Vinicio Barrientos Carles

Guatemalteco de corazón, científico de profesión, humanista de vocación, navegante multirrumbos… viajero del espacio interior. Apasionado por los problemas de la educación y los retos que la juventud del siglo XXI deberá confrontar. Defensor inalienable de la paz y del desarrollo de los Pueblos. Amante de la Matemática.
Sin la filosofía y la recta razón no es posible que haya prudencia
Justino Mártir


 

El cristianismo primitivo es el fenómeno suscitado en los primeros tres siglos posteriores a la muerte de Jesús de Nazareth, período durante el cual se sentaron las bases para la que sería, posteriormente, la religión más numerosa jamás fundada, oficializándose en todo el mundo occidental, a partir del siglo III, así como en una parte del Oriente, tiempo después. A tal punto la influencia del pensamiento y la filosofía derivada de la religión cristiana, que uno de los elementos constitutivos y definitorios del constructo cultural denominado «Occidente» es, precisamente, la tradición judeocristiana, la cual, se vió fortalecida e impulsada sociopolíticamente por la compleja evolución histórica del imperio romano.

Es importante señalar, desde un inicio, que la conjunción de eventos y la complejidad teórico filosófica mediante la cual el cristianismo alcanzó el grado de religión de Estado, no suele ser temática que a los distintos líderes religiosos interese abordar, pues implica una evaluación crítica sobre la asunción de los dogmas fundamentales, pero, ante todo, una ventana para la posibilidad de considerarlos arbitrarios o, al menos, fruto de convenciones humanas. Aunque tales convenios se describan como inspirados, de alguna forma presentada como inherentemente sobrenatural, el hecho innegable es que derivan en fuente potencial de futuros cuestionamientos por parte de la grey que conforma las diferentes congregaciones eclesiásticas.

En términos generales, es frecuente que las dirigencias, los liderazgos, no vean con buenos ojos la siembra del pensamiento crítico, propiciando la duda razonable, pues lo consideran, de manera errónea, esencialmente peligroso para el fomento de la fe. Empero, antes de la instauración de este oficialismo religioso que estamos mencionando, el que perduraría durante más de milenio y medio, los cuestionamientos, los debates, las discusiones y las reacciones, a todo nivel, fueron el quehacer diario del cristianismo. Al ser una época fuertemente convulsa y complicada, resulta, aún hoy en día, muy difícil de abordar, no por lo que hemos comentado, de una peligrosidad para la fe que se ha asumido, sino por lo complejo de los hechos a describir.

Este fenómeno, diverso y continuo, suele dividirse, para su simplificación y pertinente análisis, en dos partes, o etapas bien definidas, a saber: el primero, referido al siglo I, el período apostólico, y el segundo, que abarcó del siglo II a comienzos del siglo IV, denominado período preniceno. El término preniceno hace alusión al Primer concilio de Nicea (Nicea I), celebrado en 325, en la ciudad de Nicea de Bitinia del Imperio romano, siendo este el primero de los siete concilios ecuménicos fundamentales, como se especifica en el artículo «Los concilios ecumenicos y la cristología». Estos sínodos, realizados entre obispos cristianos, permitieron sentar las bases de la fe, principalmente en las denominaciones conformantes de las iglesias católica y ortodoxa.

La verdad, es que muchos de estos elementos incluidos en la dogmatica inicial fueron el producto de convenciones, varias de ellas a consecuencia, directa o indirecta, de las exigencias o conveniencias políticas del momento, como es frecuente en todos los fenómenos colectivos humanos, a punto tal, que la mayoría de estos concilios ecuménicos tuvieron por objetivo la eliminación de cierto tipo de creencias, las que pasaron a considerarse heréticas, esto es, no aceptadas. La etimología de la palabra herejía proviene del griego αιρεσις (hairesis), que significa cosa elegida, pero en el contexto del cristianismo pasó a significar cualquier creencia que se encontrara en desacuerdo con los principios y las costumbres establecidos por la organización religiosa oficial.

