Foto La Hora/ Cortesía Suplemento Cultural
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Por: Gloria Hernández

El poder transporta de manera inmediata a la naturaleza de la condición humana, porque florece en el fondo de la misma. En estos días en los que tantos demuestran de las maneras más pintorescas su deseo de gobernar en nuestro país, la literatura nos permite recordar que este afán no es nuevo. Una lectura de algunos dramas de Shakespeare, como Macbeth, Otelo, La tempestad y, en particular, Ricardo III, da cuenta de la fascinación que el poder y la política ejercen en los seres humanos. La puesta en escena —y en evidencia— de este infortunio clásico resulta una preocupación central en la obra del dramaturgo inglés.

A lo largo de los últimos cuatro siglos, su manera de abordar la cuestión del poder, la política sanguinaria, la ambición desmedida y otras curiosas virtudes ha fascinado a los lectores de todas partes por igual. Sus dramas están protagonizados por mujeres y hombres que dan cuenta de luchas intestinas, sucesiones, traiciones, corrupción, abdicaciones, pactos, disidencias, conjuras. Las formas de hacerse del poder y gestionarlo conducen a las profundidades del alma en la literatura, mero espejo de la realidad que la supera, y se debe a que el dominio de los demás atrae, subyuga y provoca con la misma fuerza que el deseo y el instinto.

Ese dictum lobuno, que preocupaba tanto a Hobbes en su Leviatán y que nos iguala a los seres humanos más con los lobos que con las ovejas. El poder resulta entonces una expresión fundamental de la tragedia humana y un catalizador que extrae lo peor y mejor de los humanos y, en la historia de la literatura, nadie como Shakespeare para bucear en sus profundidades. Pone de manifiesto, para empezar, que las vidas, haciendas, salud, paz, educación, cultura y bienestar de los súbditos o conciudadanos son cuestiones secundarias a la hora de ejercer la autoridad absoluta, defender la libertad del poderoso, los intereses de unos pocos y las fortunas y heredades tradicionales.

Cuenta el Bardo en Ricardo III que el monstruoso rey, el sanguinario epítome de la corrupción más maquiavélica, no dudó en liquidar a sus pequeños sobrinos, porque interferían en sus planes de potestad absoluta, aunque sin dejar huella, como era de esperarse, gracias a sus obsequiosos asesores y leguleyos. También, en Hamlet, narra Shakespeare cómo Claudio accedió al trono por medio de un asesinato en contubernio con la esposa del rey exterminado; o en La tempestad, cómo Próspero perdió el poder, señalado de preferir los libros a su tarea de gobernar; el mismo que logra llevarse suficientes lecturas a su destierro. Los libros significaban para él más que un reino. El Cisne de Avon nos dejó en la atemporalidad de sus dramas una obra plena de matices sicológicos que evidencian su conocimiento de los recovecos del corazón.

Foto La Hora/ Cortesía Suplemento Cultural
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Pero he aquí otra curiosidad del poder. En su contorsión infinita establece un diálogo sin fin entre quienes lo ejercen y los que lo sufren; entre los poderosos y los de abajo, a decir de Azuela. En medio de esta interlocución, de cuando en cuando, se da un suceso esperanzador. Florece un personaje divergente, revolucionario, iluminado. Un Fuenteovejuna que, sin rostro, porque tiene muchísimos, le hace frente a la adversidad, a la ilimitada ambición de omnipotencia, a la imposición injustificada, a la corrupción, al absolutismo despiadado y feroz. Un personaje colectivo cuya fuerza se centra en el deseo de muchos, en la suma de incontables esfuerzos, en el trabajo de todos. Pero también germina como consecuencia del abandono, desgobierno, miseria, desesperanza y orfandad que unos pocos, en el pleno deleite del poder, ejercieron, sin pensar, sin prever, sin proyectar. Un personaje tan real en la literatura como en la vida; en el ancho y ajeno mundo, como en nuestro país; en el siglo de nuestros padres, como en el nuestro.

