Mario Alberto Carrera
Una espesa capa de mojigatería se extiende por una buena parte de Occidente fabricada por inmensos y homogéneos grupos evangélicos y más concretamente neopentecostales cuya intención “purificadora” es la de convertir al ser humano en lo que no es. Y el de analizar su naturaleza de una manera tan peculiar que sitúe el bien y el mal no sólo como opuestos sino también como polos frente a los que hay que escoger y, al escoger, teñirnos únicamente de su color. Un solo color: o blanco o negro. Puro maniqueísmo del más mediocre origen y creencia tartufa. Su intención es la de regresar forzada o forzosamente a situaciones no antiguas sino primitivas, naif. La Biblia literal (regreso al Génesis y a Babel) como la regresión irrebatible de que la mujer debe obedecer al marido, de que éste es superior a ella y de que en él radica la cabeza de la “familia”.
De esta tesis o peregrina idea -más bien- se desprende la colosal teoría de la superioridad e inferioridad de los sexos ¡que puja por sobrevivir!, y por lo mismo es causa del paternalismo y el machismo a ultranza. El del macho mucho macho y la manada.
Cosas tan sencillas (en apariencia) y que superviven como el velo y el ajuar blanquísimos en las novias, tienen por detrás una lectura machista: es la esperanza de que la mujer no llegue “manchada” al matrimonio, sino idealmente virginal para que el marido sea el primero que la desflore ¿y él? ¿Y la igualdad y la democracia?
El poder y la fuerza de estos grupos evangélicos o protestantes primitivistas, cobra vigor y presencia no sólo en el altar de las iglesias, sino también en los Estados, sus atrios o foros, su poder Legislativo y sus tribunales de justicia. Su presencia es sonoramente omnisciente y ubicua.
Esto se manifiesta con patente porte a partir de los años 70 y 80 (con umbrales en los 60) del siglo pasado, como movimientos paralelos -y reaccionarios- a los de la liberación de la mujer, la liberación sexual, la píldora, el aborto y la presencia agresiva y justa del movimiento LGTB.
Son como dos movimientos dialécticos (y por lo mismo opuestos) que ejercen su presión, respectivamente, en busca del ángel o bestia en que encarnan la condición humana (y sus matices en los libertarios) y que debaten ya medio siglo por su reivindicación.
La incursión de estos grupos neopentecostales no queda como digo sólo en los altares. Permea hacia los poderes del Estado -vía sobre todo los predicadores de las mega iglesias- que adoctrinan a multitudes que acuden a sus centros religiosos y, desde allí, por transfusión oral se riega en cada país hasta caber y penetrar en las leyes de una o muchas repúblicas “reevangelizadas”.
El evangelismo crea un mundo falso de “perfecciones” -mediante sus sermones- predicados por propietarios de jets – más de alguno ligado al narcotráfico- que poco o nada tienen que ver con el hombre y la mujer -de carne y hueso- que no se encuentran ligados a la identidad de género que a la fuerza les han endilgado ni con la obligación de parir hijos a ultranza o de parir ¡uno!, cuando más inconveniente le es a su preparación y realización profesional. Para el evangelismo y las leyes que promueve ¡la ley es la ley!, (pero no para sus fechorías) y la mujer debe pagar con cárcel su “pecado”. Y el que no se siente “hombre” sino mujer (o algo aún no nominado por los estudios queer) aceptar la sentencia de “su” sexo –inamovible- sin derecho a recurrir.
Un mundo robotizado de hombres y mujeres viviendo la distopía del protestantismo o el neopentecostalismo. “El mundo feliz” de Huxley o “1984” de George Orwell. ¡Todos programados en la fantasmagoría del metaverso!