José Manuel Fajardo Salinas
Académico e investigador UNAH
Rompimiento de planes y proyectos, preocupación por la salud personal y familiar, adaptación existencial… muchos vértices temáticos surgen de la situación pandémica que nos abarca en el 2020. En medio de la cuarentena, se generan reflexiones de todo tipo. Los tópicos más relevantes han tenido relación con la bivalencia entre el cuidado de la salud y salvar el sostenimiento económico a lo largo de este momento de inmovilidad. Mi objetivo, en este escrito, es considerar la eventualidad de esta crisis en el contexto cultural de la modernidad contemporánea. Podrá parecer un ámbito muy amplio, pero sintetizo mi punto de vista en una afirmación, y con ello, derivo tres consecuencias puntuales.
Mi principal observación es que este virus es una forma de presencia antimoderna. ¿Qué significa esto? Quiero decir que, en el discurso de la modernidad, todo, absolutamente todo—incluso de un modo ficcional—tiene la categoría de previsibilidad y manejabilidad, pero el COVID-19 no encaja con esto. Debido a su especial naturaleza, este virus tiene todas las características necesarias para ser algo sumamente incómodo con relación al mandato de la modernidad actual. De esta manera, la contingencia sanitaria que vivimos como humanidad, lleva a la estructura moderna a una situación límite, en la cual, todas las formas de permisibilidad y tolerancia son puestas en jaque. Usando una analogía ilustrativa, esto es semejante al antiguo proceso de revelado, donde el virus semeja la solución química que tiene la habilidad de develar en imagen real lo que estaba latente en el llamado “negativo” de la película fotográfica (que en la comparación equivale a la modernidad) y de este modo, mostrar la auténtica imagen, especialmente en sus ángulos más reservados (que son los tres elementos que describiré a continuación). A partir de esta comparación, paso revista de lo revelado por el inesperado baño de realidad generado gracias a la infección global.
El primero fenómeno de todos: la muerte. La cultura moderna ha sido sumamente hábil en ocultar la cara tenebrosa de la muerte para las sociedades contemporáneas, y ha elaborado todos los escenarios necesarios para disimular su presencia en la vida ordinaria. Los cementerios y camposantos modernos poseen un estilo “siempre verde”, que instala la idea de la muerte como un plácido momento de descanso, un relajado tiempo en medio de lápidas de mármol pulido e inocentes aves trinando memorables melodías en honor de nuestros “idos”. Es lejana la imagen de la muerte como una sobria figura que nos recordaba el inevitable final de la vida, por ejemplo, con el semblante de una calavera o un esqueleto vestido con ropas oscuras. Aunque, últimamente, la proximidad de la muerte, bastante usual en la cultura mexicana, ha sido subsumida como plataforma comercial, por ejemplo, para ambientar películas (007: Spectre del 2015; Coco del 2017), o promocionar espacios turísticos (Desfile de día de muertos en Ciudad de México a partir del 2016), donde el halo de misterio propio de la muerte cede paso a otras lógicas. Pero ahora, con el diario recuento del número de muertes a lo largo del mundo, tenemos el protagonismo de la muerte con toda su capacidad de presencia. El continuo pronóstico prorrogado de una vacuna salvadora, los anuncios de “nueva” normalidad, las secuencias de reactivación de actividades, etc., como formas mediáticas, tienen el común denominador de buscar un modo de aplacar esta disrupción mortal en el sistema mundo, y son el símbolo de la incomodidad que el virus establece en el corazón de la maquinaria moderna.
En segundo lugar, otra revelación de la contingencia viral es mostrar la inequidad de la distribución del bienestar humano en el mundo. Mientras ciertas capas de población tienen un continuo monitoreo del avance del virus (logrando prevenir parcialmente sus efectos), otros sectores solamente son capaces de esperar que la ola de contagios no les alcance con tanta dureza. La desigualdad en recursos es más y más palpable en la medida que la propagación del virus se incrementa alrededor del orbe. En este sentido, la división del mundo rico y el mundo pobre es notable, y para América Latina, la descripción de Alicia Bárcena (Secretaria Ejecutiva de la CEPAL), sintetizada en este enlace de seis minutos de entrevista es sumamente decidora (https://youtu.be/816233bzhNo). Nuevamente, la modernidad desnudada, tiene que reconocer que su dinámica económica de crecimiento no promueve un desarrollo humano equitativo, sino la asimetría social.
Y finalmente, el virus ha mostrado el singular carácter de la modernidad en cada país. Y ello expresa cómo la modernidad ha sido asumida de distintas maneras, dependiendo de cada nivel cultural y educativo. Un ejemplo relevante en América Latina es Costa Rica (https://youtu.be/6hsbyQAQcWw). Con los mejores estándares de desarrollo humano en la región de América Central (95 % de cobertura en salud; 98 % de acceso al agua en los hogares; tercer lugar de América Latina en las pruebas PISA, detrás de Chile y Uruguay), este país ha enfrentado la situación sanitaria con disciplina, orden e inteligencia. Los resultados actuales evidencian una buena regulación de los servicios de salud, y la capacidad de la población para atender y concentrarse en lo importante ante la gravedad del momento.
Pero lo dicho, es más bien excepcional comparado con otros países de América Latina, donde hay tristes ejemplos de autoritarismo, mal manejo de fondos públicos, desinformación, y una de las peores cosas, prepotencia gubernamental, con la pésima idea de que la situación provocada por el virus no es razón suficiente para detener el tren normal de vida, especialmente en los hábitos de movilidad, comercio e industria. De este modo, la contingencia viral, ha manifestado qué clase de modernidad tiene cada cual, desde la más apegada al interés público, hasta la más individualista y estrecha de miras.
Y con esto concluyo, dejando algunas ideas en espera para otra ocasión. Dicen que la cercanía de la muerte hace ver más claro. En base a ello, un anhelo que se lee en varias reflexiones sobre esta experiencia es que la humanidad consiga un singular y saludable salto de consciencia. Especialmente, en lo relativo a la calidad de modernidad que requerimos hoy; ello pasa por aceptar la muerte como parte integral de la vida humana, la necesidad de cuidado respetuoso para las poblaciones más pobres del mundo, y finalmente, la importante y urgente decisión de elegir con autonomía la clase de modernidad ético-política que nos conviene planetariamente, una que sea inteligente y consciente de la prioridad del espacio público, o una de las restantes… que pueden ofrecer algunos resultados llamativos y fugaces, pero que no nos resultan sustentables ni a corto, ni a mediano, ni a largo plazo.