Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

Dentro de poco menos de dos meses, Enrique Juárez Toledo estará cumpliendo 20 años de fallecido. Sus libros, con la más alta poesía guatemalteca que se haya escrito en el siglo XX parecen tener más años de muertos. Casi nadie los lee.

Lo conocí en junio de 1988 cuando transitaba mis 34 años; ocurrió después de una de las actividades realizadas en el Paraninfo Universitario, en el marco del Congreso Centroamericano de Escritores.

No sé por qué circunstancia fuimos a parar a la casa de Marco Augusto Quiroa que, en ese entonces, vivía en Santa Rita. Allí confluimos Rolando Castellanos Portillo, Enrique Juárez Toledo, Arturo Arias, Sagrario Castellanos, Max Araujo y no recuerdo quiénes más.

Fue una velada estupenda que terminó a eso de la media noche. Abundó la comida, los licores y la conversación festiva. Al final, la generosidad de Max Araujo nos condujo en su carro rojo a varios de nosotros a nuestras casas.

Esa tarde-noche la voz encendida, los comentarios ácidos y el humor negro de Quique Juárez se mostraron en toda su diafanidad.

Allí quedé fascinado por su personalidad. Creo que, en buena medida simpaticé con él porque, a mis treinta y cuatro años de edad, congeniaba con quienes iban en contra de la corriente.

Si no lo hubiera conocido en esas circunstancias, quizá no habríamos tenido una relación tan buena porque él tenía fama de ser un tipo hosco, huraño, desconfiado y poeta exquisito hasta cuando hablaba.

A propósito de esa manera de ser suya, el escultor Rodolfo Galeotti Torres lo apodó «poeta cara de palo corazón de colibrí».

La distensión de los tragos hizo propicia la simpatía. Sin embargo, detrás de esa fachada hosca de Quique, se escondía una sensibilidad y delicadeza que, solo quienes gozaban de su amistad pudieron aquilatar.

Luego de conocernos en casa de Quiroa, comenzamos a frecuentar los encuentros; sobre todo porque en aquel entonces, junto a otros compañeros, hacíamos el periódico Tzolkin; Juárez Toledo, de vez en cuando, llegaba a la redacción. Algunas veces aparecía al filo del mediodía, lo que hacía propicio reunirnos para almorzar.

Él fue muy crítico en casi todos los aspectos de la vida pero, sobre todo en lo que concernía a la literatura y las artes plásticas. Tantos artículos que publicó en el diario El Imparcial, en la Revista del Maestro de aquella época, y en otros medios de comunicación dejaron constancia de su agudeza y de su capacidad de análisis y crítica.

Enrique Juárez Toledo fue miembro del grupo Acento, en el cual estaban reunidos casi todos los escritores que se adscribieron a la llamada Generación del 40. Había en esos jóvenes escritores una pasión literaria que, en buena medida, fue alimentada por la publicación de sus trabajos en el diario El Imparcial, que lo hicieron su casa ya que, incluso, llegaban allí a redactar o pulir sus trabajos en las máquinas de escribir que les prestaban; además, fueron animados por las conversaciones y fraternidad que encontraron en personas como César Brañas, Joaquín Méndez h., Pedro Pérez Valenzuela, Francisco Méndez, Ovidio Rodas Corzo, León Aguilera, Rufino Guerra Cortave, etc.

Con el entusiasmo que los había agrupado en 1941, en abril de 1942 fundaron la Revista Acento cuyo nombre es debido a Raúl Leiva. Luego, el grupo tomó su nombre de la revista.

Del grupo y de la revista, Enrique Juárez Toledo junto a Raúl Leiva y Otto-Raúl González fueron quienes, quizá, más empuje le dieron. Tal revista, que comenzó a salir con periodicidad mensual, luego se hizo bimensual hasta noviembre de 1943, cuando dejó de aparecer.