Nótese que, en determinado momento, se establece una restricción al derecho de elección, sobre cómo creer, y de ahí el uso del término haieresis, siendo tal limitante una propiedad específica de la futura actitud dogmática que caracterizará la religión occidental, por los siguientes casi dos milenios. Las principales herejías fueron las de índole cristológica, esto es, las que hablaban sobre la naturaleza y la persona de Cristo, encarnada en el histórico Jesús de Nazaret. Sumergirse en todas estas discusiones no deja de ser interesante y profundo, sin la pérdida del gran sentido espiritual, que revisten las enseñanzas originales de Jesús, tal y como aparecen descritas en los evangelios.

Desde cierto ángulo, al examinar el cristianismo primitivo, puede concluirse que una gran mayoría de los preceptos y principios que la ortodoxia cristiana pasaría a sostener, no fueron efectivamente dictados por la figura de Jesucristo, primordial y originaria, ni se encuentran explícitamente redactados en los evangelios. Es decir, mucho del posterior cristocentrismo, así como del contemporáneo, debe ser consceptualizado como un complejo producto filosófico, el cual, no solo demoró varios siglos en construirse, sino que exigió de muchos sacrificios, por un lado, viéndose sometido a un gran número de imposiciones, por el otro. Al margen de todo lo que pudiéramos agregar sobre el asunto, lo que ahora estamos recuperando refiere a la finalización del fenómeno definitorio, acaecido en un específico momento.

Este momento terminal llegó con el Edicto de Tesalónica, decreto realizado por el emperador romano Teodosio, en el 380. El edicto, también conocido como Cunctos Populos (A todos los pueblos), terminó de consolidar el cristianismo, tal y como se describe en el concilio de Nicea, como la religión oficialmente instaurada en todo el Imperio romano. A partir de este momento, no habría espacio más para la duda o la reflexión. En adenda, si de la etapa apostólica se conservan unos pocos escritos de referencia, de la segunda, la prenicena, se contará con el auxilio de extensas obras que detallan las prácticas, creencias y organización de los primeros cristianos, con relevantes relatos sobre los medulares eventos en tiempos de persecución.

Aunque la Iglesia católica, la mayor de las vertientes del cristianismo actual, heredera de la unidad conseguida mediante los prescritos concilios ecuménicos, predica y se ufana de esta integración e integridad, sólida e incolume, desde los inicios del cristianismo, las que estamos someramente bocetando, es básico reconocer que no es posible negar las serias disputas filosóficas, posteriormente teológicas, que se suscitaron en torno de la prescrita fundamentación. En este macroescenario, pueden identificarse momentos álgidos, tanto en la etapa apostólica, como en la prenicena, en los que se recurrió a la condena y al martirio de defensores de alguna postura o convicción. Este singular extremo al que se llegó es único en la historia de la humanidad.

El tiro es que varios personajes entregaron sus vidas en defensa de sus creencias y convicciones. Calificados por la posteridad, como mártires de la fe, unos, como heresiarcas, otros, en el lado opuesto, lo cierto es que no fueron pocos los asesinados. Un heresiarca es una persona que se considera autor original de una determinada herejía, constituyéndose en el líder de una agrupación, una secta, calificada de herética. Sobre la herejía se lee «Se diferencia de la apostasía, que es la renuncia formal o abandono de una religión, y de la blasfemia, que es la injuria o irreverencia hacia la religión. La herejía atañe a la doctrina religiosa».

Importante en las reflexiones conocer que, precisamente, la palabra iglesia significa «convocación», lo que refiere a su vez, no solo a la convocatoria en sí, sino también a los convenios que, sea de manera tácita o explícita, son asumidos por la comunidad de participantes. La etimología del término nos lleva al latín tardío ecclesĭa, el cual, a su vez, proviene del griego ἐκκλησία, ekklēsía, cuya traducción es «asamblea», pues deriva de verbo ἐκ-καλεῖν, ek-kalein, que se traduce como «llamar fuera». En complemento, el término católico, que usualmente asociamos con la denominación religiosa, proviene del latín tardío catholĭcus, que a su vez procede del griego καθολικός, katholikós, que se traduce como «universal».

