Políticamente hablando, Thomas Moro fue miembro del Parlamento desde 1504. También fue elegido juez y subprefecto en la ciudad de Londres, pero comúnmente se le conoce porque se opuso a algunas medidas de Enrique VII, lo que le trajo varios quebraderos de cabeza. Ya con la llegada de Enrique VIII, protector del humanismo y de las ciencias, Moro entró al servicio del Rey y se convirtió en miembro de su Consejo Privado.

El Rey Enrique VIII se enemistó con Tomás Moro cuando quiso divorciarse de su esposa Catalina de Aragón, y Tomás, como Canciller, no lo aprobó. Enrique VIII había pedido al Papa la concesión del divorcio, y la negativa de éste supuso la ruptura de la Iglesia de Inglaterra con la Iglesia Católica de Roma.
El rey insistió en obtener su divorcio eclesiástico, como medio para acallar sus devaneos de alcoba, de los que había murmuraciones por la Corte, y por las que el rey se sentía molesto. El divorcio hubiese borrado la infidelidad, y todo hubiese quedado en un asunto intrascendente.

Las sucesivas negativas de Tomás Moro a aceptar algunos de los deseos del rey, acabaron por provocar el rencor de Enrique VIII, que acabó encarcelando a Tomás Moro en la Torre de Londres, tras la negativa de éste a aceptar el juramento que reconocía a Enrique VIII como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra, tras la ruptura con Roma.

Finalmente el rey, enojado, mandó juzgar a Moro, quien en un juicio sumario fue acusado de alta traición y condenaron a muerte (ya había sido condenado a cadena perpetua anteriormente). Otros dirigentes europeos como el Papa o el rey Carlos I de España y V de Alemania, quien veía en él al mejor pensador del momento, presionaron para que se le perdonara la vida, y se la conmutara por cadena perpetua o destierro, pero no sirvió de nada y fue decapitado una semana después, el 6 de julio de 1535.
Tomado del sitio digital: https://blogs.ua.es/thomasmore/acerca_de/

Aunque estoy bien convencido, mi querida Margarita, de que la maldad de mi vida pasada es tal que merecería que Dios me abandonase del todo, ni por un momento dejaré de confiar en su inmensa bondad. Hasta ahora, su gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que prestar juramento en contra de mi conciencia; hasta ahora, ha inspirado al mismo rey la suficiente benignidad para que no pasara de privarme de la libertad (y, por cierto, que con esto solo su majestad me ha hecho un favor más grande, por el provecho espiritual que de ello espero sacar para mi alma, que con todos aquellos honores y bienes de que antes me había colmado). Por esto, espero confiadamente que la misma gracia divina continuará favoreciéndome, no permitiendo que el rey vaya más allá, o bien dándome la fuerza necesaria para sufrir lo que sea con paciencia, con fortaleza y de buen grado.

Esta mi paciencia, unida a los méritos de la dolorosísima pasión del Señor (infinitamente superior en todos los aspectos a todo lo que yo pueda sufrir), mitigará la pena que tenga que sufrir en el purgatorio y, gracias a su divina bondad, me conseguirá más tarde un aumento premio en el cielo.

No quiero, mi querida Margarita, desconfiar de la bondad de Dios, por más débil y frágil que me sienta. Más aún, si a causa del terror y el espanto viera que estoy ya a punto de ceder, me acordaré de San Pedro, cuando, por su poca fe, empezaba a hundirse por un solo golpe viento, y haré lo que él hizo. Gritaré a Cristo: Señor, sálvame. Espero que entonces él, tendiéndome la mano, me sujetará y no dejará que me hunda.

Y, si permitiera que mi semejanza con Pedro fuera aún más allá, de tal modo que llegara a la caída total y a jurar y perjurar (lo que Dios, por su misericordia, aparte lejos de mí, y haga que una tal caída redunde más bien en perjuicio que en provecho mío), aun en este caso espero que el Señor me dirija, como a Pedro, una mirada llena de misericordia y me levante de nuevo, para que vuelva a salir en defensa de la verdad y descargue así mi conciencia, y soporte con fortaleza el castigo y la vergüenza de mi anterior negación.

Finalmente, mi querida Margarita, de lo que estoy cierto es de que Dios no me abandonará sin culpa mía. Por esto, me pongo totalmente en manos de Dios con absoluta esperanza y confianza. Si a causa de mis pecados permite mi perdición, por lo menos su justicia será alabada a causa de mi persona. Espero, sin embargo, y lo espero con toda certeza, que su bondad clementísima guardará fielmente mi alma y hará que sea su misericordia, más que su justicia, lo que se ponga en mí de relieve.

Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor.

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