Luis Fernández Molina
Conozco a cientos, acaso miles de personas que aspiran ser presidentes. Algunos ya se hacen con la banda en el pecho. Después de todo hay cerca de 40 partidos políticos entre los inscritos y los que están en trámite. Cada uno tendrá su propio “líder” que, en sacrificio por la patria, se postulará como candidato presidencial. Ignoro cuáles son sus verdaderas motivaciones o, más bien, en qué proporción priva la ambición personal combinado con la vanidad (o la avaricia) o, por el otro lado, la vocación de un servicio público, de provocar un cambio real en nuestra triste realidad. Pero el cargo de presidente acarrea muchas responsabilidades.
Francamente no quiero ser presidente cuando veo las deplorables estadísticas de niños desnutridos. Tiernas pancitas que esperan algún alimento sustancioso de vez en cuando. Tripas que se retuercen esperando un mendrugo de pan; estómagos que se hinchan como recreando fantasiosamente la sensación de llenura y se revuelcan con la espantosa sensación del hambre permanente e inexplicable. Los jugos gástricos que reclaman algún alimento nutritivo. Pienso en ese desarrollo truncado que no permite fortalecer los cuerpecitos en formación y, peor aún, sustraen de sus cerebros las habilidades que les serán útiles en el futuro. Un futuro que por su propia marginación se vislumbra muy sombrío. Un futuro al que se enfrentarán con pocas herramientas para una sobrevivencia digna. Pienso en la angustia de los padres que ven languidecer a sus hijos. ¿Qué padre no quisiera darlo todo por los hijos? Y solo les piden algo de comer. Anticipan esos padres los sufrimientos que habrán de padecer esas criaturas cuando adultos se lancen al mercado en el que difícilmente encontrarán buena posición. Padres que quisieran oportunidades de trabajo y encontrar mejores salarios para sostener a sus familias pero el medio, tan corrompido como está, no permite un desarrollo sostenido.
Cualquier ciudadano podrá ver a niños con el estómago hinchado, lleno de manchas y circundado por moscas; al verlos sentirán lástima y por acto de caridad podrán dar alguna ayuda pero son meros paliativos momentáneos. Podrán asimismo acuerpar a una entidad que se dedique a la ayuda, alguna ONG (que han sido limitadas por culpa de unas pocas que se han dedicado a política). Pero más de eso el guatemalteco corriente no puede hacer más ante esa miseria generalizada; el ciudadano de la calle no cuenta con los medios ni es su cometido real.
Pero sí es el cometido real de aquellos que aspiran a la dirigencia del país. Ninguno de ellos ignora la situación real de Guatemala. Por ello conocen a lo que se están metiendo. Están conscientes que asumen la obligación de paliar esa plaga de la hambruna. Saben que el Estado tiene la obligación solidaria y subsidiaria de atender esa calamidad en diferentes fases. En un primer estadio se debe proporcionar alimentos básicos a esas familias que viven bajo el nivel de la pobreza; pero en un escenario más amplio deben procurar, esos gobernantes, crear un ambiente productivo eficaz, confiable, sólido. Un sistema operativo que opere sin corrupción, sin amigotes ni compromisos; donde brille la certeza jurídica como principal incentivo de los emprendedores que serán quienes crearán puestos de trabajo para que padres de familia puedan optar a salarios dignos y sean ellos mismos quienes alimenten adecuadamente a sus hijos.
Es mucha la carga honesta que habrá de echarse encima el futuro gobernante. Empezando por combatir la desnutrición; de no hacerlo le quemarían por siempre aquellos jugos gástricos. Por lo mismo debe tener la intención, el equipo y la capacidad de consolidar ese sistema oxigenado donde florezca la libertad y la producción que habrá de beneficiar a todos los ciudadanos.