Foto La Hora: Envato - Por bialasiewicz

Creo que indagar tiempo y espacio en los viejos puede hacerse por varios caminos. Exploraré uno de ellos para comprender los acontecimientos mentales y emocionales que conmueven en nuestra época a nosotros los viejos. Eso obliga a entender un poco nuestras circunstancias, dentro de la cual el tiempo nos afecta y acompaña.

Para empezar, en el joven y adulto, la noción y vivencia de Tiempo es muy diferente a la del viejo y completamente simple: el presente le acapara el 90% de su vida y sus haceres. En el viejo ese acaparar y su proporción tiene que ver con el pasado y lo que se le incrementa con gran incertidumbre es el futuro, aunque su espacio se le acorte. El presente, el viejo lo ocupa sobretodo, para vivir el pasado, jugar con él, recrearlo. Para mantenerlo actual en su mente y corazón. Si no me lo cree, entre a un chat de viejos y se topará que están llenos de temores e incertidumbres sobre el presente -aunque de ello hablen poco- y dentro de ello lo más importante se torna, el tema de las enfermedades, inseguridades de todo tipo, que no es más que temor al estar en presencia de un futuro que se le acorta.

Podríamos decir que normal en el viejo es neutralizar la incomodidad de ver desaparecer futuro, llenando su presente en magnitud e intensidad, con recuerdos del pasado y revolviéndolos con el presente; podríamos decir volviéndolos un presente dentro de sus vivencias actuales. Con esa dinámica, acorta el tiempo para indagar sobre sí mismo, la muerte o sobre nuevas visiones del por qué vivir. Se acorta el presente, este pasa muy rápido. Si al caso algunos, que suelen ser los muchos, se abrazan a una rutina de siempre, la que formó de adulto y de esa manera, trata de neutralizar el efecto de sentir cada vez más próximo e ineludible un final, que no se vuelve en su conciencia ni en su pensamiento un dato a resolver. Hablo de una mayoría de ancianos no de casos particulares.

Al final de siete décadas –unos un poco antes, otros después– uno se pregunta si tiene sentido darle un sentido a su vida. Eso significa muchas veces, enfrentarse a uno mismo y un empezar.

Cabe entonces preguntarse ¿eso siempre ha sido así? Para empezar a responder esa pregunta, basta con trasladarse históricamente unos años a las generaciones de antes de nuestros abuelos –hablo de los de la tercera edad– para comprobar que, aquellos abuelos no veían el mundo, ni tampoco la ancianidad, bajo la misma luz que nosotros la vemos, ni usaban el tiempo de igual forma. Ni entendían el mundo como un gran almacén y bodega que hay que vaciar a base de intensidad de consumismo como ahora. Ellos tenían y le daban otro sentido a su relación con la naturaleza, sus semejantes, su trabajo, las cosas. Entonces percibían e interpretaban el sentido de la vida y la muerte diferente, aunque al igual que nosotros, tuvieran cuerpo y alma. Luego el sentido de la vida que mueve es cambiable.

Creo que los sanos en la vejez es ir dejando los reclamos del cuerpo e internarnos en ese mundo que dejamos vagar solitario y al azar por tantos años de adultos: me refiero al espíritu, alma, conciencia, llámelo como quiera. Esa nueva orientación de pensamiento para agitar nuestro interior, esa nueva orientación de vivir, dirigida a otra parte y aunque sea de mucho albur y desconocimiento, nos permite internarnos a tierras más seguras para darle sentido a la existencia de la vejez, que traer el pasado al presente o añorar más futuro. De nuevo curioseen en los chats de los viejos y verán que está lleno de añoranzas de cosas y referencias a imposibilidades físicas, corporales y sexuales. Nos encanta trasladarnos a vivir dentro del pasado hasta el hastío, al interior de lo que nuestro cuerpo y alma hacían, cada objeto, cada hecho de ese pasado, adquiere vida. Nos estacionamos y nuestro cerebro adquiere la particularidad de desplazarnos y transportarnos a cualquier punto de memoria olvidándose de activar otras zonas cognitivas. A partir de todo ello, bajo la acción no concertada pero sí convergente de compartir con otros ese pasado, va surgiendo en nuestras mentes, casi sin que nos demos cuenta de ello, una perspectiva completamente distinta de lo que es vivir y creamos vivencias que para el adulto y el joven son muchas veces demencias. Cosa curiosa, para el niño no tanto, pues ellos viven de otra manera también.

