Por Désirée Cordón

Una circular venía engrapada a mi agenda de la Pascualina. Todas teníamos la misma agenda porque era el único elemento colorido que nos permitían tener sobre el escritorio. La agenda Pascualina venía desde Argentina hacia una oficina donde la mismísima directora nos vendía semejante pieza por un precio demasiado alto. Tenía emoción por escribir sobre ella con mis lapiceritos de colores, tenía armonía por voltear de página para que un personaje me diera otro consejo con un “Che, mina” que no entendía. Entre tanto color, la maestra decidió atentar contra mi pieza y apuñalarla con una nota de línea punteada para separar el manifiesto del codito firmado.

_Cul6_1BLa circular ordenaba “enviar a su hijo(a) vestido(a) de indito(a) y llevar productos que puedan vender porque se estará llevando a cabo un mercadito”.

Mi madre trabajaba en un bufete, tenía uñas rojas y largas, el pelo le olía a salón y a mucho que hacer. Los papeles en la mesa del comedor se multiplicaban y no había tiempo para analizar las implicaciones sociales que comunicaba el tumor que le había salido a mi Pascualina. Así que el fin de semana dimos vueltas para quedar bien con el colegio. Me emocionaba la idea de vender, a mis añitos ya me habían diagnosticado una timidez crónica. Vender era tener que hablar, vender era tener que interactuar y sumar. Vender ya comenzaba a sudarme las manos. Mi padre me compró 200 quetzales de dulces típicos. Coloridos como mi agenda.

Pasé la noche en vela pensando que el día siguiente tendría que domar mis nervios y dar bien los vueltos. Era lindo, era como estar enamorada. Mi mamá me trenzó en pelo y la blusa me picaba un poco, me quedaba grande, mi cuerpo no la reconocía. En mi mochila llevaba todos mis productos azucarados y los fui viendo a través del zipper durante todo el viaje en bus.

Recuerdo poner mis cajitas sobre la mesa, estaba parada sobre unas sandalias de plástico y detrás de mí había un quetzal de cartulina. Me sentía alta e importante, el negocio se me subía a la cabeza. La psicóloga se hubiera ido de espaldas con la performance que tuve. Vendí los 200 quetzales de dulces y mi compañera de al lado solo logró vender dos tostadas. Estaba orgullosa. Quería llegar a casa con billetes y demostrarles a mis papás que sí podía hablar con las personas.

Guardé mis cajitas con polvito de color mezclado y mi maestra me llamó al salón. Realmente nos llamó a todos, pero en mi cabeza solo estaba yo. Yo, la que vendí mucho. Nos felicitó, me felicitó. Nos pegó estrellitas en la frente, me pegó una estrella enorme en la frente y me quitó mis doscientos quetzales.

Al parecer la venta del mercadito sería para comprar un televisor y un lector de cd’s para preprimaria. Eso no estaba escrito en el codito. Llegué a mi casa llorando y mi mamá me consolaba mientras me quitaba los hules de las trenzas. Mi padre se molestó enormemente porque el colegio era suficientemente caro y escribió una nota en mi agenda de colores.

*Esta artículo fue publicado originalmente en la revista digital esquisses.net a quienes agradecemos el noble gesto de proporcionárnoslo para poder compartirlo con ustedes, nuestros amables lectores a quienes invitamos a dar una vuelta y visitar la revista esquisses.net

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