En la década de 1940, en Chiquimulilla no había médicos graduados o facultativos como se les conoce. Lidiábamos con las dolencias del sarampión, las gripes, la tos ferina, los parásitos, en fin, con los remedios de las abuelas a base de friegas, sinapismos de mostaza, confortes de huevos y otros medicamentos a base de plantas, “más mejores” que tantos medicamentos falsos que existen hoy y que les dicen productos “éticos”, más la propaganda engañosa que anuncia productos a mitad de precio. Se oía hablar del doctor Mejía, cuyos grandes conocimientos eran elogiados por el doctor César Hernández Santiago, gran internista fallecido en días pasados y que seguramente mamó muchas de las habilidades y destrezas del doctor Mejía, pariente cercano de doña María Mejía y de los Pineda Mejía. Pero él, que yo recuerde, nunca ejerció en el pueblo. El primero que yo oí y que vivió aquí, fue el doctor Francisco Macdonald, graduado en la UNAM y que fresquito se instaló y ejerció su profesión y después puso en práctica el parto sin dolor. Fue padrino de mi hermano Edwin y mío. Después llegó el doctor Francisco Figueroa, también graduado en la UNAM y tuvo su clínica por largos años en un apartamento de la casa de la farmacia González, hasta que decidió trasladarse a la capital. Después de estos buenos galenos, ya no hubo médico en el pueblo, hasta que llegó el doctor Serrano Muñoz, que incluso instaló un sanatorio privado en la casa, después fue de don Gustavo Escribá y que tenía dos arcos. Con el paso de los años llegaron el doctor Jorge Pérez Jacobo, hermano de don Güicho Pérez, el doctor Quique Godoy y por último el doctor José Buitrón, también graduado en México, de donde era originario. Ahora ejercen un montón de patojos del pueblo que se graduaron de médicos como el doctor Pimentel, el doctor Vásquez, el doctor Maco Fabián y otros que no sé sus nombres y que vinieron a ejercer en su tierra. Pero, nosotros, los de antes, solo éramos curados por dos recordados benefactores: don Adán Martínez, viejo empleado de la farmacia González, y don Rubén Bran, quien llegó como enfermero del IGSS y cuando se jubiló se dedicó a curar, los dos con mucha experiencia en el manejo clínico. Gracias a estos dos recordados vecinos con experiencias curativas y que nos aliviaban de las enfermedades de antes, logramos sobrevivir; eso sí, cuando las dolencias eran causadas por espíritus del inframundo o lo tenía curado o enfrascado, eso era de la competencia de los brujos de Guazacapán, como el famoso don Pedro, o el brujo de Chiquimulilla, el señor Yeyo Pitero, que tocaba chirimía en el atrio de la iglesia para los jueves de corpus o acompañando las procesiones de Semana Santa. Recuerdo que mi mamá, cuando teníamos catarro, nos mandaba con don Adán para que nos pusiera inyecciones de serafón, que lo único placentero era cuando el olor a serafón salía por la boca y por la respiración. Y gracias a estos diestros en el arte de curar es que muchos aún estamos contando el cuento.
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