Eduardo Blandon
El mundo católico no ha tenido un gozoso fin de año. Las razones abundan, desde la situación de guerra en distintas partes del mundo (en especial en Ucrania), hasta el hambre, la migración y el destierro extendido frecuentemente en muchas áreas geográficas. Sin embargo, lo que más ha golpeado recientemente ha sido la partida del Papa Benedicto XVI.
No es que su muerte nos haya sorprendido, porque las noticias y su avanzada edad ya nos tenía sobre avisados, pero como suele suceder en este tipo de acontecimientos nunca estamos suficientemente preparados. De modo que el acontecimiento, al tiempo que nos ha conmovido nos ha llenado de tristeza. El Pontífice siempre es punto de referencia en materia religiosa y maestro en temas de espiritualidad.
Está claro que hay todo tipo de Obispos, los muy queridos y los poco simpáticos, pero nada de ello hace que su transcurrir nos sea indiferentes. Benedicto XVI en este caso tuvo sus seguidores y críticos en todos los niveles: doctrinal y humano principalmente. Para muchos fue el eterno “rottweiler de Dios”, para otros el hombre de fe al servicio de una iglesia que amó hasta el último momento.
Por lo que a mí respecta, me quedo con el sabio profesor universitario esmerado en la búsqueda del esclarecimiento de la fe. Especialmente con ese hombre de pensamiento abierto llamado como asesor al Concilio Vaticano II, siempre enamorado de la filosofía. De ahí sus contactos habituales con Jürgen Habermas, Paolo Flores d’Arcais y Piergiorgio Odifreddi, entre tantos otros pensadores.
En cuanto a sus desacuerdos con la teología de la liberación, expresada en su Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, publicada en 1984, más allá del yerro de su lectura, aprecio la honestidad de sus posiciones. No dudo que bajo el ropaje de “cardenal Panzer” se encontrara un hombre lleno de caridad cristiana.
Sí, esa bondad a veces no parecía demasiada diáfana, sin embargo, me inclino a pensar que el rompimiento por ejemplo con Hans Küng no comprometió nunca el afecto de colegas en la Universidad de Tubinga en años de juventud. Más bien la separación era doctrinal como lo afirmó en Últimas conversaciones a Peter Seewald al referirse a que para este y otros estudiosos “la teología ya no era la interpretación de la fe de la Iglesia católica, sino que se establecía como podía y debía ser. Y para un teólogo católico, como era yo, esto no era compatible con la teología”.
Será Dios quien juzgue sus equívocos y errores, como hará con nosotros llegado el momento. Aunque claro, revisar su pontificado se justifica para enmendar, corregir y reorientar el proyecto eclesial. Hay que estudiar el impacto de su gestión, sus aciertos doctrinales como sus posibles desviaciones o retardos. La crítica, establecida con honestidad, es un servicio inobjetable para bien de la propia iglesia.
El testimonio más importante, sin embargo, del Papa emérito, ha sido su fidelidad religiosa, el amor a la Iglesia y el servicio profético expresado en el estudio de la teología. Tomar nota de ello manifiesta la posibilidad de realización de unos valores en franca quiebra en la cultura de nuestros tiempos.