Juan Jacobo Muñoz Lemus

juanjacoboml@gmail.com

"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Tengo la impresión de que el mal que más nos aqueja a los humanos es el de ir enojados por la vida, sintiéndonos estafados y resintiendo la existencia. Y aunque entiendo bien que la rabia puede ser una emoción útil para dar la activación necesaria en defensa de algún ataque, quiero referirme a ella cuando es una respuesta indeseable.

Se reacciona con ira ante la frustración, esa dolorosa sensación de que las cosas no salieron como uno hubiera querido; lo que conlleva el riesgo implícito de tener un comportamiento reflejo, inconsciente, desproporcionado y hasta incongruente. Cabe la pregunta entonces de si al actuar enojada y fuera de control, una persona sufre de algún tipo de locura temporal.

Tratando de no verme muy exagerado con el tema, voy a acotar que la ira es tan importante que fue la única emoción que se logró colar entre los siete pecados capitales, y que coludida con la soberbia, puede darse maña para llenarse de argumentos de justificación inteligente en la mente de quien la vive.

La ira puede ser una respuesta en el comportamiento cuando es una reacción, y una conducta más elaborada si acaso media la conciencia.

Es capaz de lograr que se enferme el cuerpo o de provocar que se desencadene algún mal hábito. Además, como una gran simuladora, la ira puede tomar formas diversas de tristeza, martirio, indignación, acusación, culpa, indiferencia, ensimismamiento, rencor, odio, venganza, pasividad agresiva, actos impulsivos, destrucción propia o ajena y muchas más.

En la vida hay estímulos a versivos que provocan respuestas de miedo o malestar y que pueden venir de mucha presión estresante, agotamiento, relaciones difíciles con los demás y hasta consumo de sustancias. Y también es cierto que hay personalidades irritables, intolerantes e impulsivas que no necesitan mucho para exaltarse; pero no es lo único.

Es muy fácil que la ira esté llena de frustraciones por deseos incumplidos de un ego inflamado que cree que se lo merece todo y que solo busca sobrevivir porque vivir no sabe. Un ego que mal calibrado depende de cómo impacten los otros en su identidad. Si no es maduro se convierte en esa parte humana que necesita tener razón, sentir amor y recibir validación constante, por lo que cualquier contrariedad la vive con intolerancia y como una crítica a su malhadada existencia.

La única función del ego debería ser la de cuidarse y cuidar a lo que importa; pero es fácil que reaccione contra el exterior con ánimo atemorizado por percepciones ilusorias y por lo mismo engañosas. Así como le duele la frustración y resiente la crítica; le pesan la incertidumbre, lo diferente, las comparaciones, los cambios, las ambigüedades, la soledad, el abandono, el desamor; y lo carcome la ansiedad que le genera sentir que no tiene control de nada.

Está claro que las cosas nuevas nos ponen en situaciones de presión, miedo o ansiedad, y en riesgo de equivocarnos y fracasar; pero esas son las molestias del ser humano. Como adultos no podemos detener la inercia de la vida, siempre estamos entrando en algo nuevo y comenzando algo, porque hoy y siempre todo está cambiando.

Por si fuera poco, no hay duda de que toda niñez está cargada de acontecimientos que marcaron la identidad, y que evitan como fantasmas del pasado que los humanos nos conectemos con nuestro propio ser en el presente y nos sentimos fácilmente vacíos e incomprendidos. En un marco así, la ira es como una regresión a la infancia, y cualquier frustración puede sentirse como el abandono a un niño salvaje, capaz de hacer berrinches.

Creo y quiero pensar que todos sabemos o al menos intuimos, que muchas cosas del presente se originan en hechos del pasado, y que el cerebro queda activado y vigilante al extremo de que puede reaccionar estimulado por algo que revive el dolor de aquellas situaciones, que ni siquiera tienen que ser excesivamente graves; aunque es cierto que hay muchos que sí sufrieron traumas muy severos.

Digamos que el cerebro no olvida, o si nos gusta más, el inconsciente. La ira es casi una opinión dolorosa, y una respuesta del comportamiento ante la vida que siempre está cargada de mucha historia personal.

Así es como hay recuerdos guardados que hacen que, ante situaciones incluso intrascendentes, se reaccione con enojo por una vieja herida que se abre.

La ira es una emoción, en principio no es buena ni mala, pero es intensa, y como todas las emociones es torpe, se desboca y le hace falta la razón. Hay que atenderla, sobre todo si se vuelve cotidiana. Se puede hablar y resolver conflictos, pero no es tan sencillo porque siempre es difícil la comunicación sin tolerancia. El primer paso, reconocerla y nombrarla y si se puede, saber por qué se desencadena, para hacer una especie de armisticio con el tema profundo que como un monstruo dormido se despierta ante situaciones frustrantes, percibidas como injustas y que pueden provocar irritabilidad, enojo y hasta furia vengativa.

En el afán de estar sereno y en paz, me gusta pensar que a mi vida lo que le hace falta soy yo. En algo puede ayudarme diferenciar que parte de mí le corresponde al ego, y que parte le pertenece a la conciencia, el amor y la libertad.

Y sé también, que siempre estoy en algún punto entre el destino y el albedrío, como extremos que me sirven de referencia, y en los que sé que nunca voy a vivir.

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