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Víctor Muñoz

Gedeón se apareció vestido con una playera de jugador de fútbol que, según me explicó, era del Barcelona.  Me invitó para que fuéramos a ver el partido entre su equipo y el Sporting de no sé dónde.  La cosa es que me encontraba un tanto aburrido y pensé que me caería bien acompañarlo.

A él le gusta ver los partidos de fútbol en algún lugar en donde pueda comer y beber algo, por lo que fuimos a una cafetería de chinos.  El lugar estaba lleno de gente, muchos con una camiseta igual a la de Miguelito, y todos mirando el partido y bebiendo bastante cerveza y comiendo chao min y arroz frito y cosas de esas. En vista de que no había lugar le propuse que nos fuéramos a otra parte, pero no quiso; y, es más, apenas entramos y ya no quitó la vista del televisor. La mera verdad es que yo me sentía sumamente incómodo porque estábamos ocupando lugar sin beneficio para el negocio; pero a él, tal cosa no le preocupó.

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Si bien es cierto, soy aficionado al fútbol, también es cierto que tales ejercicios no me enloquecen. Me gusta ver un gol, pero hasta ahí.  Considero una lamentable pérdida de tiempo pasarme una hora y media desligado del mundo, sin poder hacer nada más que estar en esa actitud pasiva, solo mirando el ir y venir de una pelota.

Y ahí estábamos mirando el dichoso partido cuando de pronto el Sporting de no sé dónde metió un gol. El normal bullicio del restaurante quedó anulado, pero si la gente enmudeció, Gedeón adoptó una pose de sufrimiento absoluto. Le pregunté si deseaba comer o tomar algo, pero de concentrado que estaba no me respondió nada. En su vista me acerqué hasta el mostrador y pedí un par de cervezas. Es que pensé que a Gedeón le caería muy bien tomar algo porque se le veía de verdad preocupado.  Le puse la botella en la mano, pero la tomó como quien toma el tubo del bus para no caerse. Comencé a sentirme un poco aburrido. Y lo peor era que el partido apenas tenía unos quince minutos de haber comenzado.

Entre una y otra cosa se terminó el primer tiempo. Gedeón, como si hubiera vuelto de un sueño profundo se me quedó mirando como perdido y se miró que tenía una botella de cerveza en la mano. Le expliqué que había comprado un par de cervezas, pero él lucía como desorientado, y poniendo una cara de hondo desconsuelo me dijo:

-Va perdiendo el Barsa, vos.

-Pues si –le dije yo-, va perdiendo, pero solo uno a cero.

-Sí vos, pero es que no puede ser que pierda. Tiene que ganar.  Mirá –continuó-, el Barsa siempre ha sido mi equipo favorito. Y no solo el mío sino el de toda la gente que vos ves aquí y de miles más. Yo al Barsa lo llevo en el corazón. Ellos tienen toda mi solidaridad y cariño.

Gran cosa, pensé yo; y, es más, hasta llegué a suponer que si Gedeón les retiraba su cariño podrían correr el riesgo de desaparecer del mapa.

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Durante los 15 minutos de descanso no paró de hablar de las jugadas que se habían hecho en el primer tiempo, de su cariño y entrega a su equipo y de lo urgente que se hacía que ganara el partido. En esas pláticas estábamos cuando inició el segundo tiempo. Lo bueno fue que apenas había iniciado cuando Messi metió un gol. Se dejó escuchar una verdadera ovación en toda la cafetería y Gedeón pegó un brinco, pero como todavía conservaba la botella de cerveza en la mano, aventó el líquido en todo nuestro alrededor y paró salpicando a un montón de aficionados los cuales, de entretenidos y contentos que estaban, ni siquiera lo sintieron.

-Mirá –me dijo-, ya me está volviendo la vida. Traeme otra cerveza, ¿querés?

Me fui a traerle su cerveza mientras un par de empleadas hacían lo posible por limpiar lo que Gedeón había ensuciado, pero aproveché para llevarle también unas papalinas, ya que sé que le gustan mucho. Al igual que la primera botella, me la recibió, pero sin ponerme la más mínima atención. En esas estábamos cuando se dejó escuchar otra ovación. Otra vez, Messi había metido un gol. Miguelito se puso a brincar, sacudió la botella para todos lados y de nuevo salpicó a todo el mundo, las papalinas se le cayeron y debido a los brincos que daba les puso los pies encima. El desorden reinó, ya que unos se abrazaban con otros y efectuaban un baile extraño. Hubo platos de chao min y arroz frito tirados por todos lados, hamburguesas a medio comer destripadas y cerveza que corría como laguna perezosa. De pronto restaurante tomó la apariencia de una cuadra de cerdos. Cuando volvió la calma, el chino dueño del restaurante apagó el televisor y se puso a suplicar cortésmente a la clientela que desalojaran el local porque se iniciarían las labores de limpieza. Los comensales no estuvieron de acuerdo y se inició una gritería ensordecedora.

-Es que no puede ser, vos –me dijo a gritos Gedeón-, no puede ser, ya va ganando el Barsa.

Pocas veces he visto a un grupo de gente tan enardecida, al extremo de que comenzaron a volar botellas por todos lados, y los más ofendidos amenazaron con prenderle fuego al negocio si el chino no encendía la televisión de nuevo.  En esas estábamos cuando se aparecieron dos radiopatrullas llenas de policías.  Yo, al ver semejante desorden, y sin que Gedeón se diera cuenta, me retiré de ahí, no sin la vergüenza de haber dejado a mi amigo expuesto a la brutalidad policíaca y con la sospecha de que el Barsa pudiera perder a uno de sus mejores fanáticos, lo cual seguramente le traería nefastas consecuencias. Pienso yo, pues.

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