Fue el viaje más lejano de su pontificado y uno de los más largos que ha hecho un papa en cuanto a días de trayecto y distancia recorrida. Pero el papa Francisco, de 87 años, aquejado por problemas en las rodillas y encorvado por la ciática, pareció pasarlo como nunca.
Con la mitad de la población de Timor Oriental reunida en un parque costero, Francisco no pudo evitar ofrecerles una despedida final y dar lentas vueltas en su papamóvil, mucho después de que el sol se hubiera puesto y con el parque iluminado por las pantallas de los celulares.
Era tarde, el calor y la humedad habían convertido el parque Tasitolu en algo parecido a una sauna y la mayoría de los periodistas ya habían regresado a su hotel con aire acondicionado para ver la misa por televisión. Pero allí estaba Francisco, desafiando a los escépticos que habían cuestionado que pudiera, fuera o debiera emprender un viaje tan duro por Asia dadas todas las cosas que podrían salir mal.
“¡Cuántos niños tienen!”, se maravilló Francisco ante los 600.000 asistentes, la mayor afluencia a un evento papal en proporción a la población del país. “Un pueblo que enseña a sus hijos a sonreír y a amar es un pueblo que mira al futuro”.
El momento sirvió para demostrar que, pese a su edad, los achaques y una diferencia horaria de siete horas, el papa Francisco aún podía hacer de papa, aún lo disfruta y aún quiere hacerlo como al inicio de su mandato.
Eso es especialmente cierto cuando está en su elemento: en la periferia del mundo, entre personas olvidadas por los grandes poderes, donde puede salirse del guion para responder al ambiente del momento.
Así fue durante su viaje de 11 días por Indonesia, Papúa Nueva Guinea, Timor Oriental y Singapur, en el que recorrió casi 33.000 kilómetros (20.505 millas) solo en avión. Era un viaje que había planeado en principio para 2020, pero el COVID-19 lo impidió.
Cuatro años y un puñado de ingresos hospitalarios más tarde, por problemas intestinales y pulmonares, Francisco lo consiguió por fin. Parecía encantado de salir del Vaticano y alejarse de la rutina de la Santa Sada tras pasar a resguardo el resto del año, en parte luchando contra una persistente bronquitis.
Francisco tiende a improvisar sus intervenciones en viajes al extranjero, aunque suele atenerse al guion en reuniones protocolarias con jefes de Estado, y transmite obedientemente discursos escritos por adelantado por diplomáticos del Vaticano.
Pero cuando se reúne con jóvenes o sacerdotes y monjas locales, tiende a ser más franco. Abandona sus discursos preparados y habla de modo informal, a menudo entablando diálogos con los fieles para asegurarse de que el mensaje ha calado.
Eso entusiasma a la multitud, aterra a sus traductores y complica la labor de los periodistas, pero se ve que Francisco disfruta y se siente recargado cuando va por libre. Y fue por libre en muchas ocasiones en su gira, y en la conferencia de prensa durante el vuelo de regreso a Roma, en la que instó a los católicos estadounidenses a votar por lo que consideren el “mal menor” en las elecciones presidenciales.
Francisco comenzó el viaje en Indonesia, quizá el destino más delicado de su ruta dado que el país tiene la población musulmana más grande del mundo. El Vaticano aborrecería decir o hacer cualquier cosa que pudiera resultar ofensiva.
Y sin embargo, desde su primer encuentro con el presidente, Joko Widodo, Francisco se mostró combativo y elogió la alta tasa de natalidad de Indonesia mientras lamentaba que en Occidente «algunos prefieren un gato o un perrito».
Francisco ha hecho comentarios frecuentes sobre el tema en Italia, que tiene una de las tasas de natalidad más bajas del mundo. Pero el publicitado viaje amplificó su sarcasmo habitual. Comentaristas estadounidenses asumieron de inmediato que Francisco había entrado en el debate sobre las “señoras sin hijos con gatos” de la política estadounidense, aunque no había indicios de que tuviera en mente los comentarios de JD Vance.
Incluso en el momento más delicado en Yakarta, en la mezquita más grande del sureste asiático, Francisco dejó de lado el protocolo y besó la mano del gran imán, que se llevó a la mejilla en gesto de gratitud.
En Papúa Nueva Guinea, Francisco se mostró igualmente entusiasmado tras lograr una visita a una remota población selvática a la que parecía imposible que llegara: el aeropuerto en Vanimo, de 11.000 habitantes, no tiene un elevador para sillas de ruedas que ahora necesita Francisco para embarcar y desembarcar de los aviones, y llevar uno sólo para él estaba descartado.
El testarudo pontífice, que tenía muchas ganas de ir a Vanimo, terminó saliendo y entrando por la rampa trasera de un avión de mercancías C-130 ofrecido por Australia para llevarles a él y a la tonelada de medicamentos y otros suministros que llevó a la localidad.
Pese a las considerables preocupaciones de seguridad asociadas a una región dividida por diferencias tribales, Francisco pareció disfrutar de la visita a la selva, quizá porque se sentía muy en casa. Una docena de misioneros y monjas argentinos vive en Vanimo desde hace años con la población local y le había invitado a visitarles. Decoraron el sencillo escenario ante la iglesia con una estatua de la venerada virgen argentina de Lujan, a la que Francisco es especialmente devoto, y le tenían preparado mate, una bebida emblemática en Argentina.
En Timor Oriental, Francisco tuvo que manejar quizá el asunto más sensible que empañaba la visita: el caso del obispo Carlos Ximenes Belo, el venerado héroe nacional que ganó el Nobel de la Paz por su campaña no violenta en favor de la independencia. El Vaticano reveló en 2022 que había sancionado a Belo, que ahora vive en Portugal, por abusar sexualmente de niños pequeños y le había ordenado no tener contacto con Timor Oriental.
Francisco no mencionó a Belo por su nombre y no se reunió con sus víctimas, aunque sí reafirmó la necesidad de proteger a los niños del “abuso”. No hubo ninguna mención al nombre de Belo en ningún discurso oficial durante una visita en la que se evocaron con frecuencia la historia traumática de Timor Oriental y su lucha de independencia.
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En Singapur, su última parada, Francisco volvió a ignorar su texto preparado al llegar a su última cita, una reunión con jóvenes singapurenses el viernes por la mañana. Allí emprendió una espontánea conversación con los jóvenes sobre la necesidad de ser valientes y correr riesgos.
“¿Y qué es peor, cometer un error porque doy un paseo o no cometerlo porque me quedo encerrado en casa?”, les preguntó. Después ofreció una respuesta que podría explicar su propia decisión arriesgada de embarcarse en la gira asiática.
“Un joven que no corre riesgo, que tiene miedo de cometer un error, es una persona anciana”, dijo el papa de 87 años.
“Espero que todos ustedes avancen», dijo. “No retrocedan. No retrocedan. Corran riesgos”.