René Arturo Villegas Lara

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Esa casa, un poco grande por cierto, tenía un corredor que se extendía por todo el fondo del terreno. La alquilaba  una familia que estaba formada por la mamá,  una señora de unos setenta años, y cuatro hijas, dos de ellas maestras de educación, la tercera  cultora de belleza  y la  menor , quizá de unos catorce años, estaba en una violenta pubertad que la hacía aparentar como que tenía  dieciocho por su cuerpo bastante desarrollado. Las tres mayores sostenían los gastos de la casa, mientras que la pequeña, que llamaban Nety, fue reacia a estudiar y más bien  se dedicaba a vagar por las calles de la ciudad.

Nety era de piel  morena clara y de cabello azabache que le llegaba hasta la cintura. Una vez, a Nety le aparecieron moretes en todas partes de su cuerpo, como si los capilares se le rompieran por debajo de la piel, sin que ella le pusiera atención para esconder las manchas que le daban un mal aspecto. A pesar de eso, Nety salía desde la mañana y no volvía sino hasta la hora de la oración. Las hermanas sospechaban que se dedicaba a vender amores en la calle; pero, nunca lograron saber la verdad. Una mañana de sus diarias vagancias por el Parque Centenario, conoció a Manuel, un estudiante del Instituto Rafael Aqueche, que andaba enrolado en asuntos de insurrectos. Manolo  se dio cuenta,  por lo que le contaba, que era una candidata a militar en un grupo de la guerrilla urbana. Un día del mes de noviembre, Nety ya no regresó al atardecer como era su costumbre. Entonces se inició el calvario de las hermanas, buscándola en hospitales, centros carcelarios de menores, en la Cruz Roja, en las estaciones de policía e incluso en prostíbulos en donde la clientela era de viejos mañosos en busca de placeres con patojas menores de edad. En sus tiempos libres,  las hermanas recorrían  avenidas, calles y callejones donde solían vagar muchas personas como almas perdidas; pero, nada dio resultado, terminando por convencerse de que a Nety se la había tragado la tierra y que  esta vez  no  la volverían a ver. Sólo entonces se atrevieron a contarle la tragedia a la mamá, que por instinto maternal ya sospechaba y sabía que su hija menor no  andaba por buenos caminos y que esta vez se había perdido para siempre.

Unos días antes de la Navidad, hubo un fuerte enfrentamiento armado por los callejones aledaños al templo de La Parroquia, en una casa donde se sospechaba que funcionaba un reducto guerrillero. El tiroteo fue de casi una hora, pues los insurgentes estaban bien armados con fusiles de alto calibre, con los que disparaban parapetados en la cornisa de la casa, con un amplio portón de madera que servía de entrada. La tarea de defender el portón  le fue confiado a Nety, pues era muy valiente y no tenía miedo que le dieran muerte los policías que no paraban de disparar desde las esquinas. Cuando un policía  logró lanzar una candela de dinamita al portón de madera,  éste se hizo un montón de astillas que se regaron por todas partes y unas cuantas  se   incrustaron en el cuerpo de Nety, que quedó tendida casi en la entrada, con heridas de balas y de las astillas que produjo la dinamita. Después, los policías entraron disparando para todos los rincones y en cuestión minutos, los cuerpos de los demás insurgentes quedaron regados por todo el largo del corredor. Uno de ellos logró escaparse por el techo de la casa y  se refugió en el campanario de la iglesia de la Parroquia. Allí estuvo dos días agazapado, hasta  que el sacristán lo sacó por la sacristía y se perdió en  el bullicio de una posada de los vecinos de la zona seis. Cuando les hicieron la autopsia a los fallecidos y los familiares que sospechaban que entre ellos estuvieran sus parientes, también las hermanas de Nety  acudieron al anfiteatro del Hospital General San Juan de Dios, para comprobar si su hermana menor estaba dentro de los  nueve  cadáveres  tendidos en las losas para los cadáveres. Así terminaron los seis meses de angustia que sufrió la familia desde  el día que Nety  no regresó. Encontrándola entre todos los cadáveres. Además, el informe del forense patólogo decía que la menor había muerto por la explosión de la dinamita y las astillas que le causaron hemorragia. Además, lograron leer en el informe  que lo que más había causado la pérdida de sangre era una  hemofilia hereditaria que padecía y que por eso los moretes que le aparecían en el cuerpo. Nety sospechaba de su dolencia  según se lo había dicho un curandero, de ahí su desapego por querer estar en esta vida, lo que nunca sospecharon su mamá y sus hermanas.

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