Algunas notas acerca (de) De la Aspiración animal, de Gustavo Bracamonte
Gloria Hernández
Escritora
El hombre es el único animal que se ruboriza…
o que tiene motivos para ello.
Mark Twain
A lo largo de la historia, el ser humano se ha relacionado con el reino animal más allá del sentido utilitarista de satisfacer sus necesidades de alimentación, abrigo, ornamentación o fuerza de trabajo. Desde sus estadios iniciales, la cultura se encargó de la mitificación y de la configuración arquetípica de la conducta de los diversos animales. El arte, en especial, ha ilustrado esta relación interdependiente entre animales y seres humanos. La pintura fue de las primeras manifestaciones creativas en explorar la animalidad. Luego, la tradición oral y las religiones concretaron mitos y arquetipos que influyeron el pensamiento y la concepción ontológica de las diversas culturas antiguas.
Los fabulistas griegos exploraron con éxito este registro estético con propósitos moralizadores. Años más tarde, con estos valores plenamente establecidos, surge, por una parte, Dante que recoge la tradición mitológica del mundo occidental y la vierte en alegorías que establecen plenamente el concepto de la dualidad ser humano/animal. Dado el espíritu moralizante de La Divina Comedia, no sorprende el hecho de que sea en el infierno en donde los instintos de la soberbia, la codicia y la lujuria estén representados por el león, la loba y la pantera, respectivamente.
Por otro lado, el pintor Jerónimo Boesch o El Bosco en su tríptico El jardín de las delicias ilustra a cabalidad seres con partes humanas y partes animales y con ello, la esencia del zoomorfismo y de la animalidad. La idea se reitera: desde Aristóteles, quien llamó al ser humano “un animal político” y seguramente desde mucho antes, la metáfora se ha utilizado con diversos fines, en especial, para someter al ser humano a su justa estatura ética, para recordarle que es apenas un ser cuya esencia está aún (y siempre estará) dominada por el instinto. Es decir que la concepción no es nueva.
No obstante, este recurso literario ha fructificado en tiempos modernos en aproximaciones novedosas como las de Swift, Huxley, Arévalo Martínez, Kafka, Ionesco y, en Guatemala, Monterroso, Arévalo Martínez, Akabal y, ahora, Gustavo Bracamonte.
Preocupado por el devenir del mundo, Gustavo se debate a lo largo de su producción poética, entre el anhelo de alcanzar una etapa superior en el arte y en el espíritu —tal como lo promulgara Nietzsche— y la conciencia de las limitaciones humanas. Desde hace bastantes poemarios, le he seguido la pista a la honda inquietud de un autor hipersensibilizado ante la intrínseca animalidad del hombre que le impide aspirar a una estatura más digna de su idea de lo humano. Esta idea es muy aguda, por ejemplo, en su poemario Disección de cuerpos.
En estos poemas, el yo poético asume la variada sicología atribuida a distintos animales, pero prefiere, con mayor fuerza aquella del cánido, perro o lobo, para lucubrar acerca de la naturaleza perruna de los humanos y, por ende, de los instintos. Todo el poemario gira en torno a la metáfora de la animalidad y a la imposibilidad de superarla por medio de la cultura. Y al tomar conciencia de la reiteración del poeta de la transfiguración perruna, voy en busca de su simbolismo.
De acuerdo con la interpretación que hacen Jean Chevalier y Alain Gheerbrant en su Diccionario de símbolos:
La primera función mítica del perro, universalmente aceptada, es la de psicopompo, guía del hombre en la noche de la muerte, tras haber sido su compañero en el día de la vida. Este simbolismo inicial ha sufrido todo tipo de transformaciones. En casi todas las culturas, actuales y antiguas, ha existido un complejo conjunto de creencias en torno a la figura canina. Las diferentes mitologías dan cuenta de muchos perros que han intervenido en el destino de diversos héroes o de la humanidad en general. Anubis, el dios egipcio mitad hombre, mitad chacal; Cerbero, el guardián de los Infiernos con tres cabezas; Xolotl, dios canino de los chichimecas; Thot, el dios cinocéfalo egipcio; Hécate, diosa griega que tenía sombra de perro; el Cadejo, perro fantasma que guiaba a los beodos, y Hermes, el conductor de las almas al Hades; son algunos de los compañeros mitológicos que han ayudado o salvado a los hombres a través de la historia. En general, el perro es un animal inteligente, fiel y bien dispuesto para el aprendizaje, cualidades que le han valido para ser considerado un inestimable animal de compañía.
