“Conglomerado humano” y “organización” son dos términos que van aparejados. Donde de alguna forma, aún en los más primigenios núcleos sociales, se establecieron normas de comportamiento aplicables a todos sus integrantes. Conforme se fueron ampliando dichos grupos humanos, se iban definiendo y desarrollando los acuerdos de grupo. En la medida de su crecimiento cualitativo, cada clan o tribu ha ido estableciendo sus propias características en forma casi espontánea, como el idioma, la religión, aspectos culturales básicos, así como los requerimientos de la organización en su primer estadio concernientes a las relaciones de familia, los usos y costumbres, la protección, seguridad y al intercambio y como su consecuencia a la actividad productiva.
Una vez que el grupo humano estableció los aspectos básicos de una sociedad, se fueron tomando resoluciones más elaboradas, acaso por imposición del grupo dominante, por necesidad ante el aumento poblacional o como resultado de un consenso entre sus miembros. De esa manera, el conglomerado grupo debió adoptar una decisión trascendente sobre un punto particular que habría de incidir en la forma de desarrollar sus actividades en general: la regulación de la propiedad de los bienes. A lo largo de la historia se ha planteado el debate para determinar si el derecho a la propiedad privada es inherente al ser humano o si, por el contrario, es una especie de hábito adquirido, ya sea por el interés del más fuerte o por conveniencia del orden social (“para que se alcance el progreso individual y el desarrollo nacional en beneficio de todos los guatemaltecos”, conforme el artículo 39 de nuestra CPRG).
La escalinata de la jerarquía dentro de una comunidad se fue consolidando en interés del más fuerte. Esa fortaleza provenía de sus destrezas; aunque la fuerza física es importante a la larga, tienen más peso las cualidades de carácter y de la inteligencia. Fue así como surgió así un círculo vicioso: el poderoso tenía mayores posibilidades de adquirir más bienes y el que tenía más bienes era el más poderoso y, colateralmente, quien era más poderoso, imponía su control político para mantener ese orden y para que prevaleciera tal situación que le era totalmente favorable.
Y aunque los grupos se integraran por personas, miembros, todos iguales en principio, fueron las propias desigualdades de los individuos las que iban marcando las características internas de las sociedades. Las diferencias individuales fueron destacando y creando un escenario de disparidades dentro de una sociedad de iguales. Y fueron precisamente en los pliegues de esas diferencias en las que germinó el fenómeno del poder.
Conforme las desigualdades fueron creciendo, empezaron las fricciones entre individuos y núcleos urbanos dominantes. Por ello, en aras de la coexistencia en sociedad, fue preciso que se fijaran las normas básicas que regularan el comportamiento externo del individuo frente al grupo y el del grupo frente al individuo.
Aceptando como inevitable y conveniente el destino del hombre de vivir en comunidad, se imponía a las primeras agrupaciones la necesidad de marcar sus respectivos círculos: hasta dónde puede maniobrar el individuo dentro de la esfera del grupo y hasta dónde puede el grupo interferir dentro de la esfera interna del individuo. Estos fundamentos se establecieron inicialmente sin un orden específico y sin una intención teleológica, es decir, sin la vocación expresa de crear un estado; sino como algo espontáneo. La evolución de las sociedades fue evolucionando hasta adquirir los actuales formatos legales que mayoritariamente prevalecen en todos los países, así se fueron elaborando las primeras constituciones políticas.
Todas las experiencias que la historia de un pueblo fue registrando a lo largo de los siglos –la típica ecuación de prueba y error– le han servido de base para la elaboración de sus respectivas constituciones. En los últimos doscientos años las constituciones han tenido un florecimiento y han ido adaptando también una vocación similar y un diseño formal bastante parecido entre sí.