Juan Manuel Castillo Zamora
Comunicador social y periodista

El 2020 será recordado por millones de personas como el año en que un molesto virus nos arrebató de tajo la subvalorada belleza de la cotidianidad, y es que, antes de la pandemia, la más agresiva del último siglo, pocos reparaban en lo maravilloso que resulta salir a dar un paseo al aire libre, abrazar a un amigo en medio de una desconocida masa y de salir de copas con los amigos. En 2020 escondimos la sonrisa detrás de esa incomoda mascarilla, esa que nos disfraza y nos mantiene atemorizados. Salimos a las calles siendo potenciales portadores de un virus desconocido que se manifiesta como un resfriado insignificante o como una embolia agresiva que te entuba y te mata, sin remordimientos ni consideraciones. Entonces, deambulamos por la vía pública y nos alejamos del que intenta aproximarse, nos da pavor saludar a los amigos y darle una moneda al desempleado, aunque este nos suplique ayuda mientras el semáforo detiene el pesado y molesto tránsito, que no cesa porque la vida misma no lo hace y porque las necesidades son ahora más urgentes que hace algunos meses atrás. Lo cierto es que, nunca antes la simpleza, la que se encontrábamos literalmente en la esquina, cuando acudíamos a la tienda sin máscaras ni temores, había sido tan apreciada por esa masa inconforme y desmotivada. Ahora lo más soso nos resulta emocionante. Ojalá pudiéramos aglomerarnos en cualquier plaza para ver cualquier cortejo de cualquier imagen, pero la pandemia, la que se propagó sin misericordia por casi todos casi todos los pueblos del mundo nos impide hacer lo que amamos e incluso lo que antes nos molestaba. La pandemia, suscitada por la propagación mundial del Covid-19 nos enseñó que lo que antes dábamos por sentado puede interrumpirse, sin previo aviso, ni preparación alguna. Este famoso virus nos arrebató el deleite de ver a la imagen de nuestros amores durante la Semana Santa pasada y repitió su cruel acto para las fiestas de diciembre, las que con inconmensurable amor dedicamos a la Inmaculada concepción y la Virgen de Guadalupe. Y con ese dichoso virus, apoderado de nuestro entorno, vimos transcurrir marzo y abril, sin los aromas del incienso ni el corozo. Las jacarandas y buganvilias se preguntaron qué pasa, por qué el nazareno no está en las calles. Los barrios del centro histórico se asemejaron a un cementerio y lloraron desconsoladamente al ver las plazas y los atrios desiertos. El Covid-19 golpeó sin piedad nuestras pintorescas manifestaciones externas de fe y a todo lo que hay detrás de ellas, hablo de elementos, que desde el constructo social son intangibles como la cohesión social, la recuperación de los espacios públicos, la fraternidad y la unión familiar y otros varios a los que podríamos dedicarles varias líneas. Ahora vimos como el famoso virus se robó los días más pintorescos de nuestro diciembre. Las imágenes de la virgen de Concepción no bailaron con efusividad para su pueblo. Los juegos pirotécnicos no iluminaron los cielos de los atrios ni las plazas que esperaban con fervorosa fe el paso de la madre de Dios. Tampoco hubo interpretaciones de la Danza de Los Moros, frente a las andas que portan las imágenes de la Inmaculada. Los mariachis no le llevaron serenata a la imagen de la Virgen de Guadalupe y la Municipalidad no tuvo que cerrar varias cuadras a la redonda en ocasión de esta festividad. El Covid-19 nos arrebató algunas expresiones multicolor características de estos días, pero hay algo que no podrá hacer tan fácilmente: robarnos la religiosidad popular, esa que trasciende las pandemias, los encierros y los aforos limitados. La fiesta de la Inmaculada, ese dogma decretado por la iglesia católica en un lejano 1,854, tiene un importante realce en Guatemala y eso ninguna pandemia lo podrá cambiar. Bálsamo en los tiempos de Covid-19 Tanto en marzo y abril como en diciembre, la religiosidad popular encontró en la tecnología un aliado y defensor. Las transmisiones en vivo de misas, conciertos e incluso de algunas procesiones intramuros, son ese bálsamo que mitiga la obligada ausencia de lo que por años percibimos como natural, como “otro año más”, enunciado que solíamos acompañar de una falsa verdad concluyente: “hasta el próximo año”. La tecnología, el uso de las redes sociales, los “live”, son herramientas que mantienen la religiosidad popular intacta, a pesar de la pandemia y todas las molestas restricciones que esta conlleva para un fervoroso pueblo que espera ver bailar a la madre de Dios en las calles citadinas de una urbe que la aclama. El escenario para 2021 para los meses próximos es todavía incierto. No hay ninguna certeza de que el cristo de nuestros amores recorra las calles de su ciudad en la Semana Santa próxima, como tampoco la hay de que las fiestas de la Inmaculada se puedan desarrollar con normalidad, pero de lo que si podemos estar completamente convencidos es que la religiosidad popular del resiliente y devoto pueblo guatemalteco se hará más fuerte.

 

Artículo anteriorLos tres reyes magos en el ideario de las fiestas de fin de año en Guatemala
Artículo siguienteLa Epifanía en el arte guatemalteco y las Devociones populares en torno a los Santos Reyes Magos Melchor Gaspar y Baltazar