Enán Moreno
Escritor
Descansando en la mecedora sus casi noventa años, aquella tarde calurosa recordó la frase tantas veces dicha por su madre a modo de advertencia: -No juegues con eso, te va a castigar Dios-.
Era su juego preferido, y al principio sus hermanos también lo jugaron entusiasmados. Se trataba de ubicarse en distintos lugares de la casa, cerrar los ojos y comenzar a tientas el recorrido hasta encontrar al otro “ciego” y tratar ambos de reconocerse: por las manos, el pelo, el perfil, la estatura. Nunca por la risa, ni mucho menos por la voz. El silencio era regla esencial.
Sus hermanos, sin embargo, fueron perdiendo todo interés, a pesar de los ruegos u ofrecimientos que él les hacía. Se vio obligado entonces a jugar solo, con la variante de que, en vez de recorrer la casa, se quedaba en algún lugar, cerrados los ojos y atentos los oídos para escuchar todos los sonidos posibles. Cuando a juicio de su madre ya era demasiado, enviaba a alguien o iba ella misma a sacudirlo, obligándolo a abrir los ojos y repitiéndole, de paso, la frase conocida. Siguió así hasta entrada la adolescencia.
Más que un juego, cerrar los ojos, no ver, era para él entrar en una oscuridad propia, una oscuridad y un silencio que lo aislaban del mundo, haciéndolo sentirse cómodo, seguro, casi feliz. Más tarde, frente al psicólogo, entendió que de ese modo recuperaba el oscuro paraíso del cual había sido expulsado al nacer.
Pasada la adolescencia obtuvo un título, trabajó, se casó, llegaron los hijos y… el siguió jugando secretamente.
Ahora, al recordar la frase materna, comprendió también que ésta había encerrado siempre el temor a una ceguera que no llegó, y que él hubiera aceptado no con resignación sino gustosamente. Tuvo entonces la certeza de que la ironía era uno de los atributos divinos, y con una sonrisa, entre amarga y resignada, se levantó trabajosamente y fue a prepararse un café.