Eduardo Blandón
Uno de los signos infalibles de juventud consiste en el ímpetu desbordante con el que se acometen las empresas. La generosidad y la voluntad de compromiso frente a la afirmación de los valores. Basta ver la mirada adolescente para atisbar el infinito, las dimensiones aspiracionales que procura la conquista de lo imposible.
Deus vult, repiten nuestros cruzados, mientras se alistan imberbes en la recuperación de los lugares “santos”. La sangre les hierve. Las hormonas conspiran. Los planetas se alinean para conjurar contra el incauto que sueña ser mártir en combates peligrosos y suicidas.
Esos arrebatos díscolos explican la muerte temprana de nuestros héroes. La sangre inocente derramada gratuitamente en movimientos recurrentemente violentos. Sin que falte para ello el concurso cómplice de quienes exacerban la fantasía de los soñadores. Así, los constructores de utopías renuncian a ellos mismos por ideales del todo realizables.
Quisiera decir que la humanidad sería un vertedero sin estos ascetas. Ya lo creo. Pero el romanticismo también nos oculta el drama de jóvenes fracasados. Adolescentes quemados en la primera milla. Utilizados para la guerra entre grupos, formando ejércitos de sicarios, descorazonados en busca de significados de vida.
Otros, más en la onda del capitalismo, asumen una moral picaresca que les permite ascender con la prisa de los que trafican con drogas o estafan en los bancos. No faltan los que ven en la política un “modus vivendi” absolutamente justificable por una cultura que se rinde a la versión “sui generis” del éxito.
Sí, es hermoso ver la vitalidad de los jóvenes tanto como la temeridad precavida de su conducta. Pero debemos cuidar el jardín primoroso. Hay que acompañarlos desde la amistad y el estímulo que, en libertad, les descubra la vida feliz. Sin desanimar ni ser obstáculo, lejos de la pedantería de una falsa madurez o la pretensión de gurús que apaguen sus motivaciones.
Tenemos una deuda con nuestra juventud. El espacio que les hemos creado compromete lo básico, no es generador de vida ni promueve la libertad. Su condena, además de representar nuestra desventurada suerte (presente y futura), debería hacernos recapacitar en busca de nuevas posibilidades de crecimiento. Ellos merecen muchos más que un resarcimiento por nuestra iniquidad.