De esa manera, sin más armas que los libros, sin más recursos que los personales, sin más afán que el bien común, sin más aspiración que una república de lectores, una feria del libro, nuestra Feria Internacional del Libro de Guatemala, se ha convertido en símbolo de la resistencia y la tenacidad, en estandarte de esta lucha que es de todos, los que tenemos el privilegio de leer y los que no. Este hecho no es una casualidad. Lo aceptemos o no, quienes ahora estamos en capacidad de reflexionar sobre el futuro de nuestra sociedad somos herederos de la Revolución de 1944, el último conglomerado político con una filosofía social propia. Muchos de nuestros padres y abuelos fueron maestros que creyeron en la educación como único medio para rescatar a nuestro país, que pusieron su fe plena en la cultura letrada para alzar a todos los guatemaltecos por igual a un mismo nivel de dignidad, que apostaron por el humanismo para liberar a la niñez y la juventud de «las trabas de la ignorancia», según Juan José Arévalo, para integrar los valores de la decencia, la honestidad, el respeto y la honra a nuestra identidad nacional. Debemos recordar y enaltecer su lucha y su legado; en esencia, reanudarlo y así hacer gala de la frase de Shakespeare, en la primera escena del acto segundo de La Tempestad: «el pasado es prólogo».

El poder se enfurece contra el arte. El poder se encarniza contra la niñez. Así como en el drama de Ricardo III, en Guatemala, se les niegan a los niños sus derechos fundamentales a la vida, a la supervivencia, al desarrollo, la salud, el recreo, la educación, la identidad… En el Informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo presentado en julio de 2022, la dimensión de adelanto humano en cuanto a educación y cultura presenta el mayor retraso y desigualdad en nuestro país. La literatura para niños, como muestra, no es comprendida ni considerada con la dignidad que se merece, de forma intencional, de manera que se le niega a la niñez guatemalteca una literatura de calidad, con valores estéticos propios, que es norma en muchos países con conciencia de la importancia de la formación de los ciudadanos más jóvenes.

Sin embargo, quiero creer que leer nos salva. Que la literatura nos rescata de la ignominia. Que el arte pone a nuestro alcance una opción de luz; y la cultura, una alternativa de ética y dignidad. Un 16 de octubre de 1944, el doctor Arévalo se dirigió a los guatemaltecos a través de los micrófonos de la radio TGW y resaltó, entre otras ideas, reflexiones oportunas para los tiempos que corren: «La nueva Guatemala debe consolidarse con precedentes de gran valor cívico. Las elecciones que se avecinan deben ser una nueva demostración de nuestro civismo y de nuestro sentido de responsabilidad. Las bajas pasiones, los resentimientos, las intransigencias no deben ya producirse. La voluntad popular, expresada por mayoría y en comicios libres, dará fin a esta crisis política y devolverá la paz a los hogares y la seguridad a los trabajadores de todos los órdenes».

Foto La Hora/ Cortesía Suplemento Cultural
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Si regresamos a Shakespeare, cuya lectura recomiendo a todos, políticos o no, encontraremos aristas inesperadas del carácter humano. Retratos de nosotros mismos y de quienes nos gobiernan: meros «átomos de egoísmo», como nos calificaba Hobbes. Hallaremos además algunas pistas sobre el poder en su real condición, porque en eso se especializó el Bardo, en observar con detenimiento el lado oscuro de la condición humana para luego reflejar a todas luces sus más insospechadas manifestaciones. Como en Hamlet, en donde se anuncia y se advierte la posibilidad del ataque contra el poder pervertido y en donde, si intentamos ver el propio reflejo, encontraremos nuestra verdadera disyuntiva: ¿vamos a atrevernos a ser una auténtica democracia o seguiremos dando cruentas y heroicas batallas ad infinitum en este remedo de país por la vía de las redes sociales?, esos desvíos traicioneros procurados como gangas por el sistema de consumo para aplacar conciencias aletargadas y para desvirtuar nuestro dilema real, nuestra cuestión existencial y hamletiana, ser o no ser.

En la obra shakespereana no se aborda el poder desde la moral o la ética, sino tal como es y como opera. Se ofrece un retrato desencarnado y terrible del poder ejercido desde la impunidad, la estulticia y el exceso absolutos. Mas, también, se manifiestan las muchas reacciones de los espíritus necios al saberse despojados de sus privilegios. De similar manera a como sucede en la actualidad, en la vida real y en el teatro, se observa con triste periodicidad el ascenso vertiginoso de personajes amorales que tarde o temprano caen víctimas de sus propios devaneos. Reyes, príncipes —o principitos y reyezuelos— que, por ejemplo, en las horas adversas, derrotados por la vida y derruidos sus castillos de barajas, abandonados por sus más caros amigos, pugnan por sus resguardos y garantías y gritan a campo abierto en su cobarde retirada: «¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!».

 

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