Como resumen de esta primera parte de la publicación, podemos anotar que la historia de los primeros cristianos se caracterizó por la persecución por parte de los romanos, el rápido crecimiento numérico, la extensión geográfica, el testimonio del martirio, el debate con conceptos preexistentes del judaísmo y la filosofía griega, y la proliferación de las herejías. Es fundamental reparar que el proceso de transición del judaísmo, religión étnica cerrada y con fuerte grado de hermetismo, al naciente cristianismo, católico, abierto e incluyente, representó uno de los mayores retos para el cristianismo primitivo que estamos dibujando. Sobre el fenómeno, en su conjunto, puede leerse:

Otras características [del cristianismo primitivo] son el progreso hacia la expresión teológica clara de las doctrinas cristianas universalmente aceptadas, en contraposición a las herejías, y la ausencia de una «lista definitiva» de libros que componen el nuevo testamento. El cristianismo primitivo fue un fenómeno principalmente urbano, minoritario y extraño al orden legal, oscilando entre la indiferencia de los Césares y las acérrimas persecuciones. Éstas se sucedieron, mayoritariamente, desde el Incendio de Roma del año 64, hasta el Edicto de tolerancia del año 313. Este período de persecusiones, en un sentido y en el contrario, concluyó con el concilio de Nicea, en el año 325, cuando la Iglesia dio inicio a su rápida transformación hacia una institución mayoritaria y legalmente permitida.
Con todo este preámbulo descriptivo, pasamos al objetivo de esta oportunidad, en la que estamos aproximándonos a la figura de uno de los más notables mártires en la línea de la defensa de la naciente fe cristiana. Un mártir es una persona que sufre persecución y muerte por defender una causa, generalmente de ìndole religiosa, aunque también pudiera ser por otro tipo de creencias o convicciones. El o la mártir presenta un testimonio, de palabra y de acción, con la resignación, a veces voluntaria decisión, de entregar su vida, por la firme adhesión a sus creencias. De hecho, el término proviene del griego μάρτυςος, que se interpreta como testigo.

El personaje del titular, de quien ahora pasamos a conversar, es Flavio Justino, o Justino de Nablus, mejor conocido por la posteridad como Justino Mártir, y de ahí se deducirá la trascendencia que adquirió en estos tiempos del cristianismo naciente, dado el apelativo adjudicado con el que, por lo general, se le identifica. Nombrado, en latín, como Iustinus Martyr (en griego Ἰουστῖνος ὁ Μάρτυρ, Ioustinos ho martys) se trata de un filósofo, inicialmente pagano, que nació en Flavia Neapolis, Siria, ca. 100, puesto que no se tiene fecha precisa sobre su nacimiento.


En complemento, se sabe que falleció en Roma, entre 162 y 168, tiempo en el que fue interrogado y condenado por el prefecto Quinto Junio Rústico, quien lo envía al suplicio y luego a la decapitación, suerte que acompaña a varios de sus seguidores. Por la ciudad de donde es oriundo, el primer nombre que hemos colocado, Flavio Justino. Por otro lado, Flavia Neapolis fue fundada en el año 72, por el emperador romano Tito Flavio Vespasiano, de manera que la denominación de la ciudad responde al de su fundador, con el calificativo neapolis, que en griego significa «la ciudad nueva».

El otro identificador, Justino de Nablus, obedece al hecho de que Flavia Neapolis es conocida actualmente como Nablus (árabe: نابلس‎, hebreo: שכם‎, Shjem), aunque antiguamente era conocida como Naplusa. La ciudad se encuenta situada al norte de Cisjordania. El Plan de Partición de Palestina, diseñado por la Sociedad de las Naciones en 1947, situó a Nablus en la región destinada a conformar el futuro Estado árabe de Palestina, por lo que es formalmente una ciudad actualmente palestina.

