Por MARÍA VERZA
CIUDAD DE MÉXICO
Agencia (AP)
Una enfermedad puede causar miedo o no. Una bala siempre es una bala.
En los rincones más aislados y violentos de México, donde narcotraficantes, criminales y grupos armados tienen más presencia que el Estado, el nuevo coronavirus puede ser la última de las preocupaciones.
Para sus habitantes, la cercanía de la muerte o no poder moverse libremente no son nada nuevo. Cientos de comunidades de los áridos desiertos de la frontera norte a las selvas del sur llevan años sufriendo toques de queda y amenazas.
Acabar con una bala en la cabeza, o simplemente desaparecer, son miedos reales que hacen del COVID-19 un peligro demasiado abstracto, aunque la enfermedad cada vez esté cobrando más vidas en México.
«Mucha gente no se lo cree, no se cuida, yo creo que por la situación que hemos vivido», afirmó una mujer de Tamaulipas, en el noreste del país, uno de los escenarios más crudos de la violencia de los carteles del narcotráfico. «Dicen que si no nos han matado 10 años de guerra, no nos va a matar un virus». La mujer pidió el anonimato porque en Ciudad Miguel Alemán, la pequeña población donde vive junto a la frontera con Texas, hablar con un periodista siempre es peligroso, aunque sea sobre una epidemia.
En Tamaulipas, ya sea entre las maquilas que ensamblan lavadoras o televisores para vender a Estados Unidos o en remotos ranchos, cualquier lugar puede ser un escondite de migrantes, armas o drogas.
México se encamina al pico de la pandemia, con 24.900 casos y casi 2.300 muertos, pero la violencia no cesa. En 2019 se batieron récords de homicidios, más de 34.000. Y abril, con 3.000, fue el mes con más asesinatos desde julio de 2018, según datos oficiales. El país tiene más de 61.000 desaparecidos.
La pacificación que prometió el gobierno de Andrés López Obrador todavía no ha llegado y el crimen organizado sigue amedrentando a la población, por lo que el aislamiento del que tanto se habla en tiempos de coronavirus no es nuevo.
«Llevamos 10 años en cuarentena», se lamentó la mujer. «Ya no es difícil quedarse en casa».
En algunos puntos los cambios son casi estéticos.
Agua Prieta es una polvorienta población fronteriza junto al desierto entre Sonora y Arizona. Desde este cruce ilegal de drogas y migrantes hacia Estados Unidos, una trabajadora humanitaria contó que el vendedor callejero de droga ahora lleva cubrebocas y que la delincuencia aprovecha para regalar alimentos y productos de primera necesidad. Distintos carteles han hecho campañas de imagen en varios puntos del país, algunos con publicidad de sus líderes dibujada en las cajas repartidas por sus propios familiares. López Obrador lo denunció, pero dijo que era inevitable.
Por la sierra Tarahumara, las montañas escarpadas del norteño estado de Chihuahua donde la delincuencia controla los pasos, la droga y la tala de árboles, militares hacen recorridos invitando al pueblo a tomar precauciones frente al COVID-19, contó un vecino de Sisoguichi. Pero los armados no descansan, poco preocupados por la emergencia sanitaria.
«Puede sonar muy frío pero si comparamos las muertes por violencia y las de la pandemia, pues son más las primeras», sentenció el joven que también teme dar su nombre porque hace sólo unos días un grupo entró disparando al pueblo, mató a cuatro personas, incluido un menor, y se llevó a otras dos, una de las cuales una apareció muerta. «Usar cubrebocas y guantes no lo protegen a uno de las balas».
El hombre no minimiza la enfermedad. Con un médico especialista a 300 kilómetros de distancia puede imaginar lo que pasaría si el coronavirus se desliza por esas cañadas atravesadas por caminos de terracería y también le teme a sus efectos económicos. Pero afirma que otra gente desconfía.
«Muchos dicen que son chismes para asustar a la gente, que no les va a llegar, que son inventos del gobierno», comentó. «Hay mucha incredulidad».
Las explicaciones a estas actitudes pueden ser varias: desinformación, falta de credibilidad en las autoridades, negación como mecanismo de supervivencia.
La psicoterapeuta y experta en trauma Susana Uribe habló de una «desensibilización» hacia la violencia de quien vive con la muerte cerca. «Si ya vives aterrado, ¿qué te va a asustar un virus?».
Nadie más que los habitantes de Sinaloa -en el Pacífico norte- saben de violencia. Pero a diferencia del resto de los recónditos lugares antes mencionados, también saben lo que es el coronavirus: 92 personas murieron por COVID-19 en un mes y 74 en homicidios.
En los barrios más populares de Culiacán, una ciudad donde los capos muertos tienen más lujos que los sinaloenses vivos, la vida continúa casi con normalidad.
«Los narcos, los jefes, ellos traen temor, incluso están en sus bunkers temiendo el contagio, saben que pueden morir por eso», comentó Juan Carlos Ayala, experto en violencia de la Universidad Autónoma de Sinaloa. «Están con preocupación cuando saben que llega alguien de la ciudad, sobre todo de Culiacán», agregó. «Claro que la ola de violencia no para, están matándose igual que antes».
En la sierra, feudo del cartel que toma el nombre del estado y tierra de campesinos, un vecino contó que se ven menos vehículos en la carretera y que la mayoría de la gente se abasteció de productos de primera necesidad para no tener que ir tanto a la capital.
Néstor Rubiano, experto en salud mental de Médicos sin Fronteras, dio otro ejemplo: en los pueblos de la sierra de Guerrero, zona tradicional de cultivos de amapola donde grupos armados enemigos controlan cada acceso, apenas llegan los médicos. Por eso muchas comunidades decidieron auto aislarse.
«Si llega el virus y alguien enferma ¿adónde iría? Porque el hospital más cercano está a horas, eso si lo atienden», explicó Rubiano. «Y otra. ¿Va a poder salir? Porque si el actor contrario está ahí presente lo que va a hacer es que lo va a matar por el camino… Por eso toman sus propias medidas de autocuidado».
Pero otros no pueden confinarse tan fácilmente.
Adolfo López, líder de la comunidad de Aldama, en los altos de Chiapas, las montañas boscosas más al sur, aseguró que han acatado todas las recomendaciones de las autoridades: tienen filtro para controlar entradas y salidas y minimizar los contagios, suspendieron las actividades religiosas y populares y hasta cuentan con gel antibacterial. Pero de nada vale cuando empiezan los disparos y tienen que salir corriendo y abandonar sus casas.
En esa zona, viejos conflictos por la tierra degeneraron en el control del territorio por parte de distintos grupos armados. López no se atrevió a decir a quién pueden estar vinculados, sólo aseguró una cosa: tienen atemorizada a la población.
La gente tiene que huir de sus casas y esconderse en el monte bajo plásticos y lonas, una realidad que mantiene a unas 2.000 personas desplazadas de forma intermitente desde hace más de dos años. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han advertido del riesgo de la pandemia en estas poblaciones.
La semana pasada fueron ocho las viviendas dañadas por los disparos y hay miedo hasta de encender lumbre para que el humo no alerte a los atacantes, relató el líder indígena.
«Estamos viviendo bajo el fuego y las agresiones, eso es más preocupante que el coronavirus», advirtió. «Además la recomendación del gobierno es quedarse en casa, pero ¿cuál casa?».