Carlos Soto
Pero, además de acompañar al maestro Manzanero en sus conciertos por diferentes escenarios de México y el extranjero, lo acompañábamos también los días miércoles en su programa de televisión semanal, “Música maestro”, en el canal 22, que funcionaba en el salón Pedro Infante de los Estudios Cinematográficos Churubusco de la ciudad de México. En esos salones se rodaron infinidad de películas de la época de oro del cine mexicano, durante más de siete décadas de historia.
Nuestro trabajo en cada programa consistía en acompañar al maestro en tres o cuatro canciones. A través de los años, por este programa de televisión desfilaron infinidad de cantantes y grupos musicales que enriquecieron el ambiente de la farándula y el espectáculo mexicano y del extranjero.
El maestro Manzanero también era muy aficionado al buen comer. En cada programa se incluía una parte dedicada al arte culinario, en el que varios chefs de cocina elaboraban deliciosas recetas de la comida mexicana, que, para mí, una de las más extensas y variadas del mundo.
Por esa época, Fernando, un paisano amigo, me escribió desde Guatemala un correo electrónico en el que me contaba que su esposa iba a cumplir años próximamente. “A ver si me podés hacer el favor de comprar un disco de la música de Manzanero, yo te mando el importe”, me dijo. “Luego quisiera que, ya que formás parte de su grupo, le pidás al maestro que te lo firme. Haceme el favor, mejor regalo para mi esposa no podría encontrar”, concluyó.
Para complacer al amigo, así lo hice. Compré un disco que decía “Grandes éxitos de Armando Manzanero”, aproveché que en los programas de televisión hay mucho tiempo libre y pronto encontré la ocasión de abordar al maestro. Le conté el deseo de mi amigo, le mostré el disco con su música y le pedí favor que me lo firmara. Como muestra de agradecimiento, le obsequié un disco mío, titulado “Picado de Rábano”. Cuando el maestro vio mi disco, no me lo recibió; sus ojos se empequeñecieron y se llenaron de soberbia, pareció como ofendido en su amor propio. Entonces reaccionó y me dijo: “Espera, ya regreso, solo voy a atender un asunto importante”. Demás está decir que mi amigo Fernando se quedó con el deseo de complacer a su esposa para siempre.
Pero, a pesar de las peculiaridades del maestro, en una ocasión me hizo un elogio, aunque de forma indirecta. En uno de los programas, antes de empezar a grabar la primera canción, nos encontrábamos afinando y probando el sonido de los instrumentos. Yo empecé a tocar sobre el piano unos acordes de jazz, y de pronto el maestro se acercó al grupo y señalándome a mí, sentenció en forma tajante: “Eso es lo que quiero, cualquier asunto de armonía, seguirlo a él”. Por supuesto que la reacción del director musical del grupo no fue muy agradable.
Entre las luces del maestro, siempre admiré un detalle que no tenía nada que ver con la música, pero que considero importante. Siempre se mostró orgulloso de su mezcla indígena y la reconocía siempre que podía, lo que, para mí, es una muestra de conciencia de identidad admirable. Recuerdo que una vez, en la Antigua Guatemala, inició su actuación diciendo: “Encantado de estar en esta tierra, cantando para mis hermanos mayas como yo”. Esa frase no cayó muy bien en el público de un país donde, a pesar de que la presencia indígena y el mestizaje son la norma, la gente no asume su realidad, más bien, se avergüenza de ella.
No sé cuantos meses trabajé con el maestro. Desde el punto de vista laboral, la relación fue fría y distante y el ambiente demasiado tirante para mi gusto. Dentro del grupo rara vez logramos tocar con feeling, seguramente lo impedía el temor a equivocarnos. Yo siempre sentí una sensación de inestabilidad laboral, era como vivir el día a día, sin mucho futuro, teníamos la fecha de caducidad colgada al cuello. Y así fue, más pronto que tarde, un día llegó la notificación de despedida, sin un apretón de manos, sin saber el motivo ni recibir las gracias por los servicios prestados.
Siempre he admirado la naturalidad y la sencillez en las personas, aunque por experiencia sé que en el mundo del espectáculo esas cualidades abundan poco, y es más bien la vanidad, el glamur y los egos desmesurados lo que decoran el ambiente. Por el otro lado, el público es proclive a erigir altares, adorar ídolos y alimentar mitos. Se idealiza todo: el paraíso, el amor, la felicidad, la pareja ideal, el sueño americano, el valor del dinero. Se idealiza al artista, al deportista, al caudillo, se les sueña como un modelo perfecto y se exageran sus virtudes, lo cual nos aleja de la objetividad y nos esconde la evidencia que el ser humano perfecto no existe. Por eso pienso que hay que desmitificar a los ídolos, hay que darles la oportunidad de ser imperfectos y concederles uno de los derechos más fundamentales de la vida: el derecho a equivocarse.
Estos renglones disparejos han pretendido ser una historia breve y descarnada, por debajo de la mesa, integral, sin eufemismos, incluyendo luces y sombras, fortalezas y debilidades de la vida de un maestro cuya misión fue cantarle al amor y que nos deja una invaluable herencia musical a través de sus canciones.