Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor
Una de las famas más raras y curiosas que se conoció por estos lares fue la de Alberto Martínez F., mejor conocido como Beto; él, un hombre despreocupado casi por todo lo que le rodeaba, la consiguió por pura casualidad.
O quizá no.
Beto siempre fue algo estrafalario; a veces en broma y otras en serio, decía cosas que parecían sin sentido e incitaban al ridículo pero, con el tiempo, resultaban estar dotadas de una asombrosa y contundente lógica. Muchas veces nos demostró ser capaz de mezclar el cielo con el infierno y obtener algo mejor que esos lugares imaginarios. De esas resultas, decían de él que era un loco muy cuerdo. A todo lo proclamado como verdad, le encontraba otro punto de vista.
Aparte, era buenísimo para llevarle la contraria a todo mundo; lo hacía de tal manera que la gente ni se enteraba del proceder de Beto, hasta mucho después, cuando el ridículo quedaba en la intimidad.
Bebía con mesura pero, las raras veces que se emborrachó, dijeron que se volvió el ser más inteligente de la tierra.
Él pensaba que la muerte, en realidad, no existía; lo que ocurría era que uno dejaba de acordarse de algunas personas; en eso consistía la muerte, para él; es decir, moriría cuando lo olvidasen, cuando lo dejaran abandonado.
Sobre todos los temas fundamentales de la vida tenía las teorías más disparatadas, para los demás. Así fue como se convirtió en rara avis. Contrario a lo que uno puede pensar, a la gente le encantaba estar con él; oír sus gracias, disparates y su fluida y muy amena conversación. A Beto también le encantaba la compañía de las personas. Era un pan de Dios; las mujeres decían de él: «¡Ahhhh, es un cielo de hombre!» Pero nunca se casó ni tuvo pareja; a lo más que llegó fue a tener novia en su juventud. Renunció a ella cuando esta le sugirió que se casaran.
Al principio su fama fue, por decirlo de alguna manera, de barrio. Era una especie de santón del ingenio.
Lo que le sirvió de trampolín para remontar los límites barriales fue algo que contado por escrito, quizá no tenga mucha importancia: el jardín de su terraza. Podía ser admirado desde la calle. De allí salía el verdor más hermoso, los colores más bellos y muchas veces olores de asombrosa exquisitez.
Los vecinos, transeúntes y amigos creían que tanta lozanía jardinezca era fruto del más esmerado esfuerzo horticultor de Beto. Imaginaban que dentro de su casa tenía un sofisticado laboratorio donde preparaba abonos, insecticidas, fungicidas y todos los productos necesarios para la terapéutica botánica.
Durante mucho tiempo, ninguna persona le preguntó acerca de su secreto para mantener la hermosura de sus edenes. Lo hicieron hasta que una fotografía del jardín superior apareció divulgada en uno de los diarios y lo hizo centro de atención pública. A tal punto que, a partir de la publicación, algunas agencias de turismo comenzaron a poner como destino turístico al jardín superior de la casa de Beto Martínez. Ningún turista salió defraudado de haber realizado esa visita, a pesar de que solo desde la calle podía observarse. Las agencias llevaban sillas plegables para que los turistas, sentados en la acera de enfrente, disfrutasen con comodidad la belleza de esa terraza jardinizada.
A nadie dejó entrar Beto para observar de cerca su jardín y tocar las plantas. Solo a Manolo, un viejo sordo que fue su leal acompañante; allí vivía con él. A Manolo le encargaba el cuidado de la casa. Su discreción estaba a toda prueba y su lealtad jamás fue puesta en duda. Era una especie de Bernardo, el empleado de Diego de La Vega, en El Zorro.
Beto Martínez, repito, fue estricto: a nadie autorizó entrar a su casa; solo Manolo observó de cerca sus jardines y vivió fascinado con ellos. Eso aumentó la curiosidad pública. Todos sabían de su negativa a observar su prodigio botánico.
En pláticas de cafetería y cantina, Beto hablaba con singular conocimiento sobre botánica, biología y jardinería. Tenía en la punta de la lengua la nomenclatura científica de cada especie que cultivaba en su jardín y de miles más.
Beto siempre esquivó las preguntas sobre la naturaleza de la tierra y abonos que cada planta requería; solo decía que cada especie requería un tratamiento muy distinto, apropiado a su propia naturaleza. Luego carraspeaba y con eso zanjaba la preguntadera.
Una tarde, sin embargo, bebiendo en la cantina La Bienvenida, cuya dueña es Márgara, coincidió con el botánico Marcelo Augustini; con él entabló una de las pláticas más interesantes ocurridas en ese lugar. Discurrieron desde el genetista Gregorio Mendel y el evolucionista Darwin hasta el naturalista Alexander von Humboldt y el naturalista guatemalteco Ulises Rojas. Ninguna teoría acerca de la naturaleza de las especies les quedó en el tintero.
Cuando estaban al borde de la borrachera, Augustini le preguntó, a mansalva:
—¿Cuál es el secreto para que tus plantas mantengan esa lozanía que exhiben?
Beto, sin inmutarse, le dijo:
—Las riego con agua hirviente.
—¡Eso es imposible!
—Es posible; la prueba está a la vista.
Esa noche, cuando concluyó la bebetoria, mientras se abrazaron Beto y Augustini, este le dijo: «serás inmortal».
