Por Luis Alberto Padilla
La economía nacional está atrapada por los “gestores de poder” que tienen al Estado encadenado. El título revela con claridad lo que se propone Juan Alberto Fuentes Knight en un libro de reciente publicación: dar a conocer como los “tratos” (arreglos políticos) entre gobernantes y el poder económico han impedido el desarrollo económico y disminuido el crecimiento, razón por la cual sería indispensable la negociación de un “nuevo trato” con las élites empresariales para liberar la economía, promover un desarrollo económico socialmente equitativo y desencadenar al Estado. Es la única forma de sacar al país de la profunda crisis en que se encuentra, de modo que, a pesar de que una negociación de esa índole estaría cargada de dificultades, ya que la estructura del poder oligárquico no ha sufrido mayores transformaciones desde los tiempos de la colonia, ni con los gobiernos liberales posindependencia, ni con la restauración conservadora de Carrera, tampoco con la llamada “revolución liberal” de Barrios y es esa misma estructura la que se conserva sin mayores cambios hasta la fecha, porque aunque haya habido algunos intentos serios para transformarla, como el ocurrido en la década revolucionaria del 44-54, en que se buscó la democratización y el desarrollo del capitalismo (sobre todo durante el gobierno de Árbenz), todos sabemos que dicho intento fracasó por obra y gracia de los hermanos Dulles y de la CIA. Y aunque en el 85 se haya intentado de nuevo democratizar el sistema político, el sistema económico concentrador de la riqueza sufrió un reforzamiento con el desembarco de la ideología neoliberal, una manera de pensar que además de socialmente excluyente en lo político es profundamente antiestatal, lo cual condujo a las élites a “apretar las cadenas” del Estado, no a aflojarlas.
Uno de los méritos del libro de Juan Alberto es la acuciosa investigación histórica que permite comprobar con datos precisos lo que todos sabemos de manera intuitiva o muy general. Por ejemplo, el ingenio azucarero Pantaleón establecido por Manuel María Herrera en 1849, en tiempos del gobierno “conservador” del caudillo Rafael Carrera, obtuvo un tratamiento especial del gobierno “liberal” de Justo Rufino Barrios, no solo porque Herrera participó en la revuelta armada de Barrios (tuvo grado de coronel en ella) sino porque formó parte del gabinete del dictador como ministro de Fomento (ya antes había sido consejero de Estado y diputado constituyente). Pero lo más importante es la información histórica que permiten verificar que daba igual que los gobernantes fueran “conservadores” (Carrera) o “liberales” (Barrios) pues los oligarcas se salían siempre con la suya, siendo quienes realmente mandaban. Y el texto nos recuerda también que, como en esa época los indígenas subsistían gracias a la producción de alimentos en sus comunidades y como no tenían necesidad de trabajar en las fincas de café – nuevo cultivo originado en la demanda europea – esto hacía indispensable un mecanismo legal para obligarlos a trabajar para los finqueros. Trabajo forzado. La ley de “persecución de la vagancia” con su reglamento de jornaleros obligó “…a la población indígena a trabajar con poca o nula remuneración. Fue un trato negociado entre el gobierno de Barrios y los exportadores de café con el fin de asegurar mano de obra para el cultivo del grano. También fue la cristalización del racismo predominante en los emprendedores de la época y contribuyó a afianzar la naturaleza jerárquica del capitalismo guatemalteco. El Reglamento de Jornaleros fue uno de varios tratos acordados informalmente entre un grupo selecto de terratenientes y comerciantes y el gobierno. Se extendieron a la construcción de infraestructura vial que les favorecía, incluyendo una vía férrea que pasaba por el Ingenio Pantaleón. Era una institucionalidad extractiva, tal como la definen Acemoglu y Robinson en Porqué fracasan las naciones. Una institucionalidad extractiva que convirtió a Guatemala en un país de tratos en los que los poderosos arrancaban condiciones ventajosas al Estado” como relata Fuentes en su libro (p.14).
