David Pinto Díaz
Escritor
“Tú me respondes, vos”.
Mario Vargas Llosa
Muy cerca de la frontera con Honduras un niño mira, oye y presiente. Lo primero que recuerda hoy es a su joven mamá llorando de noche junto a un jeep militar por sus dos tíos liberacionistas apresados. Se los llevaron como sospechosos contra Árbenz, pero regresarían sin ningún rasguño.
Después de tantos años no puede olvidar el día lluvioso de junio cuando subían al camión International de palangana un puñado de muchachos ladinos para que fueran a pelear contra Árbenz. Al día siguiente volvieron con dos cadáveres conocidos y Licho, sin una pierna, y Pablo que no aparecía, pues desertó entre los matorrales del cerro Ceniceras donde fue la refriega perdida por el coronel Carlos Castillo Armas.
El niño conoció al coronel, mejor dicho, lo miró un ratito cuando salía de la pequeña oficina de telégrafos. Estaba jugando con las gotas de lluvia escurridas en el parabrisas de la camionetilla Lupita, marca Dodge, incautada por el Movimiento de Liberación Nacional a doña Lupe Sagastume, señora evangélica que empleaba la Dodge para ir evangelizando infieles por esas aldeas fronterizas a El Salvador y Honduras.
-Quitate de ahí patojo- El niño obedeció al militar de caqui, físicamente parecido a tantos paisanos mestizos (ladinos) de regular estatura. En aquel Quezaltepeque, veinte kilómetros del santuario de Esquipulas, cuna del arzobispo Mariano Rossell y Arellano, estuvieron acantonados los liberacionistas un par de días hacia el 22 de junio de 1954. Casi todos eran campesinos, pero había ciertos señorones que parecían venir de algún lugar lejano. Indiscriminadamente lucían brazalete azul, blanco y rojo con una daga al centro. Pocos portaban metralleta, entre ellos Marco Tulio, un señor joven de Quezaltepeque. Aquella tropa entrenaba en el gran patio de gramilla verde frente al edificio de la alcaldía, maniobrando algunos fusiles con culata de madera.
Antes del pequeño batallón había llegado monseñor Constantino Luna, desde Zacapa, para acordar una definitiva rendición incondicional. Todas las casas pusieron manta blanca en señal de paz. Después entraron los señorones con su puñado de gente y se dedicaron a reclutar más combatientes. Allí alistaron a los que murieron en el tiroteo de Ceniceras, aldea de la vecina Ipala.
En ese momento el niño no podía saber que la bienvenida liberacionista estaba preparada de antemano, principalmente por tres hermanos. Uno era Marco Tulio, otro, Vicente, donde se hospedó el coronel y, por último, David, el más importante, amigo y médico de Castillo Armas hasta la noche del asesinato. También el doctor David terminaría víctima de la misma violencia, pero ya en los años setentas.
El coronel Carlos Castillo Armas se la pasaba bien dentro la oficina de telégrafos o bien en un ir y venir incesantes. En Esquipulas tenían una banda de música en casa del arzobispo para ensayar su himno a la cruzada patriótica, según contaba el tío Antonio Mejía, liberacionista de toda la vida, músico y sepulturero. Buena gente Antonio, aunque robó algunas gallinas cuando fueron a capturar por arbencista al tío Carlos, quien tuvo que salir huyendo disfrazado como peregrino del Cristo de Esquipulas, entonces capitán general del Movimiento de Liberación Nacional –MLN–.
Al tío Antonio y otros quisieron pagarles posteriormente con cincuenta quetzales sus servicios de guerra, pero no aceptaron. Eran liberacionistas de corazón, anticomunistas convencidos, no eran mercenarios como otros que habían llegado desde Honduras.
Todo fue tan rápido en aquellas horas interminables de angustia con una madre nostálgica del general Jorge Ubico, pero casada con un arbencista. -Fusilaron a tu papá, gritaba llorando-. En ese instante empezó a florecer un odio infantil hacia Castillo Armas y sus liberacionistas. Ya pasadas unas semanas supieron que el papá estaba exiliado en México dejando hijos y mujer sin un centavo, al amparo de abuelas y tías. De veras tocó sentir muchas cosas y lo más sentido fue que la vida se había torcido para siempre.
