FOTO: ROBERTO BROLL

Por: Luisa Fernanda González Pérez
Licenciada en Mercadotecnia y Máster en Gestión Cultural
Foto: Roberto Broll

Hace 7 años tuve el gusto de participar con un grupo de gestores de la economía cultural, para realizar del primer estudio de impacto hecho en Guatemala, titulado: “El Valor Económico de la Semana Santa en La Antigua Guatemala”, la investigación arrojó datos impresionantes sobre el flujo económico que existe durante la Semana Mayor en la Ciudad Colonial.

Para realizarlo se midieron los efectos: directos (costo invertido por las hermandades, gobierno local y familias que elaboran las alfombras, para levantar el evento de la Semana Santa), indirectos (gastos que realizan los visitantes nacionales o extranjeros, así como los residentes de la ciudad, es decir, los demandantes) e inducidos (la derrama de gastos o efecto multiplicador que ya sea los oferentes o demandantes efectúan).

En total, la suma de los tres efectos ascendía a Q672.7 millones, en ese entonces, algo difícilmente concebido, pero sustentado en base a una investigación rigurosa y profunda. La importancia del estudio radica en el hecho de visibilizar, en términos económicos, la incidencia que tiene este evento en el movimiento económico nacional, con la intención que, a partir de ello, el documento fuese una herramienta de apoyo para tomar decisiones.

Sin embargo, la cuaresma del 2020 se siente distinta, como un hecho prácticamente inédito, las procesiones no salieron de los templos, el aserrín de colores y las flores no adornaron la ciudad, el olor del corozo quedó encerrado entre sus vainas y los cucuruchos cuentan los pasos perdidos de sus recorridos. La suspensión de la Semana Santa obedece a una medida de prevención del contagio del Coronavirus. Esta es una comprensible y dolorosa medida ordenada por el gobierno, que se debe acatar para evitar contagios.

Pero, así como la suspensión del evento religioso crea nostalgia en sus fieles devotos, el bolsillo de muchas personas, familias y empresarios también sufre, pues el desarrollo de las actividades en esta época representa un ingreso significativo en su presupuesto anual. Esta pérdida es irrecuperable. Hoteles, restaurantes, transportistas, vendedores informales y la derrama que estos trasladan no percibirán en ningún sector de la economía formal e informal que está involucrado de forma directa o indirecta en el fenómeno económico/cultural que es la Semana Santa.

Con un encierro obligado, el mundo hoy parece girar al revés y las distintas expresiones culturales lloran, teatros, museos, galerías de arte, salas de cine y conciertos, se cancelaron. El empleo en cultura, que padece de características precarias en las contrataciones de personal, sufrirá más temprano que tarde los efectos negativos que esta crisis mundial acarrea. Para contrarrestar esta alarma, algunas organizaciones anuncian descargas de contenido gratis, lo cual puede ayudar a aliviar el tedio, pero no contribuye a sanar la economía de la cultura llamada por muchos: el motor de desarrollo. Y es que con la riqueza cultural que posee Guatemala, es preciso reafirmar lo que algunos y ojalá muchos sepan, que el cálculo que las industrial culturales y creativas generan en el país representa un 7.26% del PIB nacional.

Dicen que juntos saldremos adelante, ojalá así sea y la cultura no ocupe el último lugar en las políticas nacionales. Y sea, por esta coyuntura mundial, que hoy vienen a mi mente las palabras que un tío médico me parafraseo en una ocasión, cuando en un salón de clases alguien preguntó: ¿Qué quedará cuando todo acabe? la respuesta ante esta pregunta un tanto apocalíptica fue: Queda la cultura.

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