En consecuencia, fue así – con el apoyo del Estado en perjuicio de indígenas y población en general – como se construyeron muchos otros emporios (del café, azúcar, cemento, cerveza, bebidas alcohólicas y gaseosas, textiles, calzado, etc.) cuyos propietarios evidencian en sus apellidos la inmigración europea de fines del siglo XIX (Ibargüen, Castillo, Novella, Torrebiarte, Kong, Gutiérrez, Botrán, Dorión, Bouscayrol, Klee) la cual, mediante alianzas matrimoniales, se integró a las viejas familias de la oligarquía colonial descrita por Marta Elena Casaus en “Linaje y Racismo”: Beltranena, Aycinena, Piñol, Arzú, Montúfar, González Batres, Álvarez de las Asturias, Pavón, Díaz del Castillo, Delgado de Nájera, Matheu, García Granados entre otros.
Hay que destacar también la utilización de conceptos especiales que hace el autor para referirse a estos grupos oligárquicos como gestores de poder y exportadores rentistas, inspirándose en la terminología utilizada en Deals and Development (Tratos y Desarrollo) obra de Lant Pritcher, Kunal Sen y Eric Werker. Por consiguiente son estos tratos (arreglos económicos corruptos que las élites empresariales negocian con los políticos de turno de cada gobierno) los que definen las políticas económicas, sean estas los grotescos y semifeudales “reglamentos de jornaleros” del siglo XIX, sean las modernas “estrategias de desarrollo” que impuso el neoliberalismo a partir de la década de los 80 del siglo pasado. Con sus dogmas ideológicos sobre la privatización de bienes públicos, liberalización comercial y estabilización macroeconómica, tales políticas no sólo impidieron un crecimiento que beneficiara a todos los sectores sociales sino que fue tan lento y desigual (excepto en los años 60 del siglo pasado, cuando la integración centroamericana, inspirada por la política de sustitución de importaciones de la CEPAL, lo favoreció) que no hubo creación de empleo suficiente para cubrir la demanda de trabajo.
Estos nuevos arreglos políticos (“tratos”) del neoliberalismo de los ochenta – impuesto por la señora Tatcher y por Ronald Reagan en todo el mundo capitalista a contrapelo de las políticas keynesianas y del estado de bienestar de la socialdemocracia – incluían una fiscalidad regresiva y muy baja así como privatizaciones de todos aquellos bienes públicos que pudiesen significar un buen negocio para la “iniciativa privada”, aunque pésimo negocio para el Estado que veía sus ingresos reducidos considerablemente. Fue así como se privatizó la línea aérea nacional (Aviateca), las telecomunicaciones (Guatel), la energía eléctrica (EEGSA), los ferrocarriles y hasta la Dirección General de Correos del Ministerio de Comunicaciones: Guatemala es, probablemente, el único país del mundo que carece de correo debido a la desastrosa privatización hecha por Arzú. Además se “liberaron” los intereses bancarios que antes estaban regulados por el Banco de Guatemala para favorecer al sector financiero, lo cual – para colmo de males en materia de intereses públicos – recibió el considerable e insólito beneficio de la prohibición constitucional de crédito del Banco de Guatemala al Estado, aberración que permite a la banca privada ser ellos los únicos prestamistas del Estado en materia de deuda pública interna, con intereses – por supuesto – “fijados por el libre mercado” (oligopólicos en realidad, como lo son los precios de los combustibles, la electricidad o los intereses bancarios) para la emisión de bonos. A todo lo anterior habría que agregar los tratados de libre comercio que perjudicaron a los productores nacionales, desde la harina de trigo (desaparecieron los trigales de Xela para mayor nostalgia de Mario Aníbal González nos recuerda Juan Alberto) hasta la incipiente industria nacional que apenas comenzaba a despuntar gracias al mercado común centroamericano y a las políticas cepalinas de aquel entonces.
