Si uno camina con calma por el exconvento de Santa Rosa y presta mucha atención, las paredes del actual Museo de Arte Popular de Puebla le contarán su historia.
Con más de tres siglos de existencia, el complejo ubicado al centro de México es una especie de palimpsesto. Desde 1698 fue una beatería y en 1745 se instauró como convento de monjas Dominicas. En septiembre pasado, su cocina celebró 96 años de haberse inaugurado como espacio museístico. Además, la construcción actual guarda el recuerdo de sus días en los que pasó de convento a cuartel militar, hospital para hombres con afecciones mentales y finalmente una vecindad, con todo y tendederos de ropa en sus patios, hasta mediados del siglo XX.
“La gente llega directo a la cocina y muchos no se enteran de más sobre el convento”, asegura Jesús Vázquez, historiador de Santa Rosa y entusiasta de la arquitectura de uno de los 11 monasterios que se construyeron en Puebla tras la conquista española en 1521. “No saben que hay un piso superior o algo más de su historia. Tienen pensado destinar unos 15 minutos al museo, pero cuando conocen más, se les olvida el tiempo”, agrega.
La colección de arte que actualmente exhibe el museo incluye artesanías mexicanas como árboles de la vida, ofrendas indígenas y vestimenta tradicional de distintos pueblos originarios del país. Sin embargo, la joya de la corona es el espacio que atestiguó las dotes culinarias de las monjas.
La cocina se ubica en la planta baja. Años después del cierre de los conventos – consecuencia de la promulgación de las leyes que separaron a la Iglesia del Estado en México mediados del siglo XIX – esta se inauguró como Museo de la Cerámica en 1926.
Con sus tres bóvedas, grandes ventanales y una alacena del tamaño de una habitación, la cocina es tan amplia como para albergar a una veintena de chefs trabajando en simultáneo. No obstante, el convento es engañoso: aquí no cocinaban más que dos o tres monjas a la vez. El diseño y las dimensiones del sitio se planearon estratégicamente para que hubiera espacio entre las religiosas y se abstuvieran de hablar.
“El espacio te obliga a cumplir el voto de humildad y reverencia”, explica Vázquez. “Sin que digas nada, la arquitectura está haciendo todo el trabajo”.
El historiador no miente. Las únicas ventanas que dan al exterior están prácticamente en el techo. No hay decoraciones que inviten a placeres de la vista. Algunos arcos de las puertas son bajos, para inclinar la cabeza ante Dios al entrar, y la comida sólo se ingería en los refectorios, comedores amplios en los que no se admitía la conversación. “Entre menos mujeres en un edificio más grande, logras ser más estricta, más contemplativa”, refiere Vázquez.
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— Diario La Hora (@lahoragt) September 21, 2022
En Santa Rosa, incluso el silencio es intencional. Cuando uno está a las puertas del convento puede escuchar con claridad el sonido de los autos que circulan y los peatones que platican cerca. Sin embargo, una vez dentro del patio, el ruido se apaga. De acuerdo con el experto, esa sección del convento se diseñó para evitar que las monjas sufrieran distracciones. En la celda de la madre superiora, en cambio, la acústica cambia. Aunque ella no pudiera ver a sus protegidas, el convento le permitía escucharlas y cerciorarse de que todo estuviese bajo control.
Ese pacto sigiloso que Santa Rosa mantenía con la obediencia a la doctrina incidía en las religiosas en distintos momentos de su cotidianidad. Una serie de frescos sobre las paredes altas del locutorio -donde bajo circunstancias especiales se recibían visitas- muestran por ejemplo a una monja que se arranca el corazón para ofrecerlo a Cristo. Según Vázquez, aún se desconoce cuántas paredes más podrían tener estas pinturas, pues algunas se cubrieron y otras se derribaron para crear cuartos más amplios que las celdas de las religiosas cuando el convento se convirtió en vecindad. La búsqueda sigue.
Resulta paradójico que unas monjas célebres por sus recetas nunca hayan disfrutado sus creaciones. Dado que debían ayunar, para evitar toda tentación corporal, sólo probaban su comida desde el borde de la cuchara para asegurar su sazón y luego la enviaban a la mesa de alguien más. Uno de ellos fue el virrey Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, quien quedó tan complacido con el mole de Santa Rosa que mandó decorar la cocina que hoy tiene más de 18 mil mosaicos de una cerámica artesanal conocida como talavera.
Una olla y una pala de utilería se ubican al centro de la cocina para que los visitantes del museo se tomen fotos mientras simulan que preparan mole, una salsa densa hecha a base de una veintena de ingredientes, incluyendo chiles, chocolate, canela y ajonjolí, que suele acompañarse de arroz y alguna proteína. Los alrededores son tan bellos y ese platillo se ha vuelto tan emblemático de los momentos familiares de México que es difícil imaginar que surgió en silencio desde la inmensidad de un convento.