​Aunque a Justino se le venera como santo, en diversas variantes del cristianismo contemporáneo, incluyendo en ello a la Iglesia Católica,​ la Iglesia Ortodoxa​ y la Comunión Anglicana, nos interesa, en lo que sigue, enfocarnos en su rol como filósofo, razón por la cual nos estaremos refiriendo al pensador como Justino, a secas, y no como San Justino Mártir, como es frecuente encontrarle en los contextos religiosos, o cristianos, en general. De hecho, dentro de la Iglesia Católica se lo conmemora por estos días, el 14 de abril, al menos en el calendario tradicional (Vetus ordo), pues la fecha en el calendario nuevo (Novus ordo) es el 1 de junio.

Al margen de este posible enfoque, como mártir y hombre de fe, el que frecuentemente le acompaña y con el que usualmente se le ubica, es relevante reconocer en Justino méritos propios e independientes de la religión, como filósofo de pura cepa, pues existen evidencias de la profundidad de su pensamiento, así como de un sólido y admirable conocimiento de la filosofía de su época. Su participación en la defensa del cristianismo constituyó luego uno de los pilares fundamentales, basales, sobre los que se erigiría el edificio filosófico para la posterior patrística, con el advenimiento de la genial obra de Aurelio Agustín de Hipona (Aurelius Augustinus Hipponensis), ya en los albores del siglo V, siglos después de Justino.
Tan relevante el rol de Justino, que también es conocido como Justino el Filósofo. Desde un paganismo inicial, luego de su conversión al pensamiento y a la fe cristiana, pasó a constituirse en uno de los primeros apologistas griegos, para lo cual estableció una escuela en Roma, mediante la cual construyó puentes de distintos tipos entre el judaísmo, la tradición semítica mediooriental, y el paganismo circundante en los alrededores de su sede, Roma. Su objetivo primordial, el de propagar una idea fundamental: que el Cristo (Χριστός: Christós) fuera la encarnación del Logos (λóγος: Lógos). Esta es la noción que ahora nos ocupa, de la que pasamos a dar unas pocas y lacónicas pinceladas.

Sobre el Logos existe un cúmulo de filosofía griega previa, que no podríamos aquí agotar. Aunque se tiene documentado que Heráclito de Éfeso, el Obscuro, es el primer filósofo en teorizar utilizando esta palabra en sus enseñanzas (ca. siglo V a. C.), se sabe que el concepto ya era ampliamente conocido desde los escritos del aedo Homero. Heráclito escribe: «No a mí, sino habiendo escuchado al Logos, es sabio decir, junto a él, que todo es uno». El filósofo presocrático dice, de diversas formas, en sus variados aforismos, que en lugar de escuchar o atender los discursos humanos, basados en las apariencias, fenoménicas y mutables, se debe aprender a escuchar el Logos de la naturaleza, que es inmutable y eterno.

De esta forma, se comprende al logos como la gran unidad de la realidad, la última realidad, la esencia existencial. Así, en Heráclito, el ser, entendido como logos, viene a ser la inteligencia última que dirige, ordena y da armonía al devenir de los cambios que se producen, en las batallas que la existencia misma genera. Esta inteligencia sustancial, presente en todas las cosas, será identificada por otros, posteriores a él, como el Nous, el Intelecto, el Espíritu. En otras palabras, para los filósofos presocráticos, el sentido de la existencia lo proporciona el Logos. Esta noción fundamental será recogida, revalorada y elevada por Justino, siglos después. En Wikipedia, sobre este concepto, se lee:

Logos es una palabra griega que tiene varios matices de significado: logos es la palabra en cuanto meditada, reflexionada o razonada. Puede traducirse de distintas formas: habla, palabra, razonamiento, argumentación, discurso o instrucción. También puede ser entendido como: inteligencia, pensamiento, sentido. Esta palabra ha sido y suele ser traducida en lenguas romances como Verbo (del latín: Verbum). Su raíz estaría, probablemente, en el indoeuropeo leḡ, que tiene el sentido de «recoger junto», imponiendo a ese recoger un criterio, por lo tanto, derivaría, tanto en griego como en latín, en el sentido de recoger, discernir, seleccionar, elegir. El logos, para Aristóteles, viene a ser uno de los tres modos de persuasión en la retórica, junto con el ethos y el pathos.

