ánimo, me apresto a salir.   La tarde límpida, el cielo intacto, vigilante, observador.   Aún no tenemos noticias de lo que se espera.   Las consignas circulan, la democracia en peligro, la consciencia más clara.   Amerita correr lo riesgos de ser ciudadano responsable y expresar lo que muchos y muchas sienten.   No será en la plaza, pero una nueva primavera se avecina.

La lluvia colabora.   El firmamento impecable, exclama «Es tu enseña pedazo de cielo en que prende una nube su albura, y ¡ay! de aquel que con ciega locura, sus colores pretendan manchar».   Patriotismo, hartazgo, júbilo y un collage de emociones encontradas.   Tambores, vuvuzelas y consignas.    Observo, gente dispar, distinta a la que hace unos días me sumergía en reflexiones, en aquel restaurante de comida rápida.   Disimiles entre sí, una característica les une, los integra en una misma categoría.

Retorna la esperanza, contribuyo con mi voz a las protestas.   Un nuevo amanecer se visualiza al final del obscuro túnel.   Alguno de mis tantos sueños se transforma en evidente realidad.   El tiempo no pasa en vano.   De repente, todo adquiere sentido y  la vida sigue su curso, abriéndose camino entre tormentas y espinas.   Después de las tempestades, la semilla germina, más fuerte que nunca, con ese mismo ímpetu que trasladará a las generaciones venideras.   La tarde cae, con luces y animosos fuegos, que calientan, que consuelan, que nos envuelven en el ensueño.    Sí, ¡Florecerás!

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N.B.: nuestro curioso epígrafe está tomado de «Las aves» (ὌρνιθεςOrnithes), de Aristófanes, el principal exponente del género cómico griego. Críticos contemporáneos consideran la obra una fantasía perfecta, que destaca por la inherente alegría de sus canciones. Un hombre declara a la audiencia que está harto de la vida en Atenas, donde la gente no hace nada más que discutir todo el día sobre leyes y asuntos sociales. Al cabo, aparece Abubilla, un pájaro, metamorfosis de un antiguo rey, Tereo, quien podría aconsejarlo a encontrar una vida mejor, en otro lugar. Abubilla explica que su falta de plumas se debe a que es invierno. Las aves ganó el segundo premio en las Grandes Dionisias del año 414 a. C.

Foto La Hora/ Cortesía Suplemento Cultural
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Fuente de imágenes:

[ 1 + 3 ]   Fotografías tomada por Vinicio Barrientos Carles

[ 2 ]   Imagen editada por vbc

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