René Arturo Villegas Lara

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René Arturo Villegas Lara

Creo que muchos, en este encierro obligado por la pandemia, hemos desempolvado viejos libros que están en las estanterías haciendo fila como hormigas arreadoras, solo que, sin movimiento, con todos sus subrayados como evidencia de que ya fueron leídos y que deben releerse. Y gracias a este confinamiento necesario, hemos vuelto a leer libros que habíamos dejado dormidos y vaya sorpresas con las que nos encontramos. A mi me ha tocado desempolvar un primoroso libro de Azorín, Las Confesiones de un Pequeño Filósofo, que reúne una serie de retratos de sus recuerdos de la España interior. Azorín es el pseudónimo que él utilizo en el mundo de las letras españolas el gran escritor alicantino José Martínez Ruiz, quien juntamente con Baroja, con Unamuno entre otros, integran la famosa Generación del 98 y que, según dicen, fue él quien la bautizo con ese nombre. Azorín es el diminutivo de “azor”, un bello pájaro que semeja a un águila pequeña. Pues bien, en este libro de la colección Austral, hay un ramillete de descripciones que fueron escrita en un pueblo de Alicante, llamado Collado de Salinas, en 1909, y en cada prosa están descritas las sencillas formas de la vida provinciana y los recuerdos de su entorno humano: su casa, sus viejos parientes, sus maestros de primaria, los curas, las antiguas autoridades… Y que, para escribirlas, hubo de marcharse “…bajo los pinos, que una briza ligera hace cantar con un rumor sonoro”. Y agrega: “Quiero evocar mi vida. Es medianoche; el campo reposa en un silencio augusto; cantan los grillos en un coro suave y melódico; las estrellas figuran en el cielo fuliginoso; de la inmensa llanura de las viñas sube una frescor grata y fragante”. Y es que, como nos recordaba Arévalo, el maestro de Taxisco, “el recuerdo no es historia; es poesía”. Y poesía hay en estos cuadros de Azorín cuando describe el portón de las viejas casonas pintada con cal, empedrado de guijarros, con sus poyos en cada costado para el descanso de los visitantes y luego llegar al patio y al corredor en forma de escuadra, en donde estarían los macetones y las flores de plantas que se enredan en los pilares. Así eran las viejas casas en donde vivían los españoles que se situaron en Chiquimulilla, en Guazacapán y en Taxisco. En mi pueblo La casa de las Acosta tenía un portón empedrado con las tabas de las vacas y los novillos que sacrificaban cada fin de semana. Y Azorín recuerda la escuela, el Colegio, la Vega, al padre Carlos, el convento, las tenerías, el abuelo, el tío Antonio, las ventanas, las puertas…y tantos recuerdos que el escritor aprovechó para evocar la sencilla vida de las comunidades rurales; y lo hace con tal fidelidad y encanto, que don José Ortega y Gasset les llamó a sus estampas “Primores de lo vulgar”. Todas sus prosas dejan un sabor a “la tierruca”. A mi me encantó la descripción de la casa rural alicantina, con su cocina, su cantarero y sus cátaros de barro blanco, su filtro de piedra, su horno en forma de hongo sobre un “tapexco” de ladrillo tayuyo, los trastos de peltre y de barro colgando de argollas incrustadas en un travesaño que pende de vigas ahumadas; y el olor a chorizo impregnado en las paredes; y las trenzas de ajos agarradas de viejos clavos oxidados, incrustados en gruesas paredes de adobe, todas ennegrecidas por el hollín que dejó la leña. con rastros de color ocre que delatan que alguna vez fueron encaladas. Y para cumplirse aquello de que las cosas no son como fueron, sino como uno las recuerda, Azorín dice que no todo lo recuerda bien, porque:

“Tengo una idea confusa: no quiero arreglar nada. Me place dejar estas sensaciones que bullen en mi memoria tal como yo las siento, caóticas, indefinidas, como a través de una gasa, allá en la lejanía”.

Y al final, nos repite:

“No hay nada como la paz, el silencio y la sanidad del campo”.

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