¡Ay, los jueces! “Dioses sois hijos del Altísimo”. (Sal. 82). Tan alto calificativo del salmista es por la delicada función que ejercen los jueces, una extensión del oficio divino, un colaborador de Dios en la tierra porque la justicia es una de las cualidades de la divinidad. “¿Hasta cuándo juzgarán inicuamente y tendrán miramientos con los malos? Denle el favor al débil y al huérfano, hagan justicia al que sufre y al pobre. Esta gente no sabe ni comprende, no dan más que vueltas en sus tinieblas, y las bases de la tierra se conmueven”.
En una sociedad pueden faltar leyes pero nunca pueden faltar jueces, alguien que resuelva las inevitables fricciones en el desarrollo de la vida en comunidad. Viene a la mente la imagen del rey Salomón, con vestiduras esplendorosas sentado en su trono y juzgando a cual de las madres le corresponde el infante. “Que corten en dos partes al niño y le den una parte a cada una”. ¡Ay no!, resuena en nuestros oídos el grito de una de ellas. Poco tardó la sabiduría del rey para determinar que tal mujer, la que exclamó el grito, era la madre. Recuerda también la gestión del joven profeta Daniel que, en defensa de la castidad de Susana, interroga por separado a los dos ancianos perversos ¿dónde fue que la viste con un hombre? Allá lejos, debajo de una encina. Acá cerca, debajo de una higuera. Testigos perversos.
La armonía y paz en una comunidad depende de buenos jueces. Aquellos que obligan a la autoridad a gobernar conforme las leyes, sin excesos, sin abusos, sin desvíos. Un ministerio público podrá pedir la guillotina o la lapidación para un encausado pero serán los jueces quienes determinen su procedencia o no. Dos ciudadanos podrán disputarse unos bienes, pero serán los jueces justos los que asignen los derechos a quienes corresponden. Unas estrofas medievales rezan así: “Jueces, juzgad sin amor ni desamor/recordad cada vez que vas a dictar/que arriba hay un juez /que a vos os debe juzgar”. Claro, a cada juez le llegará la hora de ser a su vez, juzgado para determinar que tan prudente uso hicieron del privilegio de juzgar. Una función que no todos quisieran en sus manos. Hasta el mismo Jesucristo no quiso ejercerlo en un momento dado: “Hombre, quien me ha puesto a mi como juez o repartidor de herencias”. Lc. 12:13
En Guatemala los jueces son nombrados por la Corte Suprema de Justicia (se superó el intríngulis constitucional de nombramientos por el Consejo de la Carrera Judicial). Para ese efecto deben ser abogados. Hasta hace unos veinte anos había juzgados de paz a cargo de “jueces” que no se habían graduado de abogados. Con el título en la mano los interesados optan por continuar estudios en la Escuela de Estudios Judiciales (San Gaspar, zona 16). Se hacen esfuerzos para formar jueces integrales, conocedores, en primer lugar, del Derecho pero complementado con fuertes valores morales y éticos. Los primeros se aprenden en las aulas universitarias mas lo segundo solo “se mama”, se nutre en el hogar desde los primeros pasos del niño. La idea es tener jueces íntegros, que al llegar a su casa abracen a sus padres, a su esposa o esposo, a sus hijos, los miren a los ojos y digan: “hoy cumpli mi función de juez”.
En el fondo todos somos jueces. Criticamos. Censuramos. En tal función debemos recordar que con la misma vara que midamos seremos medidos. Mt. 7:3. Al final queda un consuelo: “la venganza es mía dice el Señor” (Dt. 32:35) y en Romanos 12:19 dejad a Dios la venganza.