De la cita precedente es notable la referencia a la traducción en lenguas romances, o latinas, pues los idiomas de Occidente pertenecen a este grupo lingüístico. La observación viene muy al caso de la obra y aporte de Justino, en vista que, el Evangelio de Juan, el último en redactarse de los cuatro canónicos tiene en su prólogo, la identificación de la personificación de Dios, con lo que describe como el Λóγος (Logos), ubicándolo al principio de la Creación. Específicamente, este evangelio, redactado en griego antiguo, como los otros, inicia así:

εν αρχη ην ο λογος και ο λογος ην προς τον θεον και θεος ην ο λογος (en el principio era el logos y el logos era con Dios y el logos era Dios)

El mismo versículo, en la Vulgata, escrita en latín, pasa a ser: «In Principio erat Verbum et Verbum erat apud Deum et Deus erat Verbum» (En el principio era el Verbo [la palabra razonada] y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios). Nótese que se han agregado unas mayúsculas en «logos». Nuevamente hay que enfatizar que la lectura de estas palabras, hoy, sea por un creyente o por un agnóstico, no significan ni implican los mismos procesos interpretativos que en el siglo I, puesto que, actualmente, resultaría en extremo difícil abstraerse de las interpretaciones que la cultura occidental, esencialmente apegada al judeocristianismo, ha venido inculcando en el colectivo.

Dicho de otra forma, a través de los siglos, y mediante las enseñanzas a las que nos hemos visto sometidos, de niños y niñas, nuestras posibles interpretaciones se encontrarán fuertemente marcadas por la versión ortodoxa. Por el contrario, en aquellos entonces la hermenéutica implicaba un libro abierto, con páginas en blanco, para escribir en él. Las versiones que hoy nos comparten, de manera oficial, provienen de exégesis percoladas por el tamiz que hemos esbozado en la primera parte, con la energía de los concilios ecuménicos y la fuerza de la tradición, con costes elevados de todos aquellos y aquellas que ofrendaron su vida, en una dirección o en otra, por lo que consideraron, en su momento, la verdad a defender.

Lo innegable es que, al margen de aquello que la dogmática dicta, muchas interpretaciones surgieron en torno del significado «correcto» para el término Logos, pero, en particular, en este específico versículo que hemos citado. No se trata de un detalle, sino de un asunto fundamental, pues, entre otros aspectos, se trata del único de los cuatro evangelios canónicos que no da inicio con los hechos históricos iniciales sobre Jesús, sino que, por el contrario, empieza entregando la interpretación final, del sentido y ser de lo que a continuación se va a describir: «Y aquel Verbo fue hecho carne». Específicamente, en el capítulo 1 del evangelio de Juan, puede leerse:

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella […] Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo […] Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad. (Juan 1:1-5, 9, 14)

En las traducciones contemporáneas, este «Verbo» corresponde al Logos del texto original, en griego antiguo. Entonces, a mediados del siglo I, la tremenda problemática en torno de la interpretación adecuada, con un bagaje de más de seis siglos precedentes de tradición filosófica griega, léase la filosofía clásica y la denominada presocrática, como insumo basal. Las honduras en las que ahora podríamos sumergirnos no nos permitirían transparentar las principales líneas a tomar en cuenta. No obstante, si podemos transcribir algunos de los elementos principales al respecto:

Algunos lo relacionaron con el Logos de la filosofía griega y la judeohelenística de Filón de Alejandría, quien precisamente utiliza —antes del siglo I— la palabra griega Λóγos para significar la sabiduría y, especialmente, la razón inherente a Dios. Luego del siglo I y a partir del Evangelio según Juan, Λóγος (traducido al latín como Verbum) obtiene una significación cristiana. No obstante, de su innegable ascendencia griega, no puede negarse que, en el caso del prólogo de Juan, se tuvo una influencia, también decisiva, por parte de la dabar hebrea, que recepciona y transmite, de una manera muy patente, los antecedentes veterotestamentarios, con muchos de los matices etnocentristas ahí implicados.