Otto Raúl González, en su libro Caminos de ayer, dice que «Como una referencia histórica se apunta el dato del primer directorio de la revista: Director Otto-Raúl González; Consejo de Redacción Augusto Monterroso Bonilla, Ángel Ramírez, Manuel Eduardo Rodríguez, Enrique Juárez Toledo, Eloy Amado Herrera, Raúl Leiva; Ilustradores los artistas: Dagoberto Vásquez Castañeda, Carlos Sierra Franco, Guillermo Grajeda Mena y Juan Antonio Franco. Administrador: J. Ernesto Calderón Taracena».1

En 1944, Enrique Juárez Toledo vio publicado su primer libro: Tierra sin cielo, que lo editó la Unión Tipográfica. Y así, como dice Marco Antonio Flores: «Desde sus primeros textos, este poeta osciló entre la belleza y el dolor, la naturaleza y el amor».2

Al año siguiente, 1945, fue nombrado por la Junta Revolucionaria de Gobierno, Primer Redactor del Diario de Centro América bajo la dirección de José Rodríguez Cerna.

Manuel Galich, en 1948, lo nombró para desempeñar el cargo de Jefe de la Editorial del Pueblo.

Ese mismo año se le otorgó Medalla de Oro por su triunfo en la rama de Poesía, del Certamen Nacional Permanente de Ciencias, Letras y Bellas Artes, de Centroamérica y Panamá.

Los gobiernos revolucionarios de la época, en su preocupación por alentar a los creadores guatemaltecos, otorgaron becas a los más talentosos artistas; entre ellos, a Enrique Juárez Toledo quien, de 1949 a 1952 gozó de una beca de estadía en Francia donde pulió sus herramientas literarias y de dirección de teatro.

Todo parecía promisorio para el poeta fino que ya había publicado Tierra sin cielo, Pueblo y poesía, y Para morir contento. Pero vino uno de los golpes más duros que Enrique Juárez Toledo recibió en su vida: el derrocamiento del gobierno revolucionario de Jacobo Árbenz.

Fue un cachimbazo que trajo abajo mucho de su entusiasmo literario y lo obligó a vivir, a partir de 1954, un año en Chile, otro en Argentina y tres en Uruguay. Esos años de amargura y derrota, por fortuna, también fueron de mucho aprendizaje; de compartir con escritores de primera talla.

Por cierto, me contaba que cuando estuvo en Uruguay con Benedetti no tuvo una muy buena relación; decía que el uruguayo era un gruñón. Pero a mí se me hace que fue porque se encontraron la piedra y el coyol. Dos hombres muy críticos y, ambos, extraordinarios poetas. Aparte, Quique fue extremadamente quisquilloso. Por eso se peleó con tanta gente. Pocos resistían su sinceridad corrosiva.

Sus andares por tierras no guatemaltecas le agudizaron su sentido de la observación. Con ese detallismo suyo, pudo calar muy hondo en el alma humana; gracias a ese factor escribió tan extraordinarios libros de poesía.

Siempre que nos reuníamos me contaba alguna anécdota que oía en las calles, en las camionetas o en cualquier ámbito por el que pasara. Una que me quedó muy grabada fue la que me contó un día que nos reunimos para almorzar, y que también la compartí en la Revista Códice del Centro PEN Guatemala; me dijo:

«—Fíjese Canel que me anda revoloteando en la cabeza algo que escuché en la camioneta cuando venía hacia acá.

»—¿De qué se trata, Quique?

»—En el asiento de adelante [de la camioneta] venían dos mujeres conversando de muchas cosas de su cotidianidad; de repente, una de ellas preguntó: “¿Cómo hace usted para saber qué clase y color de hilo debe usar, doña Catía?” La otra, muy segura de sí, le dijo: “muy sencillo: la tela habla”.

»—¿Se da cuenta Juan Antonio, ¡la tela habla!? Uff, toda la rotundidad de esa respuesta.

»—¡Es poética!
»—Sí; es la poesía popular que nos nutre».

Y paladeaba las palabras «la tela habla, la tela habla, la tela habla…»

Por otro lado, para que se formen una idea de cómo era de quisquilloso y tajante, les contaré algo que sucedió entre nosotros. En 1989, junto a otro compañero, publicamos los Trifoliares de la iracundia que contenían poemas de escritores contemporáneos; además, los Cuadernos de la Verbena. Fue una experiencia muy bonita porque como en ese tiempo yo tuve una imprenta, aprovechaba para imprimir tales materiales.

Pues bien, antes de comenzar con la publicación de esos materiales, les propusimos a varios escritores, entre quienes se encontraban Enrique Juárez Toledo y Mario Monteforte Toledo, para que fungieran como comité de patronazgo.

