Juan José Narciso Chúa
La luna ese astro que refleja su luz a través del sol, es uno de los testigos principales del desenvolvimiento de nuestras vidas, pero además ha sido el cómplice silente de momentos inolvidables para cada uno. Vaya si no. Las noches de luna llena han sido uno de los fenómenos más apreciados del ser humano, por su luminosidad, por su encanto, por su inspiración.
Pero la luna en sí misma, como astro, ha sido, tal vez, el regalo más recurrente que todos los seres humanos hemos hecho a la pareja, creo yo, que todos la hemos obsequiado a cualquier ser amado, no importa quién lo propone, de inmediato es aceptado y claro es un presente imposible, pero el mismo guarda un significado enorme para aquellos que se enlazaron alguna vez por medio de la belleza insondable de la luna.
Una noche de luna llena es un ambiente propicio para extasiarse de su belleza, para llenarse las pupilas de luz, pero también para adentrarse en los sueños más profundos. La imaginación vuela en cada momento que la luna nos muestra ese resplandor radiante, del cual uno no quisiera separarse y permite el vuelo infinito del pensamiento junto con el movimiento del corazón hacia otros espacios, nos conduce a recuerdos, nos lleva a lugares, nos sitúa en otras épocas, nos lleva, sin duda, a otras personas que tal vez se han esfumado en el tiempo y la vida, pero que jamás salieron del corazón.
El conjunto de motivaciones propias de la luna, por ejemplo, me lleva a San Rafael, en aquellas noches de octubre, noviembre y diciembre, con poca contaminación lumínica y recostados en una pared de una casa de la manzana cinco, con Julio Sical, Romeo Carías, mi hermano Luis y yo, observando los astros, deleitándonos del manto negro de la noche salpicado por estrellas, astros y planetas que se conjugaban en un entorno infinito, pero deleitaban al verlos brillar, la verlos resplandecer, al verlos esconderse detrás de una nube. No cabe duda, extasiarse en esas noches bellas y luminosas son dichas pasajeras pero que se quedan encerradas en nuestros pensamientos.
Ahí veíamos a la luna, bella, orgullosa, que se lucía ante los ojos de unos jóvenes que empezaban a delinear sus vidas, mirábamos las constelaciones eternas, esas que no se mueven y que en el pensamiento infantil creíamos que en otros lugares se verían otras, pero a la luz de la experiencia pudimos ver lo inconmensurable del espacio. Una vez en Costa Rica, tal vez uno de mis primeros viajes, me encontré entre cierta frustración, pero también un dejo de comprensión, cuando pude observar que ahí estaban aquellas constelaciones de San Rafael.
La Osa Menor y la Osa Mayor resplandecían en ese momento tan cerca como en la colonia y ahí, tal vez tontamente, pude dimensionar que lo infinito, es eso, infinito, no se puede contar, no se puede limitar, no se puede medir. Pero lo poco que se podrá observar de estas constelaciones ahí se presentaban de nuevo, se lucían ante mis ojos, tal vez, esa noche en San José, ante pupilas con unos años de más.
En San Rafael contábamos las estrellas fugaces, veíamos cómo se derramaban sobre algún lugar lejano, sobre alguna galaxia imposible de localizar, también ahí veíamos que el tránsito entre la vida y la muerte resulta, también, fugaz, lógico, inexorable. Ahí estaba el zafiro –así le llamábamos-, era un astro o una estrella que mostraba destellos de color –eso apreciábamos-, de ahí el nombre de zafiro, lo buscábamos y, probablemente, creíamos que nos deparaba suerte, ventura, albricias de un futuro que hoy se ha llenado de años.
Otra vez, luego de una jornada de trabajo que terminó en una reunión social, estábamos al otro lado de la isla de Flores en Petén, en un restaurante de una pareja amables, cordiales y simpáticos, quienes nos brindaban deliciosos manjares, infaltables tragos y postres ricos, entre la alegría del momento, sabíamos que debíamos regresar con la Laguna de Flores de por medio, en el entorno de la noche y así lo hicimos.
Hoy la memoria ingrata no recuerda el nombre del dueño del lugar, pero en un momento del viaje en medio de la oscuridad que nos cubría de arriba abajo, generando, por supuesto, el temor propio del estar en medio del agua y el cielo, entre una penumbra que te envolvía y te retaba como si fuera a engullirte en sus sombras, detuvo la lancha y la apagó, el primer momento fue de miedo, pero cuando nos dijo “vean hacia el cielo,” el temor se convirtió en admiración fulgurante, cuando el tapiz del cielo, nos mostraba radiante, un espacio lleno de estrellas, astros, constelaciones, estrellas fugaces, zafiros y, otra vez, la belleza de la luna. Aquellos ojos ya eran maduros, los calendarios habían dejado sus marcas y el reloj no se había detenido, a veces el reloj iba más rápido que el calendario.
Pero ese momento, esa experiencia, se quedó para siempre en mi memoria, se instaló en mi imaginario para siempre, cuando ante tanta belleza, no pude más de sentirme una partícula minúscula en el tiempo y el espacio que esa noche me regalaba su esplendor, me imaginaba una escena de baile, una entonación sinfónica, una muestra de instrumentos que entre todos producían una melodía que discurría sobre lo efímero pero también sobre lo bello de la vida. Y de la existencia misma, la luna es un testigo indiscutible. Inolvidable.