Entonces, al analizar las ideas anteriores y relacionarlas con los conceptos subyacentes en los versos del poeta Bracamontes, surge la posibilidad de una lectura más profunda de su poesía. Es decir que su palabra se potencia en virtud de todo su legado semántico. El poeta se apropia de todos estos siglos de herencia cultural y, sin tener plena conciencia de ello, le confiere al yo poético de sus últimos poemas la cualidad mitológica de perro guía y compañero de las angustias del hombre:
“Soy el lobo de mi propia angustia, aullido de carne de animales en extinción, que estiran la congoja solitaria al valle de las voces, sin llorar, sin lamentarme, porque pertenezco al mismo llanto lobuno, que dista de ser el estepario lobo de Hesse, en esta ciudad que duele, hasta en la comisura de la niebla gris.”
“Me raspa el galillo (…) El galillo de perro rabioso transformado en un cuerno ciego que anuncia la debacle mundial en el vacío oscuro de la nada.”
“Tengo los ojos de lobo viejo en cuya memoria el mal de la gente vigila en sesiones luctuosas, imágenes detrozadas…”
“Ese perro asqueroso con más hambre que yo, me come los ojos, me obliga a mirar por la oscurana, por los recintos tenebrosos de las casas abandonadas…”
Y así, podría continuar con la metáfora del perro que es la que domina esta obra. Sin embargo, hay que mencionar que hay en ella, muchas otras manifestaciones del instinto: “el abejorro del deseo”, “el roedor interno con sus actos y misterios afilados”, “el delfín más audaz habita mi corazón”, “el cenzontle que habita mis manos”, “las aves muriendo de civilización”, “el búho de los sueños”, “limpio la soledad con lengua de gato negro”, “hormigas enojadas por el mal tiempo” y no faltan “las ardillas se mueven en mis ojos”. Unas ardillas alegres que el poeta destina para ilustrar el lúdico vaivén de la dialéctica de la existencia: del día a la noche, del júbilo a la tristeza, de la profundidad a la superficie, de la angustia a la alegría, de la migración a la estadía, de la oscuridad a la luz.
El lenguaje en esta obra es culto, busca la palabra expresiva que demuestre con mayor claridad su íntimo pensamiento. Sin embargo, se aleja de las alusiones, un tanto excesivas en otras obras, a las referencias intelectuales del autor. Es más, por primera vez, se refiere a su formación académica de manera inusitada: “Tengo la sensación horrible de haber sido deformado por las cátedras universitarias como a becerro llenado de estupidez y con la animalidad más recurrente que delira en cada sustento presencial.” “La cátedra aniquila la imaginación…” No obstante, hay un poema en donde se funde de manera magistral la formación intelectual del poeta Bracamonte con su sensibilidad de artista, y que, a mi parecer, es uno de los mejores poemas de esta colección: “Hola hermano mono, me dice Darwin, te saldrán alas para volar…”.
Conocedor de la cultura, pero mejor aún, testigo del alma humana, Gustavo Bracamonte intenta todos los recursos de la palabra en cada una de sus obras. Su afán no es otro que transmitir su desasosiego convertido en arte. Él sabe, como Huxley, que “los hombres son animales extraños: una mezcla de nerviosismo equino, terquedad asnal y malicia camelluna.”. También intuye, como Nietzsche, que “el hombre es una cuerda que se extiende del animal al superhombre…, una cuerda que pende sobre el abismo.”. Y por ello, con todas las fuerzas que le quedan a su corazón, se aferra a su pluma para que esta continúe siendo la portavoz de sus tormentos.
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