En primer lugar, nos damos cuenta que tiempos antiguos fueron mejores -pues llenaron y dinamizaron un vivir del que nos orgullecemos y queremos perpetuar- y muy interesante, aunque haya sido lleno de peligros, mal accionar y comportarse de nuestra parte en muchos pasajes, se disfruta de todos los momentos por igual y se le quita juicio moral. Pero eso nos hace ver a la vez que cada elemento de nuestro mundo actual (trátese de lo que sea que sucede alrededor nuestro) emerge necesariamente de un antecedente bien y mal manejado; y sin embargo vivimos ello sin resentimiento alguno. Es como ver ese pasado en el espacio junto al “ahora” y justificar ese pasado a la luz del ahora. De aquí que cada partícula de lo real que vivimos en nuestra vejez, en vez de formar aproximadamente un punto –como fue en nuestra vida anterior en su momento– estira poco a poco nuestro pensar del tiempo como una fibra ininterrumpida que se prolonga indefinidamente hacia atrás uniendo nuestros tiempos de ayer a un hoy. Pero, cosa cruel, contrario a lo que sucede en el adulto, no se prolonga hacia el porvenir.

En segundo lugar, nos vamos dado cuenta de que lo que somos ahora y ahorita se presenta con mayor intensidad. Tomamos conciencia de nosotros mismos como un todo de forma más intensa, cosa que no hacemos en la vida adulta y consideramos que nuestra vida ha sido una constante formación de  fibras o cadenas elementales de hacer, comportarnos, no siempre ni tanto homogéneos a lo largo de los años, cuyos eslabones fueron intercambiables pero que ahora ya no lo son en nuestro presente, ya que los diversos estados de infancia, adolescencia, madurez han cuajado finalmente en algo que puede o no gustarnos, pero del que tenemos conciencia de ser.

En tercer lugar, el presente lo percibimos como un final y eso es lo que nos atemoriza a la mayoría. Hemos ido comprendiendo poco a poco que, en el universo, dentro de la humanidad actual y futura, no somos más que un filamento elemental que aunque durante nuestra vida fue enteramente dependiente en su crecimiento y vivencia de las fibras vecinas y estas de mí, ahora quedo abandonado a un final para ese mundo que fue y es. Vamos siendo deshilachados poco a poco del haz humano que nos acogió. Es en ese momento terrible que nos percatamos y estamos solos, que debemos responder la gran pregunta de ¿para qué tanto esfuerzo en nuestra vida? La respuesta a esa pregunta, es una instantánea para explicarnos el porqué de nuestra existencia y lo trágico para muchos viejos, es que mueren cogidos por esa pregunta sin haberle dado respuesta o salir de ella. Esa pregunta, hace deambular nuestro pensar dentro de un sistema cruzado de líneas indefinidas, sin límites, tratando de unir los abismos del pasado a los del porvenir y eso se nos convierte en un tiempo interminable y sin solución de continuidad con nosotros. Es en esos momentos, en que el extraño puede observar en los ancianos divagar y jugar con especulaciones, imaginaciones, hipótesis, que lo dejan absorto y que la gente califica de “divagaciones de la mente senil” quedando por horas semejantes a niños cuyos ojos se abren sin que nadie entienda que ven; cuando en realidad ese viejo divagador está despertando a un Mundo donde el tiempo quien sabe que será y en dónde se moverá. Ese divagar del pensamiento senil, viene a imponer una estructura y un aspecto nuevos a la totalidad de nuestros conocimientos y de nuestras creencias e incluso pasiones sobre nosotros mismos y motivos de nuestras vivencias. Nacemos a un medio nuevo que pareciera ser de transición.

Pero entonces, sin duda, y en eso seamos claros –hablo de promedio de hombres y mujeres no de casos especiales– los viejos el mañana y el ayer lo reducimos para afianzarnos en un hoy y en ello –esto es algo que cuesta que el  viejo eliminemos– el Mundo, el Universo, lo concebimos especulando sobre bienes adquiridos y encerrándonos en amasar y vedándonos ese derecho de comprender y comprendernos y hacer paces con el mundo y con nosotros. Esa forma de comprender y usar el mundo, debería desaparece con la edad. Las dudas, los temores, la vivencia, deberíamos precipitarlas hacia otros fenómenos, más allá de hacer y desarrollarse como un siempre, que incluso a la mayoría de viejos ya no nos sirve.

Alfonso Mata
Médico y cirujano, con estudios de maestría en salud publica en Harvard University y de Nutrición y metabolismo en Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán” México. Docente en universidad: Mesoamericana, Rafael Landívar y profesor invitado en México y Costa Rica. Asesoría en Salud y Nutrición en: Guatemala, México, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Costa Rica. Investigador asociado en INCAP, Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubiran y CONRED. Autor de varios artículos y publicaciones relacionadas con el tema de salud y nutrición.
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