Alfonso Mata

Discutir sobre problemas nacionales, sobre todo con amigos de oficina y funcionarios públicos, deja réditos y además muchas enseñanzas sobre la dificultad de cambiar sistemas y estructuras. Aquella discusión se prolongaba, la hora del almuerzo se acercaba y las tripas tronaban. Finalmente, el jefe tomó la palabra para decirles a los recién ingresados al sistema: “¡mucha! no se hagan bolas, la forma de trabajar del sistema nadie la cambiará. Sí ustedes aceptan las reglas del juego, todo lo tendrán a su favor; si no, ahí tendrán encima al sindicato; Perdón, a sus líderes y detracito y a la par a sus autoridades. No estoy tratando de desacreditar nada ni desanimar a nadie, simplemente de decirles que la cosa es así. Simplemente quiero que reconozcan y acepten la existencia de ciertas realidades; de mostrarles que en todo campo: salud, educación, justicia, aún en el religioso, siempre hay un elemento de cálculo, de ambición, poder y beneficio que impera sobre cualquier cosa y que o lo tomas o lo dejas y hay que trabajar duro para hacerlo. Bueno ¡muchá!, el almuerzo se enfría, así que ¡Buen provecho! y los dejo para entrarle a los frijolitos. Recuérdense: reflejo de acomodación y no hay problema.

Yo creo que, en nuestro medio público o privado, el joven que inicia su carrera pública o privada, en su cabeza bulle un “Hay tantas cosas buenas e importantes que es posible llegar a realizar” y comienzan a ver cómo hacerlo, con la esperanza de ver producto de su trabajo, cosas tangibles y valiosas para todos. Pero pronto planes y proyectos, decisiones y acciones tomadas, sus mecanismos de detección-reflexión-acción, se estrellan contra una infranqueable muralla de automatización de rutinas indiscutibles en que cae.

A todo nivel del trabajo hay muralla. Si se mira hacia arriba: entre él y sus jefes. Si se está arriba: entre él y grupos que detectan el poder y si se es funcionario se le considera bueno, si se integra al engranaje estructural-funcional del funcionamiento. Ante esa situación de causa perdida, la mayoría aceptan esa realidad y se transforma en un intermediario entre la ambición del de arriba y la explotación del de abajo y aunque en su caminar sobre sus zapatos no le guste el sistema, pronto o deja el lugar o se dedica -pues todo hombre o mujer tiene que dedicarse a algo- a buscar cómodos rincones en que no se le moleste, y tarde o temprano, vuelve perezosos pensamientos y valores y despiertan en él sus dormilones deseos y pasiones que en el mejor de los casos lo tornan indiferente, mientras intrigantes y corruptos florecen o se adhiere a ellos. Lo que resulta paradójico es que, ese accionar pasivo de funcionario, no logra extinguir en su interior esa llama de esperanza al cambio, sin preocuparse por encender chispa alguna que avive su imaginación y deseo del cambio justo y necesario; simplemente se vuelve un mecanismo de reflejos de acomodación dentro de la maquinaria de la mediocridad.

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