Podemos apreciar acá parte de la transformación del concepto, en la que Justino tuvo un papel crucial, convirtiéndose en el defensor de la fe por antonomasia. El calificativo de apologeta deriva de apologética, término que, a su vez, proviene del griego ἀπολογία, que se traduce como «hablar en defensa». Aunque la palabra apologética, en general, se utilizaba para designar la posición en la defensa militar, contra un ataque específico, la palabra pasó a emplearse en un sentido casi exclusivamente teológico, consistente en la defensa de la fe, conforme a una posición específica o relativa a un punto de vista oficial. También, posteriormente, el calificativo de apologeta aparecerá en la literatura.
Con relación a la cita anterior, en contraparte a la postura de la ortodoxia cristiana, se incluye:

Los gnósticos se inclinaron más por el primer componente. Los cristianos apologistas del siglo II veían en él al Hijo de Dios, pero algunos, como Tertuliano, diferenciaban entre el Logos como atributo interno en Dios y, otro, el Logos que engendró Dios, que se tornaría en una persona. Otros teólogos lo entendían ontológicamente como «la razón de Dios» e inseparable de él. Los que se oponían a esta visión, alegaban que al Logos se le predica sin artículo definido en griego, y esto indicaría para algunas opiniones que este Logos era un «segundo Dios» (δευτερος θεος), como en Orígenes de Alejandría,​ pero no el Dios Todopoderoso, El Dios (ο θεος), que lleva artículo definido.

Con el párrafo de la última cita, tenemos suficiente para comprender, sin esforzarnos mucho, que, a cada posible interpretación, una diversidad de plausibles sistemas de creencias, diferentes, aunque emparentados, generando, de manera paralela, «religiones distintas», sea en lo esencial, sea en lo banal. En cualquiera de los casos, la historia experimentó un proceso de eliminación de opciones, mediante el uso de la fuerza, dictando lo que era «verdad», pero, ante todo, distinguiéndolas de toda posible «falsedad», la que pasaría, con los siglos, a convertirse en motivo para la pena en la hoguera. En todos estos comentarios, he evitado un uso excesivo de las mayúsculas, las cuales, usualmente, se constituyeron en parte fundamental de cualquier tipo de explicaciones.

Aunque la palabra logos admite más de treinta acepciones, documentadas, a final de cuentas, la ortodoxia cristiana se las arregló para irse definiendo, paulatinamente, pero sin pausas, proceso que, como hemos descrito, se mantuvo y perduró durante varios siglos. Así, el Logos pasó a ser interpretado como aquello que existía desde el principio (αρχη, arjé) con Dios (con mayúscula, porque es el nombre propio asignado desde aquellos entonces). Sin embargo, según Agustín de Hipona, antes de la existencia de la creación, no existiría el tiempo, lo que convierte a la razón (el logos) en la energía del universo. Esto último, valga comentar, parece más bien una hipótesis metateorética de la física de avanzada contemporánea.

Justino sabía, por un lado, que el concepto del Logos resultaba familiar a los hombres cultos del paganismo, mientras que, por el otro, el término tampoco era extraño en la teología cristiana, en donde ya se le había mencionado, a raíz del prescrito Evangelio de Juan. La genialidad creativa de Justino consistió en una manera, brillante, original y sobresaliente, de identificar al Cristo (Χριστός) con el Logos (Λóγos), como la chispa divina que aviva el intelecto en cada hombre, como la fuerza racional vigente en el universo, como la inteligencia última que se expresa a través del espíritu.

