Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

Cuando los conceptos llegaron como inquilinos a mi mente infantil, pensé que el silencio era silencio.

Pero no.

Tiempo después, un profesor me dijo que era la ausencia de sonido. No obstante, me convencí que eso no era cierto cuando, ya adolescente, escondido tras un pinabete enano oí cuando mi tía, blusa en mano, le decía a su novio, que tenía el brassier en el cuello, como bufanda: «Mi amor, mejor vamos a la habitación; en silencio; que nadie nos oiga ni se entere.»

Fue cuando mejor los oí y más enterado quedé de los tesoros que ambos buscaban en la intimidad de sus cuerpos. Para un muchacho como yo, esa circunstancia fue cataclísmica. El piso de madera del corredor que llegaba hasta el cuarto de mi tía fue un amplificador de la más alta fidelidad; reprodujo con magistralidad los pasos de ambos, y jadeos, y gozo, y alegría e insensatez… y mi agitación. Una hecatombe con visos de fin del mundo. Esa fue la primera vez que el silencio no constituyó silencio.

Tres años después, cuando a mi tía la dejó su novio y yo había cruzado el umbral de la adolescencia, entonces sí pensé que verdaderamente existía el silencio. Los ruidos de la ciudad, los motores de los camiones derramando furia frente a nuestra casa y los aviones royendo el cielo para defecar su ruido sobre nosotros, de pronto, cesaron. Fue como si la tristeza de mi tía, convertida en batuta, le hubiese ordenado a todos los sonidos que concluyeran. Pero no tuvo la suficiente capacidad de persuasión porque ese día y muchos más, al llegar la tarde, salieron de su habitación los habituales programas de Radio Clásica, una emisora de la RNE.

Después de dos semanas que mi tía estuvo maquillándose de tristeza y flagelándose con el cilicio del hambre, mi madre me dijo: «Llévale una taza de té y pan a su cuarto.» Estuve contento de aceptar el encargo; sin embargo, cuando el nudillo de mi dedo tocó la puerta y luego la abrí, sentí que se convertía en llave de mi turbación. Ella estaba boca abajo, con ese sencillo vestido de falda de tulipán que a mí tanto me gustaba.

—Mi mami le envía café y pan, tía.

—Gracias.

—¿Se los dejo en la mesa?

—Sí; déjalos en la mesa.

Luego de cumplir su instrucción, me acerqué para darle el beso de despedida y buena noche.

—No te vayas aún. Quédate un rato.

Allí me quedé, acostado a la par suya, hasta que se durmió sin tomar el té ni comer el pan.

Al regresar al comedor, mis padres habían partido a su habitación. Subí a mi cuarto; encendí la compu y seguí escuchando la música que comencé a oír en el cuarto de mi tía.

Al día siguiente, durante el almuerzo, me dio satisfacción oír que mi mamá le dijo:

—Me alegro que hayas comido algo en la noche.

—Sí; gracias por enviarme el panito. Ojalá todas las noches me llevaran de comer al cuarto —dijo, sin mucha convicción.

Entonces, durante las noches siguientes, mi madre me remitió a dejarle té y pan hasta que un miércoles, al entrar, la encontré llorando de manea desconsolada. Una penumbra húmeda rodeó mi cuerpo y me inoculó de fantasmal corporalidad.

Luego de poner las cosas en la mesita, me senté en la orilla de la cama; como quien rema en aguas tranquilas, comencé a sobarle la cabeza. Allí ocurrió uno de los viajes mentales más hermosos de mi vida.

Mis papás fueron inmunes a la tristeza de mi tía. Yo, no. Ese estado de ánimo, aunque me punzaba con inmaterialidad, provocaba en mí un sórdido placer… me fue apartando paulatinamente de la cotidianidad. Como consecuencia, mis viajes a lugares apartados comenzaron a hacerse frecuentes.

—Mami, mañana salgo de viaje.

—¿A dónde vas?

—A la finca de Rodolfo.

El autobús me dejó en la entrada de la finca, a la orilla de la carretera. De allí caminé dos kilómetros hasta llegar a la residencia. Desde el primer paso que di, después de bajar, comencé a sentir que entraba a terreno mágico. Al presentir el bosque, los olores vegetales cavaron túneles balsámicos en mis sentidos. Los pájaros, a medida que avanzaba, ensayaban de manera pertinaz lo que me pareció una sinfonía compuesta con el propósito de sacudir mi corazón.

En la finca dormí profundamente. Después de sentir el despertador, a las cinco de la mañana, me preparé para salir con mi notebook en la mochila. Lleno de alborozo partí evocando las veces que había recorrido esa inmensa vegetalidad.

Caminé con pasos esponjados por la broza mientras los olores del bosque barnizaban mi olfato de nostalgia. Los sonidos del viento y los pájaros dotaron a mi piel y sentidos de una extraña lujuria que me llevó a sentarme en una de las gramillas, a la orilla del río.

Agua corriendo rumorosa, aleteos de pájaros, viento encajonado, árboles bailando cesaron sus tareas de manera abrupta; en medio de esa orgiástica sinfonía, de pronto, sentí con nitidez un silencio absoluto.

¿O era el otro yo del silencio?

Ese fue el escenario en el cual la majestuosa evocación de mi tía llegó vestida de vaporosidad. Allí me quedé inmóvil, como dura estatua. Dejé que sus besos imaginarios me recorrieran, que mi respiración erizara su cuello; que nuestras manos y piel se convirtieran en artesanas de la más absoluta felicidad.

Al sentarme, no pude contener la represa de mis lágrimas. Tomé mi notebook; de los programas que grabé de Radio Clásica, puse el final de uno que nos impactó a ambos: Infancia y primeros años de Nyiregyházi, de la serie El pianista oculto. Ella estaría feliz de escucharlo. Yo estoy estremecido de tristeza al escuchar a Nyiregyházi que me eriza la piel con esa «obscena interpretación» de Tristán e Isolda que sirve de marco adecuado para evocarla, hoy, a un año de su muerte.

¿Por qué tuvo que ocurrir su deceso un mes después de haberme elevado a la cima del placer?

¡No es justo!

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