Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura
-Hola vos –me dijo Gedeón, muy quitado de la pena- ¿qué tal estás?
El problema consistió en que si bien es cierto, decidí nunca más tener tratos con él, y ya había avisado a todo el mundo que si venía a buscarme le dijeran que no estaba, ese día no había nadie en la casa. Acto seguido me dijo que se alegraba mucho de verme, que me venía a saludar y a invitarme a desayunar en algún restaurante bonito del centro. Luego de pensarlo brevemente decidí darle una nueva oportunidad y le respondí que estaba bien, pero al mismo tiempo me comenzó a querer invadir cierta preocupación y hasta me asusté un poco; pero considerando la hora, y si tomamos en cuenta de que se trataba de un día sábado y yo no tenía nada qué hacer, le dije que estaba bien. Entré a traer una chumpa y nos fuimos.
Durante el camino me fue contando que la mujer de papaíto estaba muy enferma, que él estaba preocupado porque papaíto estaba muy triste, ya que los médicos no le daban muchas esperanzas sobre la recuperación de la señora y que en cuanto yo tuviera un tiempecito lo pasara visitando para darle un poco de consuelo. No dejé de sentirme un poco mal, ya que siempre estaba con la idea de pasar saludando a papaíto, pero por una u otra razón siempre posponía la visita, por lo que en ese preciso instante convine conmigo mismo en que la próxima semana pasaría por su casa.
En esas plática estábamos cuando llegamos al restaurante. Y en verdad, se trataba de un lugar apacible, muy acogedor y lleno de gente desayunando y platicando sus cosas.
-¿En dónde te querés sentar? –me preguntó.
Le respondí que me daba igual y que la cosa estaba en que encontráramos una mesa libre. Luego de inspeccionar el ambiente vimos que en el fondo había una mesa libre y hacia ahí nos dirigimos. Luego de sentarnos comenzamos a platicar de alguna cosa y el tiempo comenzó a pasar. Y el tiempo siguió pasando y nadie nos atendía, por lo que comencé a sentirme un poco incómodo, pero Gedeón se puso peor.
-Vos –me dijo-, como que fuéramos invisibles.
Acto seguido se levantó, y a voz en cuello comenzó a gritar que teníamos ya media hora de estar esperando y nadie nos atendía. Ante sus gritos se hizo un silencio instantáneo, como si todo el mundo se hubiera paralizado y la gente hasta dejó de masticar, todos mirando hacia nuestra mesa. Debido al escándalo, dos señoritas empleadas del restaurante llegaron corriendo, y luego de ofrecernos sus muy apenadas disculpas nos tomaron la orden y de nuevo se instaló la calma, pero pude notar que Gedeón lucía un poco como descompuesto.
-Por eso es que este país no progresa –me dijo, pero casi a gritos-, porque la gente no trabaja con eficiencia ni con responsabilidad, como si de regalado nos estuvieran dando de comer, pero como aquí nadie protesta por nada, todo sigue igual.
En esas reflexiones estaba cuando nos llevaron los platos con lo que habíamos pedido, que no era otra cosa sino huevos, frijoles, plátanos fritos, pan y café. Yo, en cuanto estuve servido me dispuse a comer, pero él solo se quedó mirando la comida y me dijo que a raíz de su enojo se le había ido el hambre.
-Y vos también harías muy bien si dejás el plato sin tocarlo.
-Mirá Gedeón –le dije-, para esa gracia mejor nos hubiéramos levantado y nos hubiéramos ido a otra parte.
Sin responderme nada comenzó a hacer cuentas utilizando una servilleta y su bolígrafo.
-¿Cuánto cuesta un huevo en una tienda, vos? –quiso saber.
-No lo sé –le respondí, porque la verdad es que no conocía ese dato.
-Pues fíjate que una docena cuesta doce quetzales. Si te fijás bien, en este plato, en donde hay dos huevos, un poco de frijoles, tres rodajas de plátano fritas, un poco de queso, un pan y una taza de café, lo más que suma todo esto son unos diez quetzales, y si mirás la carta, nos están cobrando cuatro veces lo que cuesta todo esto.
-Pues tenés razón -le dije-, pero tenés que tomar en cuenta que los dueños del restaurante tienen que pagar un alquiler por este local, y por acá los alquileres son altos; además, hay que pagar sueldos, impuestos, energía eléctrica y otros costos, más la ganancia que ellos esperan, pero dejando por un lado todo eso, en la carta están los precios de la comida para que todo aquél que venga sepa lo que tiene que pagar; es decir que ellos no obligan a nadie a que pague de más o de menos…
-Sí, pero es que es demasiado, es una verdadera desconsideración…
Y diciendo tales cosas se levantó y de nuevo comenzó a pegar gritos. También de nuevo todos los comensales se quedaron mudos y ante el silencio y la confusión me levanté y me fui para la calle dejándolo solo con sus alegatos. Ahí que viera él cómo resolvía sus pleitos y pagara los consumos, si es que estaba en disposición de pagarlos, claro.
Con Gedeón no se puede.