Lo anterior, aunado a la tradición judía, de un Mesías esperado, salvador del mundo, conduce a Justino a proponer un principio filosófico fundamental: que toda verdad y virtud tienen su origen y sentido en el Cristo, aun cuando la persona que actúe virtuosamente no sea cristiana. En una novedosa fusión de conceptos tan grandes, la formación de Justino como filósofo de primera resultaría esencial, la piedra clave para la defensa de un sistema de pensamiento sólido, lo suficientemente fuerte para resistir los embates de los sistemas alternativos vigentes. En torno de su postura al final de su vida, se dice:

Por este motivo [Justino] cree que la veneración del Logos sea la única actitud razonable. De hecho, precisamente, para justificar la veneración de Cristo, es que Justino emplea la idea del Logos,​ que es, en esencia, una unidad con el Dios Padre, aunque distinto en su personalidad.​ Si el Padre es inefable y trascendente, externo al universo, el Logos, encarnado, sortea el abismo entre Dios y los hombres, como mediador.​

Si damos relectura a las palabras previas, encontraremos en ellas la esencia misma de la postura cristológica que terminará asumiendo la ortodoxia cristiana, un par de siglos después, no sin antes confrontar otra serie de duras batallas. Por otro lado, aparece la idea y distinción entre el ser, último, y la persona, cuya combinación y mezcla dará origen a los principios en la triunidad (la Santa Trinidad), definida mediante los distintos concilios ecuménicos que hemos mencionado. Sobre la obra de Justino, leemos:

Si bien la mayoría de sus obras se han perdido, los ejemplares existentes testimonian el desarrollo de la praxis y doctrina cristianas durante el siglo II. Su Apología, dirigida a los césares, y su Diálogo con el rabino Trifón, discuten la legalidad y racionalidad del cristianismo, así como la interpretación del Antiguo Testamento, la naturaleza de Dios, a la luz de la fe y de la filosofía, el sacrificio de animales como ofrenda a Dios y otros temas importantísimos por definir.

Haciendo una ponderación, puede reconocerse en Justino, el filósofo, una genuina y sincera búsqueda de la verdad, aparte de la audacia para dirigirse personalmente al Emperador, con una apertura increíblemente valiente para confrontar a sus detractores y contrincantes. Se lee: «con un tono de escritura vigoroso y atractivo, aunque ciertamenbte improvisado, presenta al final, el testimonio de su martirio, convirtiéndose, de esa manera, en el más importante apologeta cristiano del siglo II».


Sobre su muerte, se conserva una narración, basada en las actas del juicio, que describe el interrogatorio realizado por parte del prefecto Quinto Junio Rústico y la negativa que Justino y los otros cristianos prisioneros sostienen, pues se oponen a los sacrificios en honor de los dioses paganos. Ante la amenaza de la pena capital, Justino, antes de ser conducido a la decapitación, le expresa al prefecto, con la convicción más férrea posible, lo siguiente:
Nuestro más ardiente deseo es sufrir por amor de nuestro Señor Jesucristo, para salvarnos, pues este sufrimiento se nos convertirá en motivo de salvación y confianza, ante el tremendo y universal tribunal de nuestro Señor y Salvador.

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[ 1 + 2 ] Imagen editada por Vinicio Barrientos Carles :: https://es.wikipedia.org/wiki/Justino_M%C3%A1rtir + https://defensaadventista.org/declaracion-de-justino-martir-acerca-de-la-observancia-del-domingo-un-apendice-falsificado/ + https://bibliotecadopregador.com.br/justino-martir-convertido-do-paganismo/

[ 3 ] Imagen editada por Vinicio Barrientos Carles :: https://defensaadventista.org/declaracion-de-justino-martir-acerca-de-la-observancia-del-domingo-un-apendice-falsificado/ + https://es.wikipedia.org/wiki/Justino_M%C3%A1rtir

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