Por Angélica Quiñónez
CasiLiteral
Se trata de una melodía bastante sencilla: menos de diez notas y un par de acordes. La escribió algún egresado de Julliard: treintañero, soltero, blanco, con un nombre como Skylar. Aspiraba a convertirse en un famoso productor de jazz responsable de nuevas y exhilarantes presentaciones en Carnegie Hall, pero se dedica ahora a algo más realista, más lucrativo. Se sienta en la oficina de su apartamento en Manhattan, enciende su computadora de última generación y abre un programa de composición musical. Introduce una combinación de teclas que mágicamente llena el pentagrama en la pantalla con corcheas. El programa reproduce la melodía en el piano predeterminado, pero Skylar quiere un sonido más fresco. Abre una carpeta de opciones con los más de setecientos sonidos diferentes que permite su programa de membresía deluxe: flautas amaderadas, tambores metálicos, clavicordios, colombinas… Skylar elige un sonido agudo, perfecto para el rango sonoro que especifica el brief de su cliente, una empresa misteriosa en el campo de las telecomunicaciones. Mientras adjunta el archivo a un correo electrónico, él piensa en las extensas negociaciones, los eternos contratos de exclusividad y derechos de autor. Sonríe porque pronto recibirá un depósito monetario por ese proyecto. En ningún momento sospecha que esta melodía devendrá en una revolución cultural.
Al principio pensé que era una broma de características cómicas comparables a las de los memes de celular que envían las tías: un poco de Photoshop y una dosis de inglés pobremente redactado. Cuando vi las firmas, los sellos y el membrete de oficio confirmé, con un arranque de reflujo y vergüenza, que la campaña de la iMarimba era real. La sal en la llaga fue ver el sitio web dedicado completamente a este esfuerzo y bautizado con aquella monstruosa excusa de sustantivo que me rehúso a volver a escribir.
Observo nuevamente el video promocional. Vuelvo a preguntarme si esta no es una parodia, porque respeto a algunos de sus protagonistas y no quiero pensar que este país ha perdido todas las esperanzas, que nuestra élite artística se ha integrado como coro a la sátira de este gobierno.
Afortunadamente, muchas críticas se han manifestado en contra de esta campaña por su apelación al patetismo, implorando la atención de un alto ejecutivo en Nueva York seguramente más preocupado por los cuadros de ganancias o por el contenido de gluten en su cubilete de quinoa. Un funcionario que encabeza las carteras más importantes de la música, el teatro, la literatura, el cine y todas las representaciones creativas de un país, suplica la representatividad diplomática en un menú del sistema operativo de un dispositivo móvil. Al carajo la usabilidad, el mercadeo, la conectividad y el diseño inteligente. Estas son cuestiones de macroeconomía y tecnología, cuestiones de los letrados e ingenieros.
Con el derecho autoproclamado a exigir de gratis el reconocimiento intercultural, este funcionario demanda una ayudita que se traduzca en boletos aéreos, mercado de artesanías y reservaciones de hotel. El mundo, asegura, descubrirá en ese pequeño menú de ringtone el destino de un país de encanto y eterna primavera, donde no existen extorsionistas, ni corruptos, ni niños desnutridos, ni barrios destruidos, ni medicamentos vencidos, ni escuelas sin libros. Después de todo, quién no desea que su ringtone manifieste su amplio acervo cultural, su ensoñación con ese país de niñas indígenas sonrientes jugando en la plaza, descalzas y hambrientas, listas para una foto ganadora de National Geographic.
El chiste se escribe solo. El oficio del maldito lugar llamado Guatemala se traspapela en un buzón corporativo con otras propuestas de aplicaciones para porno, amenazas terroristas, currículums subcalificados y cualquier cantidad novenas y rezos para Steve Jobs.
Skylar, por su parte, decide tomar un refrigerio. Toma su bicicleta y se dirige a la bistro más glamurosa de la cuadra. Ordena un croissant y una taza de espresso. Le gusta el café más caro: amargo, orgánico, importado, cosechado en las colinas de un lugar llamado Huehuetenango, donde Miguel corta su vigésima libra de granos rojos en el día y sueña con unos Q200 extra para comprarse el frijolito que sí tiene cámara y ringtones polifónicos.