Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Hay quienes vociferan que eso de las ideologías es una visión caduca de la política, que ya no existe esa división. Este no es un cuento nuevo, se originó con el “fin de la historia” que proclamó el neoliberalismo. A partir de esa visión, lo que quedaba era simplemente administrar ese modelo y la política se restringiría a la escogencia de las variantes pertinentes para ello.

Pero el neoliberalismo no fue el “fin de la historia”. Ahora, habiendo transcurrido más de cuarenta años, su hegemonía está en un proceso relativamente rápido de desmoronamiento. Lentamente empieza a surgir de las cenizas la opción de revivir muchos de los contenidos del “estado de bienestar” socialdemócrata, ese que sin traicionar el modelo capitalista y la relevancia que tiene el mercado, lo pretendió, con importantes éxitos, “humanizar”, es decir poner al ser humano al centro y al Estado como un instrumento para impulsar tal proyecto político.

Obviamente, las derechas en el mundo fueron las portadoras del estandarte neoliberal. Las izquierdas fueron temporalmente derrotadas.

En Guatemala, el período de auge y reinado neoliberal coincidió con la firma de la paz y los acuerdos nacionales que pretendían enfrentar las causas estructurales que produjeron la guerra. Pero la realidad demostró que ellos eran inviables en ese contexto neoliberal. Paralelamente, la izquierda guatemalteca, expresada por las organizaciones firmantes de la paz, no pudieron leer la nueva situación mundial, tampoco fueron capaces de construir un instrumento político, es decir un partido, que tuviera la fuerza necesaria para que los acuerdos de paz se implementaran y, como colofón, se enfrentaron en encarnizadas luchas internas, disputándose el liderazgo perdedor en la democracia que se intentaba construir.

Las élites empresariales, miopes como permanentemente han sido en Guatemala, se decantaron por impulsar gobiernos a su disposición y políticos sin propuestas programáticas. Lo único que les interesó fue controlar el Estado para garantizar la profundización del modelo hegemónico y la reproducción ampliada de su capital en el corto plazo, sin una visión estratégica.

En este contexto, los políticos que surgieron fueron simples mercaderes de la política. Se convirtieron en actores económicos desde el ejercicio del poder político, siendo éste su fuente primaria, obviamente ilícita, de acumulación de capital, lo cual les permitió prescindir del capital tradicional que históricamente financiaba su participación electoral y les imponía su agenda.

Esas mafias político criminales, ya convertidas también en actores económicos, terminaron hablando, primero tú a tú, con la oligarquía guatemalteca y, paulatinamente, viéndolos desde arriba y tratándolos como subordinados.

Por su parte, los gringos aceptaron a regañadientes esta realidad mafiosa y vieron como sus aliados de siempre, la oligarquía chapina, se convertía en un aliado/rehén de las mafias político criminales. La acción meritoria de la CICIG en su última etapa de lucha contra la corrupción y la impunidad tuvo como un “efecto colateral” juntar a los “pecadores” y cohesionar esa “convergencia perversa”, que logró cooptar la institucionalidad estatal en su conjunto. Giammattei fue el articulador de esta pérfida alianza.

Pero justo cuando se ejecutaba ya el plan para la continuidad de lo anterior, Semilla dio la trascendental sorpresa que todos conocemos y dibujó un nuevo mapa político nacional. Bernardo Arévalo, social demócrata moderado, distante de la izquierda histórica, es el líder de esta nueva opción política. Se abre así un espacio que no existía, donde se podría construir una “convergencia virtuosa” que termine por desbaratar la cooptación estatal lograda por la “convergencia perversa”, ahora en proceso acelerado de debilitamiento. Abrir esa posibilidad supone, primero, que Arévalo sea Presidente y, luego, que se logre construir un gran acuerdo nacional no sólo para “desmafiar” el Estado, sino que también para afrontar, con decisión y gradualidad, las dramáticas condiciones estructurales aun prevalecientes en Guatemala (pobreza, desnutrición infantil, exclusión, desigualdad, etc.).

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