El mundo contuvo la respiración hace 30 años, cuando militares golpistas derrocaron a Mijaíl Gorbachov y llenaron Moscú de tanques.
Pero en lugar de acabar con las reformas liberales de Gorbachov y volver a la Guerra Fría, el golpe de agosto de 1991 se desvaneció luego de tres días y precipitó el derrumbe de la Unión Soviética pocos meses después, algo que los golpistas dijeron habían tratado de evitar.
Al alzamiento comenzó cuando varios colaboradores de Gorbachov llegaron a su residencia en el Mar Negro el 18 de agosto para pedirle que impusiese un estado de emergencia. Querían evitar que firmase dos días después un tratado entre las repúblicas soviéticas que Gorbachov consideraba una forma de preservar una Unión Soviética que se desmoronaba lentamente.
Gorbachov se negó a decretar el estado de emergencia y los golpistas le cortaron las comunicaciones y lo dejaron aislado en su residencia de verano.
Al día siguiente, el 19 de agosto de 1991, los soviéticos se despertaron con una transmisión del “Lago de los Cisnes” desde el Teatro Bolshoi seguida de un breve comunicado transmitido por la televisión en el que se informaba a la ciudadanía que Gorbachov no estaba en condiciones de seguir gobernando por razones de salud. El comunicado dijo que se había decretado un estado de emergencia para impedir que el país cayese en “el caos y la anarquía”.
Al mismo tiempo, cientos de tanques y otros vehículos blindados se desplegaron por las calles de Moscú en una demostración de fuerza.
Miles de personas opuestas al golpe se concentraron frente al edificio de la Federación Rusa, una de las 15 repúblicas soviéticas, gobernada por Boris Yeltsin, quien gozaba de enorme popularidad como líder de las fuerzas prodemocrática. Los golpistas no supieron bien qué hacer.
Vladimir Kryuchkov, jefe de la KGB y el principal instigador del golpe, dispuso que el comando Alpha de ese servicio de inteligencia rodease la residencia de Yeltsin cerca de Moscú, pero no ordenó su detención, lo que permitió a Yeltsin dirigirse a la casa de gobierno.
“Decidimos tratar de llegar allí a pesar de los riesgos”, expresó uno de los principales colaboradores de Yeltsin, Gennady Burbulis.
Algunos soldados que rodeaban la casa de gobierno se unieron a los manifestantes. A su llegada, Yeltsin se subió a un tanque que bloqueaba el ingreso al edificio e hizo un apasionado llamado a resistir el golpe.
En una entrevista con la Associated Press, Burbulis dijo que trató de convencer a Yeltsin de que no se subiese al tanque por el peligro que ello conllevaba, pero que Yeltsin no le hizo caso.
“Estaba decidido a defender lo que consideraba un derecho”, dijo Burbulis.
A las pocas horas, se hizo evidente que el golpe estaba diluyéndose.
Los instigadores del golpe se presentaron a una conferencia de prensa sudorosos y sin saber bien qué decir. A algunos les temblaban las manos mientras trataban de responder a las preguntas de los periodistas.
Esa noche la televisión estatal mostró a los golpistas llenos de dudas y a un Yeltsin desafiante subido a un tanque. El contraste no pudo ser más grande.
“(Los golpistas) No tuvieron la voluntad política ni la firmeza como para asumir la responsabilidad del país”, opina Viktor Alksnis, parlamentario que apoyó el estado de emergencia,
Al día siguiente, unas 200.000 personas acudieron a la sede del gobierno ruso para resistir el golpe, levantaron barricadas, recorrieron las calles e ignoraron un toque de queda dispuesto por los golpistas.
“Había mucho entusiasmo y determinación, además de una fuerte fe en la victoria”, dijo Burbulis.
Otro aliado de Yeltsin, Andrei Dunayev, dispuso el traslado de unos 1.000 cadetes de la policía a Moscú para proteger la casa de gobierno. Afirmó que eso disuadió a los golpistas de hacer uso de la fuerza.
“Decidieron que no habría grandes derramamientos de sangre”, manifestó.
En medio de tanta tensión, hubo un choque entre soldados y manifestantes en un túnel a menos de un kilómetro (media milla) de la sede del gobierno ruso en el que murieron tres manifestantes y hubo varios heridos. Los manifestantes, temerosos de una caravana de vehículos blindados que iba a tomar por asalto la sede del gobierno ruso, bloquearon la calle con autobuses.
En una conversación con la AP desde la capital ucraniana, Kiev, Gennady Veretilny dijo que resultó herido al tratar de salvar a Dmitry Komar, un manifestante que falleció al quedar atrapado en una tanqueta.
“Esos vehículos se llevaban por delante los autobuses, tratando de pasar”, relató Veretilny. Agregó que vio a un hombre que colgaba de la escotilla de una de las tanquetas. “Traté de liberarlo, pero sonó un disparo y sentí un fuerte dolor”.
Horas después del enfrentamiento, el ministro de defensa soviético Dmitry Yazov ordenó el repliegue de las unidades desplegadas en Moscú. Ese mismo 21 de agosto, algunos jefes golpistas fueron a la residencia de Gorbachov en el Mar Báltico y trataron de negociar con él, pero Gorbachov se negó a recibirlos.
Los golpistas fueron detenidos y Gorbachov regresó a Moscú el 22 de agosto. Descubrió que el que mandaba ahora era Yeltsin.
“Estuvo preso tres días en manos de los golpistas. Y cuando regresó a Moscú, era un rehén de Yelstin. Le debía su liberación”, comentó Andrei Grachov, quien fue portavoz de Gorbachov en 1991. “Yeltsin pasó a ser el actor político número uno”.
Menos de cuatro meses después del fallido golpe, Yeltsin y los líderes de otras repúblicas soviéticas disolvieron la Unión Soviética y Gorbachov renunció el 25 de diciembre de 1991. Los golpistas fueron enjuiciados y amnistiados en 1994.
Grachov cree que Gorbachov subestimó el peligro que representaban algunos aliados de línea dura.
“Los consideraba demasiado mediocres, incapaces de organizar nada serio o que lo pudiese comprometer”, manifestó.
Gorbachov, hoy de 90 años, ha hablado con mucha amargura del golpe, describiéndolo como el tiro de gracia de la Unión Soviética.
“Esos tres días preso fueron la prueba más dura que tuve en mi vida”, escribió en su biografía.
En un comunicado distribuido el miércoles, Gorbachov dijo que los golpistas “son unos de los principales responsables de la disolución” de la Unión Soviética.
Burbulis, por su parte, lamentó que el país no haya podido dejar atrás su pasado autoritario.
El actual presidente Vladimir Putin describió el derrumbe de la Unión Soviética como “la catástrofe política más grande del siglo XX” y sus detractores lo acusan de haber eliminado muchas de las libertades conquistadas en la era postsoviética durante sus dos décadas en el poder.
“Treinta años después, seguimos anclados en esta mentalidad postimperialista”, expresó Burbulis. “El poder es lo que más vale para algunos, junto con las restricciones a la libertad y los controles de la sociedad civil, por no mencionar las restricciones directas a las libertades electorales”.