Max Araujo
Escritor

Durante muchos años – para los de mi generación- Mario Monteforte Toledo fue un mito. Se sabía que vivía en México, que era un excelente escritor, un político de la revolución del 44, un hombre de mundo y un dandi. En 1986 Vinicio Cerezo, Presidente de la República, lo invitó a que regresara del exilio, llegó entonces a Guatemala. Su presentación pública se hizo en la Biblioteca Nacional. Muchos llegamos para escucharlo y conocerlo. A partir de ese momento se inició entre nosotros una amistad que terminó con su muerte, en 2003.

Son muchas las anécdotas que podría contar de él, en las que fui observador o coprotagonista, sin embargo, solo contaré una, cuando después de haberse ido de Guatemala, a fines de los 80, previas despedidas, entre ellas una que le organizamos en el restaurante Altuna, de la zona 1, -ocasión en la que nos prometió a los presentes que no envejecería porque dijo que envejecer era asqueroso-, volvió a Guatemala, a principios de los noventa, en un retorno definitivo que solo se interrumpió con algunos viajes ocasionales al extranjero.

La anécdota es la siguiente: Al atardecer de un día cuya fecha no recuerdo, recibí una llamada telefónica de Mario en la que me anunció que ya se encontraba nuevamente en Guatemala, que acababa de llegar y que se encontraba hospedado en el Hotel Colonial -7ª. avenida de la zona 1. Requería con urgencia de mi presencia. Invité a Humberto Ak´abal, quien en ese momento se encontraba en mi oficina profesional, para que me acompañara, para presentarlos. Se sumó a nosotros Carlos Gandinni, nieto de uno de mis vecinos de nuestra casa de la Quinta Samayoa, en ese momento un adolescente que cursaba la secundaria, y que hasta la fecha -ahora un abogado y notario de prestigio- él y sus hijitas me consideran su tío, al que le guardan mucho respeto y cariño. Carlos, desde niño, fue conmigo muchas veces a eventos culturales y a reuniones con escritores.

La urgencia de Mario era porque en cualquier momento le avisarían de la llegada a la ciudad de Guatemala de su caballo “El Esperado”. Este fue un hermoso ejemplar, para equitación, que recibió de la familia Domecq, de la rama de México, a cambio de un cuadro de Guayasamín, que en su momento le fue obsequiado por este famoso pintor ecuatoriano, cuando Mario vivió en su casa durante un tiempo. De su estadía en Ecuador hizo esposa -Corina, con quien tuvo una hija- las más pequeña de sus descendientes. Las dos le sobreviven.

“El Esperado” fue transportado, según se nos informó, en un vehículo apropiado desde la ciudad de México hasta la frontera con Guatemala. Desconozco quien hizo los trámites aduaneros pero el caso es que ya en territorio nacional, en tránsito hacia la ciudad de Guatemala, el equino viajó en un camión en condiciones deplorables. De milagro no sufrió lesiones que le habrían hecho imposible cumplir con la función para la que vino a Guatemala -la de servirle a Mario para que hiciera sus faenas de equitación, que, según dicho jinete, equivalían a un ejercicio fuerte, de un par de horas, en cualquier gimnasio.

El caso es que mientras en el hotel esperamos durante varias horas una llamada, para mi misteriosa, Humberto Ak´abal, Mario y su esposa Mireya Iturbe, intercambiaron entre ellos una conversación de conocimiento mutuo y de trabajos literarios. Con Gandinni, fuimos en esos momentos más que contertulios unos oyentes.

A eso de las tres de la mañana Mario recibió la tan esperada llamada, y como si fuésemos bohemios trasnochados atravesamos en mi vehículo, -yo como chofer-, una ciudad con calles desiertas hasta llegar a un punto de la calzada Aguilar Batres, en donde el conductor del infame camión que traía al equino nos hizo -de manera sospechosa para cualquiera que no fuésemos nosotros- un intercambio de luces, que haciendo lo mismo le contesté con mi Chevrolet rojo, compañero de muchas atenciones a escritores extranjeros que nos visitaron. Aún el uso de celulares no era moneda corriente. Terminados esos apagones y encendidos de luces, descendimos de los respectivos vehículos.

Después de las palabras habituales para la ocasión Monteforte ordenó una caravana. Mi vehículo iba adelante y detrás el camión, siguiéndonos. Nuestro destino fueron las caballerizas del Hipódromo del Sur, en donde unos somnolientos guardianes nos dieron paso hacia un lugar que ya tenían destinado para “El Esperado”. En cuanto lo situaron le dieron de beber y comer. Se notó el hambre y la sed del infortunado viajero. Mario no cesaba de acariciar la cabeza del animal.

Estando ahí nos dieron las cinco de la mañana, por lo que ya comenzaba a amanecer. Nos despedimos de nuestros anfitriones. Me tocó ir a dejar a Monteforte al Hotel donde horas antes nos habíamos encontrado, luego a Ak´abal a su casa de la colonia Monserrat. A mi hogar y al de Carlos llegamos a las siete de la mañana, en donde tanto mi padre como don Rubén nos recibieron preocupados. No sabían por dónde andábamos.

El Epílogo de esta historia es que, entre Monteforte, Mireya y Ak´abal, se inició una amistad, más beneficiosa para Humberto que para Mario. Y que días después el profesor de literatura guatemalteca, que le daba clases a Charlie (Gandinni) en el colegio San José de los Infantes afirmó en su curso que Mario Monteforte había muerto hacía muchos años, por lo que el adolescente le replicó que no, que él había estado con él días antes, por lo que el profesor dudó.

Le indicó además que no le creía, y que cómo lo podía probar, por lo que el jovencito, más avispado que lento, le contestó, pregúntele a mi tío Max Araujo, y él le dirá que es cierto. Enseguida le narró al sorprendido profesor, y a sus condiscípulos, nuestra aventura. El docente que había sido mi compañero en la secundaria, que conocía de mis actividades en el mundo de la cultura guatemalteca, le contestó: “sí, así como lo cuenta sí le creo”.

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