Quizá a otros niños los guardaban por miedo hacia esos extraños recién llegados, pero aquel patojo anduvo curioseando mañana, tarde y noche. Una de esas dos noches, en desamparado callejón con luz eléctrica mortecina andaba completamente borracho tío Juan, insultando al liberacionista armado que custodiaba cierta esquina. Había toque de queda, eran como las siete de la noche. También había muchos tíos, porque en la muy noble y muy leal villa de Quezaltepeque medio mundo ladino estaba emparentado.
-Retírese señorito. Retírese ya-, ordenó el hombre armado vestido de civil, apuntándole a la cabeza. Refunfuñando, tirando manotadas al aire reculó el borracho, señor liberacionista que ese mismo día había invitado al coronel Castillo Armas para almorzar juntos, en familia.
Durante aquellos dos días el niño seguía con los ojos a La Lupita en movimiento, presintiendo la presencia del coronel. Pero Castillo Armas se fue sin decir adiós y doña Lupe Sagastume recuperó su Dodge pintada con franjas café claro y café quemado. Las portezuelas parecían de madera, a lo mejor era caoba. Hasta el día de hoy es imposible saber qué hizo el coronel invasor, pero lo que no hizo fue avanzar hasta Zacapa, donde estaba una de las bases militares importantes y donde se consumó la traición.
Jacobo Árbenz renunciaría el 27 de junio, fecha fatídica cuando le tocaba al patojito cumplir sus siete años. De repente la noticia que el caudillo liberacionista ya estaba en el Palacio Nacional de Guatemala mandando como jefe del gobierno. Lo peor fue después y duró años, aunque en esos días fusilaron a Teodoro Trinidad, presidente del comité de reforma agraria. Lo mataron en un potrero que también servía como cancha de fútbol. Aparecieron grandes casquillos de fusilería, pero el cadáver se dio por perdido.
Luego de hacer eso los liberacionistas se marcharon hasta Zacapa para tomar el tren con destino a la capital guatemalteca como vencedores y decididos a quemar todos los libros comunistas. Eso sí, antes de irse dejaron plantada una gran cruz en el cementerio con la leyenda Dios, Patria, Libertad. Peor que la cruz fueron las persecuciones, el comité de defensa local contra el comunismo, las listas negras, las nuevas autoridades impuestas a punta de pistola hasta los años ochenta. También quedó como recuerdo un busto de cemento, hecho a la carrera en el parque parroquial. El busto fue cargado en procesión por una multitud de mujeres cuando mataron al coronel en 1957, mujeres de negro, afligidas y bonitas, que al niño le producían un cosquilleo.
A saber por qué quisieron tanto a Castillo Armas en Quezaltepeque. Casi todas las salas hogareñas tenían su foto vestido de gala. La gente se decía castillista, fieles a su libertador más que al movimiento político. Desgraciadamente el busto del parque, el de la procesión fúnebre, amaneció sin nariz una mañana de octubre, perdiendo así su Cara de hacha, y para 1965 apareció despedazado en un recodo del río, sin llegar a saberse qué pasó, permaneciendo únicamente el pedestal de concreto. Quizá ya había comunistas de nuevo, o, mejor dicho, una nueva generación de comunistas.
Inmediatamente se regó por el municipio el asesinato del presidente Castillo Armas. Algunos creyeron lo del cuaderno con instrucciones soviéticas en manos del soldado asesino. Otros mencionaban sospechosamente a los hermanos Oliva, coroneles de palacio. Romeo Vásquez Sánchez fue absolutamente desaparecido de la mirada pública en la larga noche del terrorismo de Estado. Nada de datos ni de perfil. Está más sepultado que ninguno porque ese soldado irreal no genera intereses, memoria, ni justicia. En cambio, del coronel Trinidad Oliva, inmediatamente hablaron, a favor o en contra, y publican fotografías oficiales. Su cara dice presente.
Esos recuerdos se revolvieron con la lectura de Tiempos recios, un relato donde los personajes (más de la cuenta) no se corresponden con las ideas históricas, memorias, ni la imaginación del guatemalteco. Solamente Martita “Miss Guatemala” amarra con intrigas, amoríos y odios la variada trama del documento-ficción. Ella sí es protagonista, una figura de portada. Cabalmente al final es ella quien da la clave sobre los sucesos en la Guatemala de 1954. Por fin al lector le queda claro que los verdaderos personajes son los aparatos de seguridad e inteligencia del Estado. Entidades secretas de Guatemala, Estados Unidos y Dominicana, agentes abstractos pero eficaces en la acción. En su clímax la ficción-documento pone al descubierto los golpes perfectos: Nadie personalmente mató al coronel presidente Carlos Castillo Armas y nadie derrocó al coronel presidente Jacobo Árbenz Guzmán. Solo fue un juego de papeles, una misión institucional cumplida, aunque seguirán volando versiones y revisiones interminables.