A cada quién se le habló por separado.

Cuando hablé con Quique estuvo muy de acuerdo en figurar en ese comité. Sin embargo, no le mencionamos ni él preguntó quiénes más lo compondrían.

Pues bien, estando todos de acuerdo, se hizo una publicación en la que se mencionó a los integrantes de dicho comité. Y ahí fue la de Troya. Cuando Quique se enteró que Monteforte, a quien odiaba con odio mataquescuintleco iba a estar en ese cuerpo, puso el grito en el cielo y me escribió una carta, que todavía conservo y que dice así:

«Guatemala, 6 de marzo de 1989

»Estimado J.A. Canel:

»Me parece muy incorrecto que usted y su socio hayan empleado mi nombre para sus publicaciones (Trifolio, Patronazgo, Iracundia) sin tener la delicadeza de prevenirme…

»En otras palabras, no tengo ninguna disposición de colaborar con ustedes en sus proyectos editoriales, etcétera.

»Hagan caso que seguimos sin vernos. No soy amigo de improvisaciones. Antes que todo esta el arte… Nada se gana con cambiar una “e” por una “i”.

»Además, si uno ya encontró la oportunidad de engordar, no hay por qué llamarse “iracundo”.

»Los “iracundos” ingleses (Dylan Thomas a la cabeza) surgieron de Londres en la década de los 50.

»Aquí brotan como hongos, de cada “Limonada”

»Amistosamente,

»Enrique Juárez Toledo».

La carta la pasó dejando a mi taller de imprenta, la introdujo bajo la puerta y se fue.

Cuando la vi me di una encabronada de la gran diabla porque, en primer lugar, mi compañero y yo habíamos hablado personalmente con él. Así que, esperando que me bajara un poco el mosh, respondí a su misiva con otra, de la que guardo fotocopia, en estos términos:

«Guatemala, 7 de marzo de 1989.

»Estimado Enrique Juárez T.:

»Agradezco la fineza de su nota dejada en el taller, por supuesto impregnada con el fresco veneno de sus “iracundos” depósitos verbales.

»Creo entender el fondo de las palabras y también la costumbre suya de despotricar contra todo y luego dar la vuelta sin más. Me parece que lo sensato, lo sano, lo importante, aparte de poner el dedo en la pústula y señalar los errores, es aportar soluciones concretas para enmendar los yerros cometidos, porque que yo sepa, nadie puede tener su rara perfección. Destilar veneno es fácil, pero probablemente la misma inercia de las gotas conduzcan al autoenvenenamiento.

»Con respecto a la autorización para incluir su nombre en el “comité” de patronazgo, yo lo puse en antecedentes de que Marco Vinicio Mejía le había hablado previamente, y además, en la oportunidad que nos vimos se lo mencioné ¿O su memoria es tan selectiva que solo guarda lo que su conveniencia acomoda?

»Lamento sinceramente el malestar provocado por la inclusión de su nombre en el “comité de patronazgo”; tenga la seguridad que en las próximas hojas que imprima no lo incluiré. Le pido que me excuse por las ya distribuidas. Si usted lo desea y me lo manifiesta también puedo hacer una nota pública en la que aclararé que usted no tiene ninguna responsabilidad en este tipo de publicaciones.

»Mientras tengo el placer de leer alguno de sus versos o en tanto llega el tiempo de leer su novela, le reitero las muestras de mi respeto.

»Amistosamente (por supuesto)

»Juan Antonio Canel

»P.D. Qué bonito el tipo de letra de su máquina de escribir ¡Y ELÉCTRICA!».

Creo que a Quique le gustó que yo le respondiera en esos términos, porque él prefería la franqueza. Muchas veces nos dijimos la verdad pelada y sin ambages. Y eso mantuvo nuestra amistad. Si no le hubiera respondido en esos términos, creo que jamás nos habríamos vuelto a hablar.

Su carácter fuerte contrastaba, de manera muy notable, con su ternura interior, con su magisterio. Algunos escritores de mi generación le debemos mucho a sus regañadas, comentarios, sugerencias y a toda la generosidad mostrada para que cada día escribiéramos mejor. En lo personal, las innumerables pláticas que tuvimos considero que fueron talleres literarios dados con mucho esmero. Siempre me sugirió lecturas de libros, las cuales comentábamos después, con gran provecho para mi culturita.

