Las muchedumbres están dispuestas a perdonarle a Nietzsche casi todas sus “impertinencias” (como si él hubiera cometido en su vida algún pecado filisteo que exija absolución) pero lo que no le perdonan ¡y lo que les duele infinitamente en el rostro!, es la afirmación rotunda y contundente: ¡Dios ha muerto!
Esta frase provoca en algunos (cristianos, judíos o islámicos) verdaderas convulsiones de rabia, a tal punto que al escucharla o leerla sienten que el mundo se estremece, se sobrecoge y sacude –como movido por un siniestro terremoto- similar al que se dice que alteró y alarmó con ímpetu al planeta, en el momento en que Cristo exhaló la vida en el Gólgota.
Estar sin Dios produce en las masas (en el hombre masa de Ortega y Gasset) un sofocante terror. Se cimbra y decae. Su munícipe cerebro (pero sobre todo lo que esas masas llaman tradicionalmente “moral”) pierde sustento y entonces sienten que pueden cometer el más nefando crimen o el asesinato más singular y cruel. (Si Dios no vigila, persigue y castiga, no hay cultura).
Lo gris no puede estar sin el guardián, sin la amenaza del capataz, sin el dictador de serena y eterna sonrisa, pero con órdenes implacables (el poder y la sumisión de Foucault). De allí que abunden los tiranos en la Tierra: son los vicarios del Dios que castiga sin tregua y que lo representan cuando su figura abstracta –y de celestes realidades- se debilita. De allí que muchos ejecuten y castiguen y vayan a la guerra en nombre de Dios. La mayoría de tribunales del mundo así trabajan y sus aberradas Constituciones lo invocan de sacratísima entrada.
Dios ha servido al hombre para mantener al hombre lamiendo la bota y añorando el látigo aunque sus cantos nacionales afirmen que quieren y anhelan lo contrario. Habría que cambiar esa letra. El temor a Dios es el mejor medio para evitar que otros hagan lo que no queremos; y para que uno mismo se amenace (mar adentro) frente a las tentaciones de las que solo cada conciencia es su propio testigo, fiscal y defensor. A menos que todavía tenga confesor, hecho que ocurre con algunas damas muy religiosas.
Mientras somos chichos, la severa figura del padre basta (si aún se vive bajo el régimen de Edipo). Él es el esbirro social y familiar que pone orden en todo. Y por eso lo amamos y lo odiamos igualmente. Cuando dejamos de ser niños, la figura paterna pierde potencia y es depositada (con todo el pavor que suscitaba) en Dios, las leyes y la autoridad.
El ángel de la guarda (en algunos casos pintorescos) es la sombra de Dios a nuestras espaldas para que no nos hundamos en el “mal” (lo contrario es “El extranjero”) y para prevenirnos de las tentaciones del Padre Nuestro. Es también el verdugo que inexorablemente repite el castigo y la culpa en la conciencia, para que no olvidemos el “lodazal” en que acaso nos permitimos entrar y que Dios vedó exprofeso al hombre porque –como a los niños- hay que decirle y repetirle siempre qué puede hacer y qué no.
Por eso es que las munícipes masas no pueden vivir sin Dios y se intimidan y amedrentan si alguien dice que sí puede. Y acaso no pueden vivir sin Él porque no están dotados de suficiente fortaleza. Una fortaleza muy sui géneris. No tienen la Voluntad de Poder bien erguida y bien sembrada, para ser cuerdos sin la vigilante mirada de Dios, el Padre Eterno desde su iluminado triángulo.
Pero la ausencia de Dios no quiere decir libertinaje. Se puede vivir sin Él y mantenerse dentro de una nueva religión o de nuevas creencias que nos hacen crecer y fortificarnos. El templo de la Tierra es muy amplio para inventar nuevas éticas y nuevos Dioses. Dios puede ser la energía cósmica si es que necesitamos inventar algo “concreto”.