Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Oliver Cromwell fue un verdadero revolucionario que se anticipó, con mucho, a los movimientos que, en siglos posteriores, habrían de azotar a Europa y al mundo. Inició su vida pública como parlamentario (diputado) y en abierta rebelión al poder real formó un ejército del parlamento que él mismo comandó. Tras 6 años de combates, los rebeldes ganaron la guerra. Capturado el rey fue sometido a juicio por traición y su sentencia fue la decapitación. Muerto el rey no hubo sucesión tradicional; el mando lo tomó, obviamente, Oliver Cromwell. No aceptó ser coronado como rey; detestaba las coronas. En cambio se autonombró Lord Protector de Inglaterra pero acumuló más poder que cualquier rey. Fue un implacable dictador. Impuso un gobierno intolerante en una versión fanática del cristianismo al estilo talibán (los blasfemos era torturados, cerró los teatros y pubs, los adúlteros ejecutados, etc.) y especialmente persiguió a los católicos a quienes consideraba herejes. Ordenó que vaciaran las iglesias Católicas y prohibió cualquier adorno o símbolo en el interior de los templos puritanos. Todo debía ser sencillo, austero. Realmente fue muy cruel y extremista. A pesar de provenir del Parlamento una de sus primeras acciones fue, irónicamente, disolver el parlamento; hizo caso omiso del hecho que la disolución unilateral del Parlamento había sido la chispa que encendió la insurrección contra el rey.

A pesar de que formalmente instauró una “república”, Cromwell quiso al mismo tiempo establecer una nueva monarquía hereditaria, ordenó que a su muerte lo heredara su hijo Richard. Al morir Cromwell en 1658, el pretendido sucesor no tenía ni la capacidad, ni las ganas de gobernar y no contaba con apoyo popular ni del ejército. Dimitió Richard y el Parlamento, en uno de esos giros inexplicables de la historia, se inclinó por la causa real y acordó la restauración de la monarquía. Por lo mismo se acordó que el hijo del rey ejecutado fuera investido como rey con el nombre de Carlos II.

El adolescente Carlos II peleó al lado de su padre en contra de las tropas de Cromwell. Cerca de la derrota tuvo que huir a Francia y su padre fue capturado y juzgado. En 1649, los escoceses que mantenían lealtad con la Corona lo proclamaron rey a cambio de no imponer el anglicanismo en Escocia. Enfrentó a los ejércitos del Lord Protector y perdió en la batalla de Worcester y se salvó escondiéndose tras un roble. Disfrazado huyó nuevamente a Francia. Tuvo que esperar la muerte de Cromwell para regresar a la isla.

A diferencia de Carlos I, el nuevo monarca mantuvo una mejor relación con el Parlamento en el que se formaron los partidos “whigs” (liberales) y “tories” (conservadores). Tuvo acierto en las cosas del gobierno a pesar de las pugnas por territorios, religiones y lealtades. Estableció repetidas alianzas y guerras con los poderes continentales: Francia, Holanda, Suecia y España, en un juego permanente de sillas musicales. Sus acercamientos con España fueron muy cuestionados pues se sospechaba de su inclinación al catolicismo. Su esposa, portuguesa, también era católica y por ende no pudo ser oficialmente coronada como reina.

Fomentó las artes y las ciencias y a pesar de todas las cargas de gobierno, sabía divertirse. Se le conocía como “el Alegre Monarca”: tuvo muchas amantes (la mayoría de la nobleza) y al menos 14 hijos ilegítimos fueron reconocidos. A pesar de ser oficialmente anglicano, en su lecho de muerte solicitó la presencia de un sacerdote y falleció como católico.

Ahora es el turno de Carlos III quien reina en épocas muy distintas y, a sus 73 años, no cuenta con mucho tiempo para dejar su impronta en la historia. Aunque conociendo los rasgos genéticos de sus padres tal vez sí.

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