Después de su libro El bien de amar, no volvió a publicar más.

A veces me decía que ya no estaba escribiendo nada y que solo dedicaba su vida a leer. Otras, me hablaba de que estaba escribiendo una novela. Lo cierto es que a sus cuarenta y cuatro años, no volvió a publicar más. Supongo que seguía escribiendo porque, varias veces lo vi hacerlo en servilletas donde hacía apuntes para sus poemas.

Era una manía que tuvo siempre; conservo una servilleta, que me obsequió su hijo Dorian, con un poema que escribió el 8 de septiembre de 1996; lo tituló: Locura sinónimo de mariposa.

Luego de parar de tajo con la publicación de sus obras, vino un período que le levantó mucho el ánimo, fue el que pasó en Ecuador, como embajador de Guatemala durante el gobierno de Julio César Méndez Montenegro.

En ese período y después, al dejar el cargo, vivió intensamente un amor tórrido con una escritora guatemalteca; con ella, además de los intensos encuentros personales, intercambiaron una correspondencia amorosa muy fluida.

Desafortunadamente, no conozco las cartas que él le dirigió, pero sí poseo y tengo algunas que ella le envió, en las cuales queda manifiesta la pasión que los envolvió; además, corroboradas por fotografías que delatan la intensidad de ese amor. Pero a pesar de la pasión, se negó a publicar nada más, para desgracia de la literatura guatemalteca.

Por eso, estas palabras que les he dirigido aspiran a llamar la atención sobre uno de los más exquisitos poetas del Siglo XX; llegar a la poesía de Enrique Juárez Toledo es nutrir, no engordar, de poesía nuestro espíritu.

1 (González, Otto Raúl, Caminos de ayer, Ministerio de Cultura y Deportes, Guatemala, 1990, Pág. 25).

2 Flores, Marco Antonio, Poetas guatemaltecos del siglo XX, Bancafé, noviembre de 2000.

Presentación

Las fotografías de Carlos Aguilar Reyes hacen pensar, afirma Miguel Flores en el texto en el que expone las características fundamentales de la serie B1, reconocida con el Premio Nacional de Fotografía “Luis González Palma”.  Ese esfuerzo artístico de Aguilar Reyes lo celebramos desde las páginas de nuestro Suplemento Cultural, pero sobre todo nos ayuda a acercarnos a una perspectiva de un arte original y cada vez más extendido en el universo estético.

Flores nos explica la naturaleza de la obra del fotógrafo con las siguientes palabras.

“B1, es el nombre de la serie, que redimensiona lo que son las patrullas de autodefensa de los barrios y colonias en San Juan Sacatepéquez, es un ejemplo de lo que hoy se ha dado en llamar fotografía pura y dura, es evidente que Aguilar tiene como bastión la técnica.   Su discurso visual hace evidente el interés por un exorcismo del miedo.  Pero la obra de este fotógrafo tiene un doble juego, que da un toque irónico, el hecho que los patrulleros se re-vistan de personajes como Batman, o de otros propios de las películas de terror, para llevar la paz a sus barrios.  Esto hace evidente que estas “buenas personas que protegen su hogar” pueden transformarse en verdaderas máquinas de matar, lo que se hace evidente en capturar a estos personajes con armas potentes”.

En el apartado literario, el escritor Juan Antonio Canel Cabrera, evoca al poeta guatemalteco Enrique Juárez Toledo, un portento de las letras nacionales, para llamar la atención a los lectores sobre las cualidades a veces poco reconocidas del creador artístico.  Canel Cabrera, con pluma ágil, analiza no solo el contenido de su trabajo, sino los relieves de su temperamento como personaje singular.

Esperamos que la edición sea de su agrado y podamos contarlo siempre entre nuestros lectores. Pase revisando antes de finalizar la lectura, la propuesta de Hugo Gordillo, el cuento de Víctor Muñoz, la poesía de Carlos Interiano y, ¿por qué no?, la carta de Simone De Beauvoir a Jean-Paul Sartre.  Feliz fin de semana.  Hasta la próxima.

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