En consecuencia, los consorcios familiares “gestores de poder” estuvieron encantados con las políticas que dictaba el “consenso de Washington” pues les permitieron asegurar “tratos” favorables a su presencia en sectores “…con cierto dinamismo como el financiero, las telecomunicaciones, la energía, la construcción inmobiliaria, el gran comercio y algunas ramas industriales, pero sin competencia significativa”. Obviamente, como dice Fuentes, si estos arreglos políticos informales o “tratos” hubiesen tenido un marco regulatorio basado en una ley de libre competencia, los empresarios innovadores habrían prevalecido mientras los ineficientes habrían quebrado, vía la destrucción creativa de que hablaba Schumpeter, aunque en Guatemala sucedió lo contrario pues los grandes consorcios familiares ejerciendo su “poder de mercado” solo toleraban rivales débiles, cobrando precios altos para bienes y servicios a la venta y, obviamente, pagando bajos precios a sus proveedores nacionales. Si a esto añadimos la inexistencia de sindicatos el negocio fue redondo: “captaron ganancias extraordinarias que sacaron del país o reinvirtieron solo parcialmente en Guatemala, en actividades económicas donde la competencia era poco amenazante o ausente… (el) resultado ha sido abundante desempleo, desigualdad y pobreza, migración masiva y actividades ilícitas que se han vuelto atractivas ante la falta de alternativas” (p.2) en implícita referencia al narcotráfico. Adicionalmente la ausencia de legislación sobre el agua, sobre competencia o la insuficiente normativa sobre el medio ambiente también “…es parte de tratos implícitos que privilegiaron a grandes consorcios: les permitió abusar de su poder de mercado” (p.3).
Por otro lado, para referirse a las clases subalternas en esta estructura económica dependiente, neocolonial y periférica que caracteriza al capitalismo nacional, siempre con base en Pritchert et al. Fuentes utiliza las categorías de “magos”, o sea los pequeños y medianos empresarios exportadores de bienes y servicios no tradicionales “que incluyen desde la confección de ropa hasta los vegetales y el turismo, o a los proveedores del mercado nacional que van desde los productores de maíz y frijol hasta los comerciantes”. Y luego, en la parte inferior de la pirámide socioeconómica guatemalteca, se ubicarían aquellos que constituyen la “infantería”, es decir los proveedores del mercado interno, en donde – paradójicamente – si prevalece la libre competencia. En términos generales en estas dos grandes categorías se ubican desde los pequeños y medianos empresarios (las PYMES) hasta los microempresarios, algunos de los cuales operan en lo que para algunos es el llamado “sector informal” de la economía y que para otros puede ser la “economía popular” (como la llama el presidente colombiano Gustavo Petro), o la “economía social solidaria” , como la denomina el chileno Howard Richards. O sea que en estos dos grandes segmentos tendríamos desde los pequeños y medianos empresarios afiliados a Agexport hasta los “trabajadores por cuenta propia” y en general, desde los productores de alimentos que se originan en la economía familiar campesina hasta la multitud de oficios (artesanías populares, sastrerías, carpinterías, etc.) y servicios (salones de belleza y peluquerías, puestos de comida callejera o pequeños restaurantes, talleres de mecánica, servicios de mensajería), es decir, todos aquellos grupos “despreciados por el Estado” que, sin embargo, “generaron los ingresos de la mayoría de guatemaltecos y fueron los que invirtieron una mayor proporción de sus ganancias en el país” como dice Juan Alberto. En síntesis, la lectura de este libro debería ilustrar a las élites empresariales de este país para convencerlas de la importancia de la negociación de un nuevo “trato” al estilo del “new deal” que Roosevelt propuso en los años treinta para sacar a Estados Unidos de la crisis del capitalismo. Seguiremos comentándolo en nuestros dos próximos artículos.