Carlos Figueroa

carlosfigueroaibarra@gmail.com

Doctor en Sociología. Investigador Nacional Nivel II del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México. Profesor Investigador de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Profesor Emérito de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales sede Guatemala. Doctor Honoris Causa por la Universidad de San Carlos. Autor de varios libros y artículos especializados en materia de sociología política, sociología de la violencia y procesos políticos latinoamericanos.

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Contrariamente a lo que decían las encuestas, Donald Trump se impuso de manera contundente ante Kamala Harris en estas elecciones de 2024. Desde días antes los medios noticiosos y las redes anunciaban un empate técnico entre los dos candidatos y preveían que cualquiera que fuese el ganador, el triunfo lo obtendría por un margen estrecho y si el perdedor era Trump se temía un conflicto poselectoral de carácter violento. 

No sucedió nada de esto. A diferencia de su triunfo en 2016, con los últimos datos disponibles puede decirse que Trump ganó de manera contundente el voto popular con 72,025 millones de votos contra los 67,220 que obtuvo Harris. Esta vez Trump no solamente obtuvo el triunfo en el voto electoral con 292 electores contra los 224 de Harris, sino triunfo en el referido voto popular con una diferencia aproximada de 4.8 millones de votos.

En esta ocasión el candidato republicano triunfó consolidando las preferencias que tiene entre los votantes masculinos, blancos, de clase trabajadora sino también logró aumentar sus votos entre los electores latinos y afrodescendientes. Trump triunfó en la inmensa mayoría de los estados de la Unión Americana y las excepciones fueron aquellas entidades que se encuentran en la costa oeste y una parte de la costa este. La mayoría de las mujeres, sectores educados no votaron por él. Kamala Harris pagó los costos de la complicidad de la administración Biden con el genocidio en Gaza con una parte de los votantes jóvenes y los de origen árabe.

El voto por Trump es un signo de los tiempos. Porque observamos en buena parte del mundo un ascenso de una nueva derecha, una derecha que se ha venido distinguiendo de la que surgió después del derrumbe soviético y el auge neoliberal. Esta nueva derecha, de carácter extremista y de rasgos neofascistas, ha ido surgiendo en los países centrales al amparo del repudio a la estampida migratoria provocada en el sur global  por la globalización neoliberal. Esa oleada migratoria que hace sentir amenazada a una buena parte de las poblaciones originales en Europa y a la población blanca angloprotestante de los propios Estados Unidos. El triunfo de Trump es atribuido por los votantes encuestados a la salida de las urnas, al temor que ocasiona la migración y a la irritación que ha ocasionado la inflación.

Así las cosas, Trump se ha vuelto a subir en la ola de indignación que ocasionan los estragos del neoliberalismo y su globalización. Millones de estadounidenses se sienten enojados ante la pérdida de su estabilidad laboral, el decrecimiento de sus salarios, la relocalización de miles de establecimientos comerciales e industriales que han abandonado el país, buscando otros lugares en la periferia, en donde el costo de la mano de obra barata se vuelve un atractivo.

En el contexto de la crisis neoliberal, más evidente desde la gran crisis de 2008, ha prendido fuertemente el discurso de Trump que ha hecho de la migración una otredad negativa similar a la que los fascistas de entreguerras construyeron con los judíos. Trump también ha hecho uso del anticomunismo y de un discurso racista, misógino y homofóbico que hace de la llamada ideología de género un blanco predilecto.

La crispación que ocurre en Europa y que ha hecho crecer a la derecha neofascista, es la misma que ha hecho de Trump un personaje increíblemente inmune todos los escándalos que le han rodeado: desde la evasión de impuestos, sustracción de documentos desclasificados, presiones desde la presidencia para manipular datos electorales en las elecciones que perdió en 2020, la tentativa de golpe de Estado con el asalto al Capitolio en enero de 2021 hasta los sobornos que dio a una actriz porno para silenciarla con respecto a los servicios sexuales que de ella recibió ya estando casado. 

Cualquier otro candidato con mucho menos que eso hubiera estado liquidado por siempre, como sucedió con Gary Hart en 1987 con el aspirante fallido a la nominación demócrata para las elecciones presidenciales de 1988. Unas fotografías que evidenciaban la relación extramarital de Hart hicieron que quien era uno de los favoritos para obtener la candidatura demócrata fuera destruido en siete días. La invulnerabilidad de Trump hacia los escándalos y hacia el hecho de que esté sometido a diversos procesos judiciales, es una muestra de que su candidatura es un signo de los tiempos. Figuras como él y movimientos como los que lo llevarán en enero de 2025 a ocupar por segunda vez la presidencia estadounidense existen en otras partes del mundo. La diferencia es que un personaje como él estará ocupando el mando de la nación más poderosa del mundo. Que además regresa radicalizado y sin la preocupación de buscar una reelección. 

Cabe esperar que no se cumplirán sus promesas de acabar las guerras en las que Estados Unidos se han involucrado, como es la de Ucrania. Continuará la complicidad con el genocida estado israelí y el enfrentamiento con Irán y Siria; retomará el conflicto con China que atizó con su mandato; hará más agresivo el intervencionismo contra Cuba, Nicaragua y Venezuela y contra los gobiernos progresistas en la región; buscará superar los cuatro millones de deportados que alcanzó Biden y serán más rudas las presiones a México con respecto a narcotráfico y migración; en Guatemala la ultraderecha delincuencial agrupada en el Pacto de Corruptos se sentirá fortalecida. Y en el interior de los Estados Unidos habrá consecuencias de su lógica neofascista de que enfrenta a un “enemigo interno”. Esto es lo que nos espera en los próximos cuatro años.

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