Nota: para los que me han hecho comentarios al respecto (algunos hasta sarcásticos dando a entender que no sé de semántica española) quiero que quede muy claro que el término ladino tiene en España un significado y en Centroamérica otro y más específicamente, acaso, en Guatemala. La cuarta y quinta acepción de la entrada ladino del DLE o sea de la RAE (de la que soy miembro correspondiente) recoge como equivalente de mestizo (Am. Cen.) el término ladino que, en la Península, se refiere exclusivamente a alguien astuto, sagaz, taimado.
De los movimientos literarios que en Guatemala han frutecido quizá sea el modernismo el más enraizado, el que más escritores de primera calidad ha producido y el que convirtió a nuestra capital en centro de irradiación de su credo.
Como todos sabemos, el modernismo es el primer estilo literario que se produce en América, si hacemos –desde luego caso omiso- de los estilos precolombinos. Hasta 1880, en que él aparece (o 1888 con la impresión de “Azul”) lo que se hacía en nuestro continente –formal e ideológicamente hablando- era importado de Europa.
Nunca –en la historia de ninguna otra corriente- Guatemala tuvo la suerte de convertirse en una ciudad de la cual emergió parte de lo mejor de la producción literaria de un estilo. Durante el tiempo de mayor fulgor del modernismo (en unión de México, Buenos Aires, Montevideo y Bogotá) es Guatemala un lugar de encuentro de los máximos creadores de este movimiento: Rubén Darío y José Martí residen en nuestro país –en distintas épocas- y también lo hacen escritores menos importantes (que cultivaban también este estilo) como José Santos Chocano y Porfirio Barba-Jacob. Por último y para hacer más patente la entronización de este movimiento en nuestro medio –de manera brillante- Enrique Gómez Carrillo (príncipe de los prosistas-modernistas) nace en Guatemala. Y desde Europa la recuerda.
Paradójicamente, aunque el modernismo no busca retratar la tierra americana ni menos la guatemalteca, es este un movimiento literario que alrededor de 1970 aún no había fenecido completamente -en este país- porque se continuó cultivando.
En Guatemala pegó con tal fuerza este movimiento que aun cuando los escritores buscaron derroteros en estilos subsiguientes sólo lo lograban ideológicamente y no de manera formal. El ejemplo más claro ocurre con el aparecimiento de la novela criollista o de la tierra, en que se abandona la atmósfera y el panorama exótico del modernismo para buscar las descripciones del paisaje guatemalteco, de sus hombres de campo y de sus hechos épicos en la conquista de la tierra (civilización contra barbarie). Pero la forma continúa siendo en gran parte modernista –como en “El Tigre” y “La tempestad” de Flavio Herrera o “La Gringa” de Carlos Wyld Ospina-. Y todavía podría agregar –con audacia y osadía- que, como en el caso de Rafael Arévalo Martínez, el modernismo se funde con un nuevo estilo –con el que formalmente no disiente ni se polariza- sino que se sintetiza: el surrealismo.
Yendo aún más adentro en el análisis de los estilos no podríamos contentarnos con decir que el modernismo tuvo tanto éxito en Guatemala sólo por la residencia –eventual- en ella de Martí, Darío, Chocano o de Barba-Jacob. Ni tampoco solamente porque la generación guatemalteca que le tocó vivir intensamente este movimiento fuera sumamente brillante. Creo que en el fondo todavía hay más.
Para mí el modernismo es una variante del estilo barroco, como lo es el romanticismo, el gótico o el surrealismo. Guatemala posee la característica –antes y después de la Conquista- de ser un país de estética barroca, de pensamiento barroco y de voluntad de forma barroca. Ello lo evidencia la escultura de Quiriguá, las decoraciones de Tikal y el adorno y el atuendo ceremonial de reyes y sacerdotes mayas. Literariamente ciertos fragmentos del “Popol-Vuh” poseen claros rasgos de surrealismo concretados en los mitos y creencias que nos narra.
Continuará.