De nuevo “Miss Guatemala” sostiene y amarra. Ella fue primero Martita, una bella niña de Guatemala, después seducida y desflorada, más adelante “barragana” del presidente Castillo Armas, luego Marta sobornada por un espía gringo, finalmente raptada y traficada por Abbes García, torturador de la inteligencia dominicana: “Te voy a romper el culo y te voy a hacer chillar como a una verraca, Miss Guatemala”. Entonces, suena falso que reniegue abrirle las piernas al presidente dominicano, hermano del generalísimo Leonidas Trujillo, y más falso habiendo un cheque en blanco de por medio.
Marta como las demás mujeres literarias son sexo, dinero y poder. Aparte es la “india Símula”, quien además de hablar como profesora de mecanografía tiene ese nombre de pila malicioso. En el relato toda la gente muere o se evapora de repente, sin previo aviso. Solo “Miss Guatemala” queda viva, coleando e incombustible. Don Mario la entrevista, pero no le arranca una sola verdad sobre sus trabajos para la CIA: “Si sigue usted por ese camino, tendré que pedirle que nos despidamos ahora mismo”.
Todos mueren, hasta Abbes García a quien le gustaba meterse al burdel para mamar la raja de “algunas inditas que hablaban en sus dialectos y apenas chapurreaban español”. Como los hombres están presentados con identidad falsa, voces de ventrílocuo, hay que sacarles expresión ya muertos.
El coronel Carlos Alberto Castillo Armas (C.A.C.A) suplicando muerto: “Cállese señor, por piedad no me humille más con sus palabras de que soy “caca, insignificante, hijo del pecado, envidioso, mequetrefe, pervertido sexual, cobarde, hijo de puta”. Así no pega el magnicidio, a duras penas un vulgar minicidio tramado en burdel de mala muerte. Y la CIA rematando: “Míster Caca es algo aindiado y, no se olviden, la gran mayoría de los guatemaltecos son indios. ¡Estarán felices con él!”.
El coronel Jacobo Árbenz discutiendo: “No me pongás más blanco de lo que soy. Tampoco inventés esa admiración mía por la democracia liberal gringa. Democracia de la lengua viperina del senador McCarthy, del mafioso Nixon, de los imperialistas de la frutera mamita yunai, democracia de lobby oligárquico y mil sectas fanáticas. No me recuperés para uso del sistema capitalista. Mejor te resumo mi caso, vos: Luchamos con las ligas campesinas “indios analfabetos que apenas han salido del paganismo” por una reforma agraria pero no pudimos contra el pistolero embajador Peurifoy que amenazó destruir este “ejército de indios uniformados” con sus marines y entonces nuestros comandantes se rajaron, doblándose ante el arzobispo Sor Pijije, los grandes terratenientes, oligarcas tradicionales y capitalistas modernos. Tuve que presentar mi carta de renuncia: La United Fruit Company, los monopolios norteamericanos, en connivencia con los círculos gobernantes de Norteamérica son los responsables…
Y nuestro general Jorge Ubico en el más allá de las ilusiones perdidas: “Eterno Presidente”, ese soy yo como dice el autor y sobre yo tenía que haber escrito y no andar perdiendo el tiempo en babosadas. Desengáñese Mario, de veras yo soy el eterno Presidente, porque Guatemala quiere seguridad, orden y moral con autoridad de Ubico. Recuérdese de su deliciosa novela Elogio de la madrastra, erótica sonrisa vertical, la cual Fujimori manipuló para retratarlo a usted como inmoral frente a millones de sus compatriotas aborígenes, iletrados y mojigatos.
Con el hablar corriente de Guatemala sencillamente Vargas Llosa desatina: en el vocabulario introduce peruanismos como “maquinita, disforzado, alta de correspondencia”, desconocidos en nuestro uso común. Repetición de indios como comprobarán los lectores. Desafina el voseo, ritmo, fraseo, tonalidad, modulación, todo nuestro modo de hablar. Pero tratándose de docuficción (género nuevo) quizá esa sea la forma literaria para consumo internacional. En gusto novelero se rompen géneros.