Marcelo Augustini, sabido con anticipación de su negativa, no se atrevió esa tarde-noche a pedirle que lo llevara a su casa para constatar el riego con agua hirviente que Beto dijo practicar; no obstante, en su columna periodística de la semana siguiente, publicó un artículo con el siguiente título: Plantas regadas con agua hirviente. En él explicó de manera detallada la conversación que tuvo con Beto y el asombroso milagro de regar las plantas con agua a 100º centígrados de temperatura para que mantuvieran su lozanía.
Eso fue apoteósico; Beto Martínez fue motivo de innumerables comentarios periodísticos, de sobremesa, de pláticas callejeras y de cenáculos cantinezcos. Hasta el padre Milton, en su sermón dominical, refiriéndose a los jardines de Beto, dijo que en la actualidad los milagros siguen sucediendo; que todo es asunto de tener fe.
Días después de publicado el artículo de Augustini, Beto tuvo conciencia del gran error que significó haber dicho que regaba sus plantas con agua hirviente. Pero fue tarde. Su fama estaba consolidada; se volvió indetenible. Desde las universidades más prestigiosas del mundo recibió ofrecimientos de viajes, conferencias y demás actos académicos para que explicara su procedimiento.
Su fama se acendró aún más; la gente comenzó a experimentar el riego de plantas con agua hirviente con el consecuente resultado de obtener, en lugar de lozanía en sus plantas, marchitez. Entonces pensaron que todo en la vida tiene su modo.
Otros dijeron que Beto Martínez era un farsante; que los había engañado y que debía ser acusado y juzgado por su falsedad. Beto no se inmutó por eso, pero se negó a volver a hablar sobre el tema.
Todas las invitaciones a viajar, a dar conferencias y a explicar su secreto las declinó con extremada cortesía. Incluso le rogó a Marcelo Augustini para que escribiera un artículo en el cual le sugiriera a la gente que no regara sus plantas con agua hirviente porque eso solo a él le daba buenos resultados.
Sus jardines siguieron luciendo lozanía mientras vivió. Por las noches renovaba ciertas plantas o las ubicaba en un lugar distinto. La gente siguió admirando su hermosura.
Beto, que no era amigo de darle cabida a ideas recurrentes, sin embargo, no pudo olvidar las palabras que Augustini le dijo: «serás inmortal». Desde el momento en que Augustini las pronunció por primera vez, le pareció que se las cincelaba en el cerebro.
Después de un tiempo, la gente decidió ya no referirse a él como un farsante; solo se decía que era un ser extraordinario, que regalaba su esfuerzo de horticultor para que su casa fuese una especie de oasis. Lo hacía para que las personas pudiesen refrescar su vista y su olfato.
«Serás inmortal».
Un lunes, Beto dejó de llegar a echarse su trago almuercero a la cantina de Márgara; también el martes y el miércoles.
La primera en extrañar su ausencia fue Márgara, mera jefa de la cantina La Bienvenida. Tres días sin llegar a tomar su trago del mediodía le pareció un tiempo muy largo a ella. Hizo el comentario entre algunos parroquianos quienes, con curiosidad, fueron a la casa de Beto.
Tocaron el timbre, pero no respondió. Nadie salió a la puerta.
Todos estaban ajenos a las palabras de Augustini: «serás inmortal».
El jardín seguía lozano, pero extrañaron que la diversidad de olores hubiese declinado. El más curioso de quienes llegó a tocar la puerta, acercó su olfato a una de las rendijas de la puerta y dijo sentir un olor a chucho muerto.
Fueron a contarle a Márgara. Al escuchar eso, ella tuvo un presentimiento que la inquietó sobremanera. Como su corazón comenzó a pumpunearle con fuerza, decidió ir personalmente a la casa de Beto para constatar lo dicho por los informantes.
Regresó corriendo a La Bienvenida. Con la palidez que se le instaló en la cara, llamó por teléfono a los bomberos y al Ministerio Público. Ese mismo día, con una orden de juez competente, entraron a la casa de Beto Martínez.
Lo encontraron con un balazo que atravesó de lado a lado su cabeza. Los dedos de su mano derecha permanecían abrazando a la pistola. En su pecho, bajo su mano izquierda encontraron un papel en el cual decía, solamente: «disfruten mi jardín».
Marcelo Augustini, después de regresar del entierro de Beto, pensó: «¿Se mataría Beto solo por llevarme la contraria por lo que le dije de su inmortalidad?, ¿se mataría en serio o en broma?
Luego de su muerte averiguaron el secreto de Beto; ya era tarde. Su fama estaba consolidada, solo que ahora creció debido a que se dieron cuenta de la gran baboseada que le dio a todo el mundo; además comenzó a ser reconocido, no como el botánico milagroso, sino como el artista más consumado: lo comenzaron a llamar «escultor de jardines».
Sus plantas las hacía de un material muy flexible y con el más esmerado toque artístico; tan así que parecían naturales, incluso viéndolas de muy cerca. Además todos los cuartos de su casa estaban decorados con hermosos cuadros que él mismo pintó de las muchas especies que poblaban su jardín.
Mientras vivió nadie reconoció a Beto Martínez como escultor, quizá solo Manolo; quizá.
La tumba de Beto Martínez ahora es un destino turístico. Le llevan flores naturales, que las depositan cuando el día es tierno y se marchitan cuando fenece. Es el homenaje de los turistas para decirle que solo las flores de su jardín son imperecederas.
La lápida que Marcelo Augustini encargó hacer para que se la pusieran a la tumba fue, a partir del momento en que la colocaron, otro enigma que rodeará la memoria de Beto Martínez; dice, solamente: «Beto Martínez, sos un bromista inmortal».