Cuando yo era niño solía barranquear constantemente con algunos de mis amigos de entonces. Visitar un ojo de agua; ser correteado entre matorrales por algún perro cargado de adrenalina canina; o regresar a casa al filo de la hora de cenar tratando de que no se notaran las rodillas rotas del pantalón por caerte de la bicicleta, eran elementos propios de una suerte de ritual conocido y aceptado plenamente por todos. Tanto como el mismo hecho de sentarse a la mesa y compartir lo que había. Esas imágenes cotidianas de años atrás vinieron a mi mente mientras observaba, a la hora del almuerzo, sentado a la mesa de un multirestaurante en la segunda planta de uno de esos conocidos centros comerciales de moda que ahora parecieran existir casi a la vuelta de cualquier esquina, los rostros de comensales de diversas edades: jóvenes, adultos, hombres, mujeres; ingiriendo alimentos mientras deslizaban con afán las yemas de sus dedos por la lisa pantalla de algún teléfono celular; sin dirigirse la palabra entre sí aunque fueran familia; sin mirarse apenas; abriendo con los dientes y una mano el empaque de la salsa de tomate para no desatender con la otra al pequeño artilugio rectangular que les observaba desde la mesa ajena que alguien más limpiará cuando el hambre haya sido saciada casi por puro instinto.
Una ventana se ha abierto, una que transporta a un mundo digital en donde casi con certeza nada es como parece, aunque aparentemente esté en la palma de nuestra propia mano a la orden de un pequeño golpe de piel, para seguir nuestra orden con base en nuestra propia libertad… Los tiempos han cambiado, sin duda. Y el ser humano, haciendo gala de eso que llama “su particular libertad” navega por el mar de lo incierto, desdeñando el contacto humano y las charlas que hicieron crecer muchas de las dinámicas que han movido al mundo. “Las personas llegarán a amar su opresión, a adorar las tecnologías que deshacen su capacidad de pensar” dijo alguna vez Huxley. Y una visionaria frase (atribuida quizá erróneamente a Cervantes puesto que no existe certeza de que realmente sea suya), nos adelanta lo incierto de las cosas que probablemente estén por venir y que son reflejo de esa imagen que ahora es tan común como preocupante para muchos: “cosas veredes, amigo Sancho…”, reza la frase. Evidente, muchas veces compartimos el mismo tiempo y espacio, pero estamos a la vez en mundos totalmente distintos. Por ello, justamente, los niños merecen especial atención, más que tiempo extra frente a una pantalla.