Personal médico retira el cadáver de una de las víctimas de un ataque en el que murieron siete personas durante un desfile del 4 de julio, Día de la Independencia, en Highland Park, un suburbió de Chicago que se supone es una de las comunidades más seguras de EEUU. Foto La Hora: Armando L. Sánchez/Chicago Tribune vía AP.

 

David Shapiro y su esposa llevaron a sus dos pequeños hijos al desfile del Día de la Independencia en su suburbio de Chicago y consiguieron un lugar frente a una bodega boutique. Ya había terminado el desfile para niños en Highland Park, que incluyó a unos 50 pequeños en bicicletas, scooters y triciclos. La Banda Klezmer de la Calle Maxwell tocaba encima de un remolque plano.

De repente se escuchó un ruido que preocupó a Shapiro. Pum, pum, pum, pum.
Y la gente de más adelante comenzó a correr en su dirección, diciendo a gritos que alguien tenía un arma. «Fue un caos», relató Shapiro. «La gente no sabía de dónde venían los tiros».

Para muchos, el ataque, en el que murieron al menos siete personas y más de 30 resultaron heridas, no hace sino confirmar la sensación de que no hay lugar seguro en Estados Unidos. Que cualquier sitio, cualquier evento, puede resultar peligroso, si no mortal, a pesar de que la mayor parte de la violencia asociada con las armas es un asunto personal.

Highland Park es una de las ciudades más seguras de Estados Unidos y los desfiles del 4 de julio son uno de los festejos más tradicionales del país.
Sini embargo, el temor a brotes de violencia es tal que mucha gente se pregunta si vale la pena asistir a grandes concentraciones o está siempre en guardia, mirando de reojo, incluso en las actividades más cotidianas, en la tienda de comestibles, la escuela o un cine.

La atmósfera durante el corto desfile era festiva, según Vivian Visconti, una joven de 19 años que ayudó a organizar el evento y dirigió el desfile para niños.
La gente sonreía y agitaba sus brazos.

«Fue divertido, aunque hacía calor», relató Visconti al recordar el paso por la Central Avenue, la calle comercial, llena de boutiques, cafés y restaurantes. A ambos lados de la calle, la gente se sentaba en mantas o sillas portátiles y tomaba refrescos.

A los chicos en bicicletas y triciclos les tomó no más de 20 minutos cubrir el recorrido, que terminó al pie de una loma, cerca de un parque, donde había una casa inflable para que jugasen los pequeños.

«Debemos ser uno de los pocos grupos que completaron el recorrido», dijo Visconti.
La joven subió la loma y regresó a la cima, donde terminó cerca de la familia Shapiro. Eran las 10.20 de la mañana cuando escuchó unos estruendos, según contó.
«Pensé que eran balas de fogueo, parte de los festejos», expresó. «Pero una amiga me miró y me dijo, ‘no, son tiros'».

 

Ella y su amiga salieron corriendo. Igual que la mayoría de los presentes, no vieron a la persona que disparaba, que había subido por una escalera de incendios hasta llegar al techo de unas tiendas. El hombre seguía disparando y hería o mataba a personas que caían al piso. Varias personas que sangraban eran arrastradas por familiares o amigos.

No muy lejos de Visconti, Yonatan Garfinkle, de 16 años, supo que tenía que salir de allí rápidamente. Vio que pasaba un Jeep del padre de un amigo y se montó como pudo. Ya había unas 15 personas en el vehículo.

El desfile comenzó en la St. John’s Avenue, cerca de un garaje y de la estación de trenes. Avanzaba un tramo corto hacia el norte y luego doblaba en la Central Avenue. Greg Gilberg, de 45 años, estaba en una carroza con su esposa, listos para tomar la curva, cuando vio que la gente salía corriendo. No alcanzó a escuchar bien los disparos, pero supo de inmediato que había que escapar. Se dirigieron al sitio donde habían dejado su bicicleta, se montaron en ella y se fueron. Gilberg pedaleó tan rápido como pudo.

Al pasar por la biblioteca de Highland Park, Gilberg dijo que vio decenas de personas que se refugiaban allí. Richard Isenberg y su esposa observaban el desfile en la Central Avenue. Se dieron cuenta de que alguien estaba disparando y que esa persona se encontraba cerca.

Salieron corriendo y llegaron a unos contendores de basura grandes. Vieron que un individuo dejaba a sus hijos en los contenedores. El hombre les preguntó a los Isenberg si podían vigilarlos mientras él iba a buscar otros familiares.

La pareja regresó a la Central Avenue el martes a buscar su auto, que había quedado allí.
La esposa, que no quiso dar su nombre, se tapó los oídos y cerró los ojos.
«Sigo escuchando los disparos», explicó. En medio de la confusión, el atacante, disfrazado de mujer, se mezcló entre la gente y por un rato evitó ser pillado.

Howard Diamond, de 45 años, asiste al desfile con su familia todos los años.
Estaba sentado con su esposa, su hijo de nueve años y otros familiares cuando escuchó los disparos a menos de dos cuadras. Alguien dijo que eran fuegos artificiales. Pero él se dio cuenta enseguida de que eran disparos y que había que irse. «¡Vámonos! ¡Vámonos!», gritó.

Volvió al sitio el martes y vio un auto de juguete azul abandonado. Dijo que era de su sobrino. Esperaba recuperar su teléfono celular, pero le dijeron que no podía hacerlo por ahora porque el sector estaba acordonado. Era la escena de un crimen.

 

Los Shapiro no sabían qué rumbo tomar al escapar. Decidieron dirigirse hacia su casa, que no quedaba lejos. Shapiro, de 47 años, tomó a su hija del brazo y salieron corriendo. Dejaron el cochecito de la niña y las sillas que habían llevado. Por la noche, el hijo de cuatro años de la pareja se despertó gritando, contó Shapiro al regresar el martes el sitio del desfile a buscar las cosas que habían dejado.

«Es demasiado pequeño como para comprender lo que pasó. Pero sabe que fue algo malo», dijo Shapiro. «Y eso es terrible».

Burnett informó desde Chicago. Martha Irvine colaboró en este despacho.

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