Adolfo Mazariegos
Escritor y Columnista de La Hora
Tuve un extraño sueño la otra noche.
Soñé que soñaba que yo no era yo. Y que al despertar (en el sueño), me preguntaba a mí mismo quién era yo. ¡Cosa más extraña!, me dije. Y no pude evitar cuestionar por qué me estaba ocurriendo aquello. ¿Qué significado podría tener en realidad un sueño tan extraño como aquel?
Como es de suponer, no obtuve respuesta alguna.
La cuestión, sin embargo, seguramente desconcertaría a cualquiera. Podría incluso hacer suponer el padecimiento de alguna extraña enfermedad psicológica; “algún desorden o desequilibrio de la psiquis”, como tal vez dirían algunos entendidos en la materia. Aunque, en honor a la verdad, quizá el asunto fuera algo serio, algo complicado, nunca se sabe. Tal vez uno de esos padecimientos que, aunque sigas al pie de la letra un tratamiento estricto, lejos de mejorar, van empeorando con el paso del tiempo. «¡Cosa más extraña!», repetí, sin lograr entender lo que en verdad estaba ocurriendo mientras soñaba, ¿qué rayos era lo que estaba ocurriendo?
No supe explicármelo.
Honestamente aún no logro comprender ni mínimamente el asunto. Y como es lógico suponer, tampoco logro recuperarme del impacto que me ha causado el inquietante episodio que, dicho sea de paso, abarcó más allá del mismo sueño en sí.
A la mañana siguiente, cuando desperté de verdad y no en el sueño, me sentí de nuevo confundido. Era muy temprano, casi de madrugada. Tenía un fuerte dolor de cabeza y una extraña sensación de vértigo que no se me ha quitado del todo hasta hoy, como cuando te paras en la orilla de una azotea en un edificio muy alto y ves hacia abajo, allá donde todo se ve más pequeño y frágil al punto de parecer irreal, como docenas y docenas de hormigas presurosas en caravana rumbo al hormiguero cuando se aproxima el invierno.
Salí de la cama tambaleante. Llegué incluso a experimentar algo de náusea (cosa muy rara en mí que casi no padezco malestares de ningún tipo). No obstante, con el estómago medio revuelto, me introduje en la cocina y preparé café, como siempre: espeso cual petróleo y sin azúcar. Me bebí una taza humeante prácticamente de un trago a pesar de estar casi hirviendo, casi burbujeante en aquella enorme taza celeste con puntos blancos que en ese instante me pareció no haber visto nunca antes. No le di importancia. Traté de no pensar en el sueño y de empezar el día con la mayor normalidad posible.
Decidí salir a caminar entonces. Me calcé lo viejos Nike que alguna vez fueron blancos y encaminé mis pasos a la puerta de entrada (o de salida, según si vas entrando o saliendo, como dijo Juan Preciado cuando iba llegando a Comala: “El camino subía y bajaba: sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja”, dijo). Tomé el periódico que encontré en la gradita de la puerta y traté de recordar si había adquirido recientemente alguna suscripción. No podría haberlo asegurado en ese momento, pero casi estaba seguro de que nunca me había suscrito a ningún periódico. Doblé por la mitad el diario y lo puse bajo mi brazo para emprender el inusual paseo matutino. Pensé llegar hasta el pequeño parque San Sebastián y sentarme a leer un poco hasta aburrirme, quizá bajo la sombra de un árbol, en alguna de esas incómodas bancas de concreto en las que suelen posarse las palomas que anidan en los campanarios de la iglesia. Seguramente me aburriré pronto, intuí, y tendré que buscar alguna otra manera de gastar mis horas párvulas del día.
Empecé a caminar despacio, alejándome poco a poco de la casa y de aquella puerta que acababa de cruzar, aquella puerta que no reconocía. Mis pasos, monótonos, se me hacían pesados de pronto, por alguna extraña razón. Volví la vista atrás por un segundo, al tiempo que el corazón se aceleraba al notar, con extrañeza, que aquella casa que acababa de abandonar no era mi casa. No sé cómo explicarlo, en verdad. Haber estado allí y salir por esa puerta era algo que me resultaba natural de alguna manera. Pero aquella casa no era mi casa. Aquella no era la casa donde he vivido durante los últimos diez o doce años de mi vida, aunque ya no estoy tan seguro del tiempo. Aquella calle tampoco era mi calle, la calle por la que suelo caminar todos los días.
Todo se me hizo de pronto tan desconocido.
Aun así, seguí caminando sin detenerme hasta llegar a la esquina. Allí me detuve un instante, desconcertado, tratando de recordar si acaso la noche anterior había ocurrido algo que quizá hubiera olvidado momentáneamente y que produjera en mí aquel extraño episodio, esa extraña sensación y asombro inexplicables para mí. El corazón ya no palpitaba, rebotaba en el interior del pecho. Y la boca se me convirtió en una pasta espesa y amarga.
Caminé dos pasos más y me detuve nuevamente, justo frente al poste del alumbrado eléctrico. Me sostuve por un segundo en ese larguirucho gigante de concreto que parecía observarme impávido ensartado en la acera, al tiempo que un auto aparecía de pronto desde la calle contraria, lento, sin prisa. Estupefacto y sin poder moverme lo vi pasar frente a mí. Y de golpe lo comprendí todo: inexplicablemente, me reconocí al volante.